“Eficiencia apocalíptica y técnicas integradas”, por Nicolás Rivero
Tecnología, guerra y
fascismo, de Herbert Marcuse. Traducción de Cristopher Bonilla. Buenos Aires, Ediciones Godot,
2019, 344 páginas.
En
la llamada “era de la tecnología”, una mirada a los comienzos de las relaciones
más profundas entre el hombre y la máquina asustaría a más de un entusiasta
empecinado en insistir en la amplitud mental de una nueva generación de nativos
digitales. En un contexto donde los flamantes modos de organizar rutinas y
relaciones sociales se descargan de la App market, pensadores como
Marcuse podrían considerarse obsoletos. Ninguna perspectiva sobre lo que
acontece es, sin embargo, tan clara como la que supo teorizar el filósofo observando
esa batería de cambios que comenzaron a moldear al sujeto en una época de
quiebre y transformación de la cultura. Porque el quid de la cuestión en Tecnología,
guerra y fascismo no es abordar la individualista relación entre el hombre
y la máquina, sino de desmenuzar el universal “modo de organización y
perpetuación (o cambio) de las relaciones sociales, una manifestación del
pensamiento predominante y de los patrones del comportamiento, un instrumento
para la dominación y el control”.
Es
que Marcuse se distancia de aquellos teóricos como Heidegger, quienes
rápidamente criticaron la tecnología y abrazaron con hipocresía esa perfecta
máquina autoritaria que fue el nacionalsocialismo, pero también de los fundadores
de Frankfurt, quienes venían de ver a la “técnica” como la gran alienadora del
ser humano. Es entonces cuando la diferencia que traza el filósofo judío arroja
un aspecto esperanzador sobre el sistema de producción estandarizada: a mayor velocidad
para producir los bienes necesarios para las necesidades básicas, el hombre
tendría más tiempo libre para su autorrealización. No obstante, allí es donde
la tecnología se convierte en el monstruo de la historia por sus mecanismos de articulación
social, y llevar a la técnica de ser un medio para
la felicidad hacia la administración de la escasez o la mera búsqueda de la eficiencia tecnocrática.
Marcuse
apunta en los primeros años de su exilio a América, contra el
nacionalsocialismo como una forma difuminada del capitalismo más atroz. Los
empresarios fueron, después de todo, los beneficiados por la política de Hitler
quien buscaba, por un lado, dominar el mercado, y por el otro, generar una
eficiencia abrumadora que llevara al individuo a someterse voluntariamente. Fue
así cómo apareció el Estado interviniendo en todos los aspectos de la vida del
trabajador con una doble burocracia: estatal y privada, ambas estrechamente
conectadas para “encausar” las fuerzas laborales en pos del rédito económico de
unos pocos.
En
este sentido, se detallan las disciplinas que el nazismo aplicó sobre el pueblo
germano para generar lo que derivó en el capítulo más metódico del libro
referente a la “Nueva mentalidad alemana”, creada por capas de eficiencia y
misticismo que son nombres sutiles para la competencia voraz, el paganismo y el
racismo.
Antes
de llegar a ese punto cúlmine, valen aclarar los relevantes aportes de Jürgen
Habermas sobre lo público y lo privado durante el Tercer Reich.
Con
la liberación –socialmente aceptada– de los impulsos primitivos, a través del
erotismo en los productos culturales, el fomento del individualismo por sobre
el bien común apelando a la inconciencia purgatoria de la masa, un enemigo
común elegido, el sindicalismo en el bolsillo; al nazismo solo le quedaba un
aspecto de la vida que no podía alcanzar, la privacidad puertas adentro. En el
Estado liberal y democrático, detallaría Marcuse, el individuo, si es un
ciudadano responsable, descansa su personalidad en el tiempo libre y privado. Pero en el nacionalsocialismo, el tiempo libre
se encuentra sujeto al espacio público, a través de la cantidad de actividades
organizadas por el partido para tener al ciudadano en un ambiente controlado,
evaluando su comportamiento y evitando toda invisibilidad.
Pero
la teoría de Marcuse, incluso en esa época, no terminó siendo un revisionismo
de mecanismos obsoletos de control social; muy al contrario, lo que se detecta
a lo largo de los escritos es cómo el germen del nazismo impregnó al sistema
capitalista contemporáneo. Inclusive en los casos donde la democracia estaba –y
está– mejor asentada, se suscitó un totalitarismo de las relaciones y modos de
organización social.
En
las últimas páginas de Tecnología, guerra y fascismo se recopilan las
críticas de Marcuse sobre la liviandad y ridiculización con las que la política
y la cultura tratan al nazismo. ¿Será porque éstas le dieron al capitalismo la
forma de perpetuarse y controlar al individuo? Si se quita lo bélico sigue
quedando la guerra, una guerra sin pólvora: la guerra comercial. Si se eliminan
los campos de concentración quedan otros seres olvidados por un sistema que no
los incluye, un pueblo que los rechaza y, en el mejor de los casos, siente pena
por ellos. Se permite el disenso, pero si la educación y los medios son dependientes
de un Estado cómplice de las industrias bélicas estos al fin ordenan el
pensamiento a su gusto y placer. En una era donde todo pasa por un sistema
tutoreado por un puñado de compañías dirigidas por unos pocos empresarios, ¿no
se ha cumplido la utopía capitalista de la máxima eficiencia? El tiempo libre
se usa para el consumo y el mandato de trabajar para poder consumir más.
Marcuse
nos brinda el instrumento para entender estos mecanismos y adaptarlos a nuestro
tiempo. La contraproganda que propone referida al nazismo debería proyectarse
hacia los totalitarismos que tenemos hoy en frente.
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