“Manuel Ugarte, un quijote americano”, por Guillermo Korn


Manuel Ugarte. Modernismo y latinoamericanismo, de Horacio González. Colección Pensadores de América Latina, Ediciones UNGS, 2017.  

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Manuel Ugarte asoma, en el conjunto de nombres que vertebra la colección Pensadores de América Latina, desde el estandarte del pabellón antiimperialista. En las páginas introductorias a este libro, se dice que el autor construyó su Ugarte “a través de grandes pinceladas”. En términos del arte eso sucede cuando se cubre la tela de gruesos trazos. Otro es el caso de la técnica puntillista: la pintura se hace de pequeños puntos hasta componer una forma que crea un efecto óptico: al distanciarnos de la obra, los puntos se pierden y dan una gran imagen de conjunto. Creo que, respecto de Ugarte, el puntillismo sería el modelo que empleó Norberto Galasso para componer su monumental y documentadísima biografía. En la propuesta de Horacio, en cambio, de cerca podemos distinguir la materia, sus trazos tenues y los más espesos. A contraluz, también las zonas sombrías que rodearon al autor de El dolor de escribir.
González traza dos diagonales, la del modernismo y la del latinoamericanismo, por las que hace circular la figura de Manuel Ugarte, para plantear sus vínculos con sus contemporáneos, en su contexto, o las lecturas de sus seguidores.
En primer lugar Rubén Darío, al prologar −esa manera del aval y sostén− al Ugarte cronista. Allí surge la pregunta por el cuándo. “¿En qué momento aparece con fuerza la idea de imperialismo y de su par contradictorio, el antiimperialismo?”, se pregunta González.
Ugarte, en “El peligro yanqui” (1901), señala a los Estados Unidos “como el único y verdadero peligro que amenaza a las repúblicas latinoamericanas”. Darío critica los modos del entretenimiento  –“las fábricas culturales”− del gigante del Norte. El arielismo a lo Rodó esgrime la espiritualidad de América Latina frente a los valores materiales y al utilitarismo. Ugarte, entre uno y otro, le da un cariz fuertemente político al tema. Sus metáforas modernistas amenguan a medida que crece la discusión por lo nacional y lo latinoamericano en el seno del Partido Socialista que lo acogió y lo expulsó en distintas oportunidades. Las tensiones entre lo nacional y lo continental no sólo se dan dentro del Partido: también en la obra del propio Ugarte. Podría sinterizarse con el pasaje que va de la edición de su efímero diario, La Patria (emprendimiento editorial que puede asociarse con Reconquista, el diario casi secreto y también efímero en duración, de Scalabrini Ortiz) hasta llegar a El destino de un continente o La Patria Grande, títulos de dos de sus libros. Dice Horacio: “Manuel Ugarte es antes que nada un nacionalista que tiene como particularidad haber sido antes socialista laico”.
Este libro, decía, ofrece un mapa de relaciones y cruces con sus contemporáneos: “la generación del 900” como lugar de pertenencia, Ricardo Rojas, José Martí, Rufino Blanco Fombona −modernista venezolano y creador de la colección Ayacucho en los años 20, en la editorial América−, Leopoldo Lugones, José Vasconcelos, entre otros.
Lugones, más allá de su ligazón juvenil con el ideario socialista, puede ser pensado como uno de sus contrapuntos. Hay más distancia entre ambos que cuestiones que los acerquen. Desde el neutralismo visceral de Ugarte a las posiciones aliadófilas de Lugones expuestas en Mi beligerancia. O, más gráfico, desde el planteo de una Patria Grande ugartiana a La Patria fuerte lugoniana. Con Vasconcelos hay una fuerte coincidencia en pensar una idea latinoamericanista de racialidad cultural-nacional. La idea que circunda la cuestión de la raza en el pensamiento de Ugarte, tiene visos de un laicismo democrático que lo aleja del modelo teológico-platónico de Vasconcelos, sostiene González.
Hay otra figura, no tan marcada, y que podría servir como contrapeso: Alfredo Palacios. Los futuros duelistas −reales y ya no simbólicos− coincidieron en batallar en el Partido Socialista frente a la cerrazón hegemónica impuesta por Juan B. Justo: Ambos tuvieron una relación tirante con sus camaradas de Partido y fueron tribunos que eligieron a América Latina para sus respectivas giras: Ugarte pregonando en cada puerto los lineamientos de una política antiimperial (entiéndase: antinorteamericana); Palacios, una década después, llevando los vientos de la reforma universitaria a Uruguay, Brasil, México, Panamá, Perú y Bolivia. En 1925, el primer Congreso Iberoamericano de Estudiantes lo declaró “Maestro de la Juventud”. Ugarte, pese a haber narrado sus viajes en forma −dice Horacio− de crónicas pedagógico-ideológico-biográficas, no fue −digo ahora yo− merecedor de tales apostolados laicos. Hay otra diferencia que, aunque conocida, no es menor: Alfredo Palacios fue embajador en Uruguay del gobierno de Lonardi; Manuel Ugarte bajo el primer peronismo había ocupado ese cargo en México, en Nicaragua y Cuba.
Por décadas, el destino de Ugarte estuvo plagado de persecuciones, maltratos y ninguneos. Fue uno de los silenciados. “Ocurre en muchos casos que su público no es menor ni decrece por esa circunstancia persecutoria, sino que las intenciones de silenciamiento también generan una saga o una prosapia, y ellas mismas se convierten en un sustancioso género”, se lee en Manuel Ugarte. Modernismo y latinoamericanismo.
