Presentación de Cosmópolis de Fabián Soberón [a cargo de María Eugenia Carante]
A continuación ofrecemos el texto leído por María Eugenia Carante en la presentación de Cosmópolis. Retratos de Nueva York (Modesto Rimba, Buenos Aires, 2017) de Fabián Soberón. El evento tuvo lugar en el Encuentro Internacional de Cronistas Latinoamericanos, en la ciudad de Salta, el 29 de junio de 2017.
Cosmópolis. Retratos de Nueva York es una obra variada, de distintos abordajes, que incorpora el cine, la música, las artes
plásticas, tanto como una diversidad de géneros para mostrar la inmensa
vitalidad de una ciudad que nunca duerme, como dice la canción.
El libro recoge las impresiones de un viaje a Nueva
York del autor y su familia. Por lo que puede considerarse, en
principio, como una crónica. Hay un relato de los sucesos e impresiones de esa
experiencia, realizado en forma cronológica: llegada, estadía, partida, con
detalles precisos que informan y entretienen al lector
Esta ciudad, no es
cualquier ciudad. Según las estadísticas, en Nueva York se habla 170 idiomas y
el 35% de la población no ha nacido en Norteamérica.
Nueva York es una “Babel
infernal”, dice el autor; ombligo del mundo donde caben árabes, judíos,
marroquíes, latinos, rusos, monjes budistas, chinos: mundos diversos,
civilizaciones, etnias, el universo entero –también lo real y lo imaginado–. “Esta
ciudad es un laberinto de deseos, etnias, arte, helicópteros, río Hudson y
desolación”, dice el autor.
Nueva York no es la ciudad del sueño
americano. Es la ciudad de los homeless
que pululan por todos lados, de los músicos callejeros, de las negras obesas,
de los hispanos que hablan dificultosamente los dos idiomas, de los solitarios,
de los expatriados, de los marginados.
Lugar de encuentro de culturas, de extractos sociales diferentes, de tipos humanos
diversos, el autor escarbará sutilmente la capa engañosa de una ciudad tan compleja, para descubrir lo que se
encuentra debajo de su superficie, conocer su otro rostro.
La realidad se manifiesta fragmentada,
como una fotografía. Considerando el hecho de que el autor proviene sobre todo
del cine, se podría hablar de escenas, momentos concretos que se ofrecen a los
ojos del viajero, reveladores de una experiencia que lo sorprende, lo conmueve,
lo desconcierta, y, en todos los casos, le inspiran una perspicaz o explícita
reflexión.
El
libro contiene un poco más de ochenta episodios, unos más extensos que otros,
en los que predomina la brevedad, y la contundencia; no hay excesos ni
verbosidad. Por el contrario, hay una escritura desnuda y sobria. Propio de la
crónica, género fronterizo por excelencia, hay variedad de recursos
y de géneros: poemas, fragmentos ensayísticos, autobiográficos, descripciones;
hay realismo y hay ficción. Algunos de estos
episodios, se pueden enmarcar dentro del microrrelato.
Su deambular, su ir y venir por la
ciudad registrando lugares, modos de vida, personajes que le dan a Nueva York
esa impronta tan particular, más que la
de un cronista, la actitud del autor es
la de un flâneur: un “espectador
urbano”, como lo define Walter Benjamín en su estudio sobre Baudelaire. Susan Sontag en el ensayo Sobre la fotografía (1977) extiende el término flâneur al fotógrafo urbano o callejero. De
hecho, en Cosmópolis, el autor realiza el itinerario neoyorkino acompañado
por su amigo fotógrafo Renán Darío Arango, “el Tolstoi
colombiano”, lo llama.
Tras su condición de paseante,
observador atento, este flâneur de Cosmópolis, oficia de sociólogo mostrando la alienación
del sujeto moderno, cuestionando la idea de progreso, y dudando de su utilidad.
El horizonte social es el que atrae
principalmente su atención. El autor enfatiza el paisaje humano, la
respiración de la ciudad. El punto de partida es la casa, el hogar durante la estadía en Nueva York, un espacio
pequeño, reservado, familiar. Ese mundo íntimo está interpelado por la
existencia de una ventana, a través de la cual el narrador puede ver literal y
metafóricamente el fondo, espiar el vecindario, conjeturar vidas, imaginar
situaciones, deducir personajes, observar el mundo de afuera.
