“La revolución por la delicadeza”, por Felipe Benegas Lynch
El ojo y la flor,
de Claudia Aboaf. Buenos Aires, Alfaguara, 2019, 256 págs.
¿No era ya la nueva
conciencia en una unidad libre de azucena,
y, oh sorpresa de los
tiempos, no se estaba ya
en “la revolución por
la delicadeza”?
Juan L. Ortiz, “Las
colinas”.
El
ojo y la flor es el tercer componente de una serie que comenzó con Pichonas, allá por 2014. Si en esa
primera entrega el énfasis estaba puesto en lo siniestro y en la pesadilla de
los miedos más profundamente arraigados, el segundo paso, El rey del agua (2016), sumaba un componente político que llevaba
el conflicto de estas dos hermanas, Juana y Andrea, a un Delta futurista en el
que el Estado era otra variante del terror.
En esta tercera parte lo íntimo y
político parecen ampliarse en una imaginería futurista distópica que abraza un
clima de época efervescente: “¡Y ya nadie se atreve a corregirte, Juana, si
decís que el aire es verde! ¡Que no te adiestren! (42). Esta novela, armada en
tres partes: “El libro de Juana”, “El libro de Andrea” y “El ojo y la flor”,
cuenta de un modo mucho más directo los abusos sufridos por Juana en su
infancia y toma fuerza en ese impulso para romper la inercia de la dominación a
fuerza de deseo: la inteligencia y el amor se potencian con la electricidad del
deseo. Surgen así conceptos como la “simbiosis benéfica” (222) o el “Bioamor”
(235). En línea con la serie Sense 8,
de Lana y Lilly Wachowski, la conexión de los cuerpos y de las mentes en
sintonía amorosa se contrapone a la “lucha sangrienta”, que es lo que prima en un
mundo de castas y cálculos geométricos referidos a las vidas humanas.
El libro se abre y se cierra con
una celebración y una arenga. La voz que narra interpela al personaje a través
de la segunda persona: “¡Sacaste la cabeza de los planes torcidos, de la
vejación reiterada! ¡Bravo, Juana!” (13), “Juana, volvés a participar del gran
juego!” (243). Hay, en esta tercera parte, una síntesis exaltada de la alianza
de Juana y Andrea, y a través de ellas con otras voces múltiples de mujeres
hermanadas: “Compartimos una sola inteligencia dentro de un mismo jardín”
(252).
El ojo y la flor deben encontrarse
y se encuentran en el barro de un futuro que es hoy. ¿Es posible, acaso, esa
revolución por la delicadeza de la que hablaba Juan L.? Aboaf se afirma en la
metáfora floral y enciende el estallido de esa revolución a fuerza de palabras:
“La flor no existe sin el ojo que la mire. Y la arquitectura del ojo nació con
las flores” (254).
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