"Ese bosque helado", por Carolina Bartalini

Luz de invierno, de Carlos Battilana. Santa Fe, Vera cartonera, Universidad Nacional del Litoral, 2020, 40 páginas.

 

El invierno es la temporada de la quietud y de la calma. Los seres vegetales de este mundo, cuando los primeros fríos arremeten, se van ensimismando de a poco: pierden sus hojas los árboles, guardan sus tallos tubulares las flores, se esconden algunos animales en el bosque, cavan bajo la tierra los lagartos y las ranas. En el hemisferio Norte, los osos, las ardillas y los erizos se duermen en sus cuevas; las golondrinas migran a las costas de California desde el sur: recorren quince mil kilómetros para volver cada noviembre antes de que comience el verano. El invierno es la estación de los cuidados, de la quietud y, por tanto, de la contemplación. El invierno podría ser la estación de lo poético: aquella en la que la luz nos muestra poco –menos de lo habitual–, aquella en la que es preciso afinar la mirada y los sentidos, aquella en la que nuestros cuerpos quedan desprotegidos y es preciso abrigar, aquella en la que un baño del “sol de la terraza” es un milagro cotidiano, como las escenas de los poemas de Luz de invierno de Carlos Battilana, una benigna tempestad.

El invierno es, de todo el año, el tiempo en el cual vivimos con menos luz; esa luz de invierno es la que guía al poeta para nombrar el conjunto de poemas que componen la antología publicada recientemente por Vera, la editorial cartonera de la Universidad Nacional del Litoral. El invierno ingresa en los poemas como el clima que lo resguarda, pero también el invierno aparece en una tenue escena o como un color que tiñe la mirada de su tono. No hay un tiempo abrupto, es el tiempo natural de las fluctuaciones y los movimientos, la calma que permite la acción y la contemplación que da paso a la poesía; la poesía que abre el espacio a la “belleza pobre / la única / que yo pude ver”.

Las escenas de los poemas de Battilana se mueven entre el juego de reunir ramitas con los niños para el pesebre navideño, aquel “antiguo escenario/ de la niñez/ que renace/ año tras año”; hacia aquel recuerdo del asado familiar cuando la infancia era el tiempo del estío y el pequeño gesto de madre rozando con los ojos al padre era captado como un advenimiento de la dulzura, del amor y del misterio. Lo irrecuperable es el signo del poema, lo irrecuperable es la luz que se esconde cada vez más temprano a medida que avanzan las tardes del invierno. Lo irrecuperable es el miedo a perder las ramitas, a perder la luz, a perder el recuerdo inmenso de lo innombrable. Lo irrecuperable es la botánica de la poesía, la felicidad del instante, “el secreto de sus días”, el aguacero de Vallejo, las estampillas y el infinito de la colección, los márgenes del mar, lo tremendamente trágico de esta vida y, finalmente, el poeta que les recuerda a sus hijos que “el viento es indestructible”.

La apuesta de la editorial de la Universidad Nacional del Litoral que publica ficción, ensayo y poesía en tiempos tan adversos para la circulación de la literatura fuera de los estándares de las redes sociales y los likes, es en sí misma admirable y aplaudible. Más aún, la colección Setúbal, colección que, como se señala en el libro, pretende traer a esta luz a poetas “que resplandecen”, como las tardes azuladas del invierno en estas latitudes. La selección que organiza la antología de Carlos Battilana recorre su obra con poemas de Unos días (1992), La demora (2003), Materia (2010), Velocidad crucero (2014), Un western del frío (2015), Una mañana boreal (2018) e incorpora dos poemas inéditos: “Lecciones de botánica” y “Nocturno” (poemas que participarán de La lengua de la llanura).

Para quienes no conocen demasiado la poética de Battilana, las alusiones a lo invernal –ese “bosque helado dentro de mi pecho”– ya se leen en los títulos de sus poemarios. Una mañana boreal parece señalarnos que hay otro modo de permitirnos mirar los colores, los objetos y las personas en los días de esa luz blanquecina que amanece de helada. Un western del frío insiste en las pequeñas escenas cotidianas de aquello que ha quedado como fosilizado en la memoria, las imágenes que como ruinas persisten y se resisten a toda edificación de la razón.

Lo maravilloso de Una luz de invierno es recuperar en los poemas que lo componen esa lógica entramada a lo largo de la obra del poeta. Lo invernal de los poemas es su realización peculiar como piedras que se van dejando en el camino, cada una con un color, cada una con su textura, cada una con su atmósfera rugosa y sus grietas y sus temperatura. Cada poema convoca a la vida natural, cada poema es la piedra, la hoja, la rama que organizan este pequeño álbum de botánica invernal.

¿Serán los poemas pequeñas fotografías de la estación boreal: esas “pequeñas hojas amarillas que caen en los bordes del lago” que “pronto el viento fuerte del otoño desmantelará”? ¿Serán esos tallos los sonidos antes de las palabras, las imágenes que se retuercen antes de que puedan ser nombradas? “Como si las palabras fueran objetos/ o piedras,/ escribo”. Y nosotros leemos, arremolinados por el viento tenue de una mañana que resplandece, antes de que las luces se vayan tan pronto, de nuevo, cada día invernal.


(Descarga gratuita del libro aquí)

 

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