“María Eva y el escribidor”, por Hache Pavón
Evita. La militante en el camarín de Horacio González. Córdoba, FFYH-UNC,
2019, 138 páginas.
Juegos
de palabras: the ghost writer, el escritor fantasma y el fantasma de todo
escritor, el fracaso. Argentina, comienzos de la década del ’40, el asunto del
escritor fracasado reúne a dos personajes fraguados en la cultura del folletín.
Año a año Guillermo Korn refiere la anécdota: Roberto Arlt y Eva Duarte se
encuentran casualmente en un café de Buenos Aires. Un Arlt torpe vuelca una
taza de café con leche sobre el vestido de una Evita de sonrisa indulgente. El
escritor, de pronto payasesco, se arrodilla frente a quien será la Jefa Espiritual
de la Nación y Defensora de los Humildes y le propone una apuesta acerca de
quién morirá primero (una apuesta que bien podría haber tenido lugar en el
sanatorio de su cuento Ester Primavera
–al ritmo de los rayos x cerca de mil tuberculosos se divierten aventurando
quién morirá primero con las placas de las manchas de sus pulmones en las manos).
Pero Arlt y Evita no apostaron y con diez años de diferencia (1942-1952), ambos
morirían un 26 de julio.
Horacio González
publicó Evita La militante en el camarín en
1983, durante su exilio en Brasil, en portugués, siempre en los bordes del
género (“una media-ficción” señala). La elección, dramática, de la primera
persona del singular define el estilo o, mejor, la neurosis de esta historia.
González decide representar el papel de Penella Da Silva, un escritor a medias
español a medias brasilero (a medias escritor) que, hacia el año 1947, de paso
por San Pablo, se encuentra con Evita y le ofrece sus servicios: la escritura
de una autobiografía. A partir de ese encuentro, Penella Da Silva y Horacio
González se convierten en los ghost writers de La razón de mi vida y la novela, por momentos ensayo, avanza con
bruscos saltos de continuidad. Una caracterización de Clément Rosset, fuera de
contexto, nos ofrece una clave de lectura (los beneficios de “sacar a alguien
de contexto” son infinitos): “De entrada se puede definir el estilo de Tácito
por el patronímico mismo del escritor, tacitus: el que se calla, el que dice poco.
En efecto, Tácito no se pierde en las grandes palabras, ni procede tampoco a
una amplificación, un aumento de los hechos que relata. Su técnica, muy al
contrario, es la de la reducción, casi podríamos decir de la evaporación (como
en el arte culinario, en el que ciertas salsas se obtienen al reducirse, por
lenta evaporación del agua durante la cocción a fuego lento): sólo retiene de
la historia –esto es, de los historiadores a los que compila– ciertos hechos,
elegidos no con arreglo a lo que hoy llamaríamos su importancia o significación
histórica, sino en la medida en que se prestan a la composición de ‘cuadros’. La
historia romana se reduce así a una sucesión de ‘escenas’, que produciría
además una sucesión de cuadros en una exposición de pintura”[i].
Ese propósito visual
rige también la composición de Horacio González: en una galería de cuadros de
la Buenos Aires de finales de los años 40 y comienzos de los 50, Penella Da
Silva se encuentra con Gombrowicz, Jauretche, Cooke, Viñas, Martínez Estrada y
Walsh entre otros. En esta serie, una más de la escritura macha, en la que
Penella Da Silva siempre es el que la tiene más corta, se dibuja, sin embargo,
la figura inconmensurable de una mujer: Evita… “Una mujer impulsiva y alterada,
exaltada por las fiebres de la agitación social” (p. 13). Pero, ¿Quién inventó a
Evita? ¿A esta Evita intempestiva? Si bien, algunos hombres se atribuyen su
invención, Muñoz Aspiri, su guionista radial, y Juan Domingo Perón entre otros,
de la novela de Horacio González se desprende una hipótesis: a Evita, como a
Arlt, la inventó la literatura de folletín: “Ese lenguaje irritaba a la clase
media argentina. La nueva lengua ‘evitista’ retomaba todos los temas de amor y
del discurso sentimental, pero los destruía como intimidad y los expulsaba del
baúl de epístolas secretas y de escritorios galantes. El sujeto de amor
colectivo que ella construía infundía temor” (p.89). Y para más escándalo del
buen gusto: “Aquel pasaje de un asunto íntimo a otro colectivo sin modificar el
acervo folletinesco de sus palabras, impresionaba como utilización despótica
del lenguaje. Porque el lenguaje del amor, que capta los temas ‘restringidos y
pudorosos’, propios del aturdimiento íntimo del amante, era arrojado a la
esfera pública quebrándolo en su pudor. Ella dividió el país en torno de los
usos distintos del idioma” (p.89).
Finalmente, un retorno
a la anécdota del encuentro fortuito entre Arlt y Evita, dos preguntas que
demandan respuestas contrafácticas: ¿qué hubiese pasado con nuestro país si
Evita se hubiese dejado seducir por Arlt? ¿qué hubiese pasado si, en lugar de
Penella da Silva, el ghost writer de La
razón de mi vida hubiera sido Roberto Arlt?
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