En el “Lavadero”, por ejemplo, converge
el corazón sórdido y miserable de la gran ciudad: La negra que atiende el
lavadero: “Chupa un chicle eterno. Mira la tele como si se desquitara del tedio”; la mujer canosa, suicida, tiesa, inmóvil por
horas frente a la máquina de lavar; un puertorriqueño que siempre está cansado;
el negro, personaje emblemático, espejo social y existencial que no va a lavar sino a conectarse con el
mundo. La alienación y la soledad aparecen no sólo como una condición social,
sino como un orden de mentalidades, de sistemas simbólicos, y de prácticas profundas.
Los personajes no son anónimos, son
individuos con nombre, con nombres y apellidos en algunos casos, con biografía.
Así aparecen: Bruce, el marroquí que vende en su carro faláfel y kebab para mantener a su familia; que le cuenta su
historia, su vida, sus pesares; los vecinos: Anne y su esposo Marlon; Mariza
Bafile, contadora de historias; la china de Brooklyn, entre otros.
Nueva York es una
sorprendente metrópolis que ha producido caudales generosos de arte, de cine,
de música, de literatura. Así aparece citada, también, en esta obra. Es la
ciudad del jazz, la ciudad donde vivió y
murió John Lennon, el colombiano Nereo López Meza, fotógrafo, reportero, amigo
de Gabriel García Márquez. Nueva York es la ciudad donde Astor Piazzolla engendró “Adiós, Nonino”. Es la
ciudad de Andy Warhol, ícono del pop art; la de Eduard Hopper y el
expresionismo abstracto.
La escritura de Soberón es, sobre todo, una escritura poética. Hay
sonidos, olores, visiones, paisajes, sensaciones. Todos los sentidos están
atentos para apropiarse de la gran ciudad. Abunda la sinestesia, como recurso
literario; la metáfora y las comparaciones: “Vuelvo mi cara y me pierdo en las
escaleras de incendios. Las torres pululan como tentáculos que tocan el cielo.
//Cientos de ventanas y cientos de vidas colgadas de los departamentos.// La suerte está echada para Bruce, pienso
mientras los árboles de la plaza me acarician la cabeza”.
También la abundancia de reflexiones o
de opiniones, permite considerar a este libro como una modalidad del ensayo,
abordando diversos temas: “En todos los rincones de Manhattan hay un músico que
toca jazz. Los tachos de basura funcionan como una batería. El eco de un
xilófono de tubos resuena en la línea B. Un niño golpea un piano en Union Square.
(…) Todos quieren ser escuchados. ¿Pero quién los escucha? Su música es una
lucha vana contra la indiferencia” (de
“Rincones”).
Hay una escritura atravesada por el
sentimiento de orfandad, por la ausencia del padre. Queda manifiesta, entre
otros ejemplos, en la desplazamiento del sujeto de la narración, que cede por
momentos el punto de vista a los hijos: Catalina y Bruno son las otras dos
voces de este libro, cuya función es la de interpelar el discurso del padre. La
vida es un paraíso en los niños; en el padre, es el paraíso perdido: “En el
agua marrón, al lado de la arena, Catalina grita de alegría cada vez que una
ola moja su cuerpito tierno y risueño. Los restos de comida y los pedazos de
banana nadan en el agua del mar. Son los restos de la miseria en la playa” (de “Coney”).
A pesar de evidente
realidad, la ciudad tiene mucho de imaginada o recreada. Por lo que, es
importante señalarlo, Cosmópolis se
lee también como una novela ya que los recorridos del viajero
por la ciudad van trazando un mapa sentimental que lo incorpora, como un
personaje más, a esta gran metrópolis.
Pero el tiempo, siempre el tiempo, la
finitud inexorable del ser y de las cosas, acechan retaceando el goce. Unos
versos de John Keats dicen: “¡Oh, Dios,/ haz que algo sea para siempre!” El final de estas crónicas suena como una
plegaria, como un conjuro. Un anhelo intenso e infinito, si esta palabra
pudiera caber en lo humano, de perpetuidad en la memoria por prodigio de la
escritura.
Comentarios
Publicar un comentario