“Una patria imaginaria”, por Rosana Koch
El reino,
de Felipe Benegas Lynch. Buenos Aires, La colección, 2019, 97 págs.
Cuando el niño era niño,
caminaba balanceando los brazos,
quería que el arroyo fuese un río,
que el río fuese un torrente,
Son muchas y diversas las formas en que
el arte retoma el territorio de la infancia.
Recuerdo la primera escena de la película El cielo sobre Berlín, de Win Wenders (1987): en la pantalla
aparece una pluma que comienza a escribir un poema, mientras que la voz en off
narra y por momentos tararea las palabras que la pluma va trazando en el papel.
Ese poema cuyas letras se mueven al son de una canción infantil y que se va
completando en diferentes escenas a lo largo de la película, pertenece a Peter
Handke, y su primera estrofa está escrita como epígrafe. En sus versos, la experiencia
de la infancia se vuelve un espacio del deseo que la imaginación poética
intenta recuperar. El reino se ubica
en esa vasta geografía de la infancia y del mismo modo evoca ese territorio subjetivo
del deseo personal: el mar, marco referencial, morada, lugar de la memoria
desde donde se construye un cuerpo de imágenes emotivas que recorren todo el
libro: los mediomundos, las vacaciones, la familia, los abuelos, las olas y la
playa, los miedos, el primer amor, los triunfos y las pérdidas. “El mar parece
dispuesto a recibir” esas postales del primer universo feliz “donde nado ahora
buscando todo lo que no va a volver”.
El
reino es un relato autobiográfico escrito por Felipe
Benegas Lynch, un volumen de narraciones breves y fragmentarias, de tono leve y
preciso. La obra comienza en un espacio de transición donde se entremezcla el sueño
y la vigilia: “Despierto. Un paso afuera del sueño la veo desaparecer: es mi
abuela, y mi madre en el teléfono me dice que murió. Apenas pude ver que se quedaba
sentada sobre un colchón en el piso, en la habitación de mi infancia”. Habitar
oníricamente aquello que se quiere eterno y volverlo un presente infinito.
Gaston Bachelard en Poéticas del espacio
plantea que es en el plano del ensueño donde la infancia sigue viva en
nosotros. “Todo lo que voy diciendo se mece entre el sueño y la realidad. Mi
abuela se va llevando sus huellas y las mías. Hundo mis manos en la arena
tratando de llegar al agua donde descansan los recuerdos y su voz”. El tiempo
presente es el tiempo del ensueño, de su perdurabilidad, una manera de
instalarse en una temporalidad particular en que la cronología se interrumpe
indeterminadamente; por el contrario, el tiempo pasado de los recuerdos son
proyecciones imaginarias, fabulaciones del creador-escritor.
El recurso autobiográfico, la escritura
fragmentaria y la memoria como ejercicio de la imaginación son los materiales de
la construcción textual de El reino. En
el marco de las escrituras del yo, la primera persona escribe “Debo recordar,
todo lo que pueda” y a partir de la memoria personal, íntima, se van
desprendiendo los recuerdos como una “lista indefinida”: cruzar el mar con la
abuela, aprender a pescar con el padre, tocar la guitarra, acompañar a la madre
después de la separación. Todo el cuerpo discursivo se vuelve oleada en la
“marea incierta” del recuerdo –porque se es consciente, ciertamente, del
carácter selectivo y poco confiable de la memoria–, y mientras el agua fluye,
“el galope de la infancia latía y yo corría bajo el agua como un pez. La mañana
era inmensa atrás de las olas. El reino está ahí, como una pendiente hacia lo
hondo”.
La experiencia de la infancia, también
atravesada por vivencias dolorosas, está marcada por el contexto político de la
violencia: “Cuando yo estaba en la panza de mi madre se llevaron a mis tíos.
Luego de semanas de incertidumbre mis padres encontraron a mis primos en un
hogar de menores. Les habían cortado el pelo y respondían a un nombre que no
era el suyo. Mi prima se aferraba a una muñeca que la acompañó en ese primer
tiempo de orfandad”. La muñeca de su prima se convierte así en un juguete-objeto
testimonial que carga las huellas del terror. La memoria funciona, en este
caso, como un activador de la memoria política y traza en el relato las fisuras
irreparables en el orden de los vínculos filiales: “Mi abuelo nunca se recuperó
del todo de ese golpe. Poco tiempo antes de morir le sacaron un nudo oscuro de
adentro que para mí era todo el dolor de esa locura… Mi tío era su hijo mayor”.
El
reino es el espacio poético de la infancia, es ese mar
que con su oleaje trae consigo voces, recuerdos de un universo perdido. Por
momentos aparece el rey, “un pez que se había asomado a nuestras redes para
regresar pronto a lo profundo”, soberano, nada entre las olas sin dejar
alcanzarse. Acaso la mirada del niño volverá una y otra vez a perseguirlo,
porque el reino, también, es una forma de volver a casa…
[1] Als das
Kind Kind war,/ ging es mit hängenden Armen,/ wollte der Bach sei ein Fluß,/
der Fluß sei ein Strom/ und diese Pfütze das Meer. Peter Handke
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