La última vez que Manuel Ugarte volvió al país fue en noviembre de 1951. El escritor y dirigente socialista votó en la reelección de Perón, por el entonces presidente. A los pocos días, el 2 de diciembre, fallecía en Niza. En 1946 había regresado al país y conocido a Perón, gracias a la mediación del escritor y diputado Ernesto Palacio. En distintas entrevistas manifestó su entusiasmo por el nuevo proceso político. En ese año fue nombrado embajador extraordinario y plenipotenciario en México. Nicaragua y Cuba serán las siguientes sedes diplomáticas hasta que el cambio del ministro de Relaciones Exteriores –y un entredicho– lo lleven a renunciar sin quitarle su apoyo al gobierno.
En noviembre de 1954, llegan a Buenos Aires los restos de Ugarte. Hubo una Comisión de Homenaje auspiciada por Manuel Gálvez, Juan José Hernández Arregui y Elías Castelnuovo. Los oradores del Funeral Cívico fueron: Carlos María Bravo, Rodolfo Puiggrós, Jorge Abelardo Ramos y John William Cooke. “Salvo el Presidente Perón, que envió un telegrama de adhesión, ni el gobierno ni el peronismo oficial se hicieron presentes. Y, va de suyo, nadie de la ‘inteligentzia’ llamada argentina”, recordará Ramos, el primer editor de Ugarte en Argentina.
Sumo a otros lectores, como fue el caso de dos conductores de programas  radiales que recordaron al escritor. En Radio del Estado se escuchó : “Educador de la juventud hispanoamericana, profeta del porvenir de la América Latina y escritor de primera magnitud, el nombre de Manuel Ugarte se asocia a la generación –en lo esencial eliminada– que en las primeras décadas de este siglo combatió la penetración imperialista disolvente de la originaria unidad histórica, étnica y cultural de Hispanoamérica”. Eso dijo Juan José Hernández Arregui en el espacio que tenía para comentar noticias culturales y libros. En otra audición, en Radio Belgrano, César Tiempo decía: “Compartimos con Ugarte no pocas luchas, no pocos sueños, y siempre se nos apareció, no obstante su vecindad, como un personaje de leyenda, como un hombre de otros tiempos, mezcla de Casanova y D’Artagnan, de Cyrano y Quijote”. Heterodoxa mezcla entre aventura, utopía y arte caballeresco. Señalaba el director del suplemento cultural de la expropiada La Prensa que Ugarte transitó el camino del modernismo romántico y un poco dandy hacia el territorio de las luchas sociales: “…la preocupación social asomó por entre sus románticos devaneos, como esa visión apocalíptica que turba los festines y los purifica. Entre sus Manones y sus Margots, que son ya el pasado, el poeta vio desfilar al pueblo como al porvenir y se sintió pueblo, previendo su gloria y grandeza de hoy”.
Manuel Ugarte fue, para este conjunto de hombres, el antecesor elegido de los antiimperialismos de la hora, que impregnó la zona donde se dirimían distintos problemas tramados en los hilos de la izquierda nacional. El autor de La Patria Grande se había definido como un hombre de evoluciones, que veía al socialismo necesariamente articulado con la idea de patria. El peronismo hizo realidad sus tenaces aspiraciones. O, al menos, se acercaba, ya que Ugarte no dejó de señalar que Perón, en 1950, había abandonado “las dos directivas esenciales del movimiento revolucionario: resistencia al imperialismo y reconstrucción nacional”.
Otro partícipe de estos homenajes no tenía esa impresión. El problema, decía Castelnuovo, no era Perón sino los demás: “Los revolucionarios de la Argentina, que pensaron mucho, no pensaron nunca que los socialistas se convertirían en los bomberos de la revolución, y los reaccionarios, que pensaron algo, tampoco pensaron que los socialistas se transformarían en los consoladores de la oligarquía y en el médico de cabecera del imperialismo yanqui”.
Esa caracterización no alcanzaba a los socialistas que simpatizaban con el primer peronismo. El caso de Juan Unamuno, por ejemplo. Cuando escribe en el suplemento de La Prensa en ocasión de la visita de Perón a Chile, Unamuno señala que “Ibero-América no es tanto un problema de cultura, como político y económico”. Y advierte que la falta de integración latinoamericana acarrea el riesgo de la “balcanización” que debilita la acción conjunta de las naciones, facilitando la “intervención de los intereses que quieren perturbar la trayectoria de los países de nuestra América hacia su independencia económica”. Allí aparecen, en la descripción del contexto y en el uso del concepto de balcanización, remisiones concretas a las ideas de Ugarte.  
John William Cooke escribió que Ugarte fue una “cátedra en el vacío. Una lección de moral en un medio de mercaderes indignos”. Este conjunto de nombres desgranados a partir del homenaje póstumo intentó llenar de contenidos esa cátedra. Para que el silencio en torno a Ugarte empezara a hacerse voz, o que el adjetivo nacional sumado al término izquierda no fuese un oxímoron, para que las cuestiones nacionales puedan ser pensadas desde América Latina y que la denuncia al imperialismo no fuera inactual.

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