“Borradores terrenos”, por Adriana Mancini



Pasiones terrenas. Amor y literatura en tiempos de lucha revolucionaria, de Maximiliano Crespi. Buenos Aires, Taurus, 2019, 185 págs.


Me encontraba en la situación de las personas que habiendo sido mordidas por una víbora
 no quieren, según se dice, hablar de su accidente a nadie sino a aquellos que han sufrido uno parecido,
como únicos capaces de comprender todo lo que han dicho y hecho en sus sufrimientos.

Platón 


De alcance y dimensiones inefables e inescrutables, el amor fue y es gran enigma para la filosofía, la ciencia, el arte, en definitiva, la vida. Platón, en El Banquete, hace decir a Alcibíades la metáfora que ilustra el efecto del amor –en su caso a la filosofía– en el Elogio a Sócrates; líneas que como epígrafe introducen esta nota sobre Pasiones terrenas de Maximiliano Crespi. Si se lee con detención encontramos en estas palabras que aporta Platón sobre el estado de los enamorados, elementos que se han replicado en pensadores posteriores. La actitud del que ha sido flechado o aquellos que “están fuera de sí y que no pueden dominarse”, característica que Platón pone en boca de Fedro en otro de sus diálogos, señala tempranamente un estado de ajenidad cuyo fin da origen a la reflexión y a su consecuente relato. La historia de amor surge de una ausencia, del hueco que deja el amor cuando llega a su fin, afirma Kristeva en su Historias de amor; quien, a su vez, como psicoanalista asegura que todas las historias terminan hablando de amor. Por su parte, Roland Barthes tiene como hipótesis que esa historia que se origina cuando ya el sujeto abandona su estado de convulsión y confusión amorosa es el “tributo” que los amantes  destinan a la sociedad por haber estado  ausentes durante el período de enamoramiento.
Los seis capítulos que componen este último libro de Crespi más un séptimo que lo cierra en carácter de epílogo bordean situaciones de famosos pensadores del siglo XIX y XX que nos han cautivado, en mayor o menor medida, con su pensamiento: Marx, Luxemburgo, Gramsci, Benjamin,  Gorz, Althusser y, a manera de epílogo, Lenin. Es en este capítulo donde Crespi a partir de su lectura de Tariq Ali sobre Lenin descubre la necesidad de incorporar la experiencia amorosa, “el afecto” en el orden del pensamiento, auxiliado por la idea de Gramsci acerca de que, tal como esboza Platón, es necesario haber pasado por una experiencia amorosa para amar y entender al prójimo. La correspondencia del amor con la literatura o los escritos filosóficos de cada uno de los notables elegidos no es tan lineal como se hubiera deseado que fuera. Crespi expone un párrafo de una carta de Gorz, en la que queda claro que el pensador desliga el amor de todo tipo de compromiso: escribe desligando la experiencia amorosa de todo lazo: “ambos sabían (Gorz y Doreen) ya por entonces, que el amor era ʻla fascinación recíproca de dos personas en su aspecto más inefable, menos socializable y más refractario a los papeles y a las imágenes de sí mismos que la sociedad les impone, y a cualquier pertenencia culturalʼ” (119). Así, Gorz confirma que  “El amor es mago”, tal como lo concibe el filósofo neoplatónico Marsilio Ficino en su ensayo De Amore escrito en el siglo XV. Gorz, según la lectura que ofrece Crespi, fue quizás el pensador más consecuente y fiel a un amor que no tuvo fisuras ni tampoco la experiencia de la ausencia. Él y su  enamorada pactaron y cumplieron un suicidio simultáneo que se anticipara a la muerte del amor.
El primero de los capítulos del libro de Crespi, cuyo título es diseñado con hiperbólica tipografía: Pasiones terrenas –¿habrá celestiales o ideales o extraterrestes?–, está destinado a  Karl Marx y se titula con ironía “La sagrada familia”. Se inicia con un epígrafe del mismo filósofo cuya legitimidad y buena intención se deshacen a medida que se describe su devenir familiar (“Si el matrimonio fundado en el amor es el único moral, sólo puede ser moral el matrimonio  donde el amor persiste” KM). Sin definir los  alcances y características del amor, el capítulo muestra más la devoción de su mujer por él que la del fogoso hombre de casa por sus mujeres. Ella, Yenny, es quien lo sigue en condiciones paupérrimas, cría hijos que sobreviven con dificultad, si no mueren, colabora con su trabajo de escritura y comparte la vida  familiar con la amante de Marx, Helena, con quien el dueño de casa tuvo un hijo que le confía a Engels y a quien nunca reconoce.
Interesante es el capítulo de Rosa Luxemburgo dado que resta valor a la belleza femenina desplazando la seducción a la atracción intelectual tal como la ejercía esta mujer cuando discutía, escribía o simplemente aconsejaba sobre política a sus jóvenes admiradores. Gramsci es otro notable en el recorrido que propone Crespi: cárcel, enfermedad y hambre enmarcaron la escritura de sus Cuadernos de la cárcel. Su mujer y sus dos hermanas eran su sostén; una relación amorosa plural que aliviaba una época de persecuciones, violencia y muerte. Locura y crimen en el asesinato de su mujer perpetrado por Althusser. Amor y política pero también vaivenes histéricos en la relación de Asia Lascis y Benjamin. Los capítulos se suceden, parten de una situación cotidiana, pero no alcanzan la dimensión que permitiría al lector una reflexión superadora, tal como nos lo ofrecieron algunas piezas artísticas de ficción y no. Pienso en Saraband (Ingmar Berman 2003) o en La dama y el duque (Eric Rohmer, 2002): ambas parten de situaciones íntimas, ambas focalizan dos historias de amor, que se proyectan hasta perfilar los meandros insondables del género humano o los de la política.
En la nota introductoria, Crespi confiesa que, incitado por amigos, presenta en este libro notas e historias que tenía en la “memoria”, producto de “lecturas erráticas”, conversaciones. El libro responde a esa intención, adolece de cierta falta a mi entender importante; una falta que una prestigiosa crítica argentina, Josefina Ludmer, consideraba “democrática”: si al lector le interesa un dato no tiene forma de recabarlo si el autor no le brinda la referencia bibliográfica de dónde lo tomó. Sobran en consecuencia las comillas de las citas o las fechas precisas, ya que no hay forma de comprobarlas o de extenderlas si llegaran a ser útiles o necesarias para el lector. Y en el afán de síntesis o de ganarle la partida a la memoria, la apasionante y breve vida amorosa de Benjamin, o el itinerario del nombre de Gorz, o el femicidio de Althusser, por ejemplo, resultan confusos. El público lector formado que accede a estas historias, y que junto a Badiou sabe muy bien que en todo orden verdad y ficción se entrecruzan y confunden, y que amor y odio son dos caras de una misma moneda –Odi et amo–, termina deseando que “la corrección y ampliación” del “primer borrador” tornase en “faena interminable” como lo es toda investigación apasionada. 

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