“Presentación de Vértigo de mí”, por Mariana Docampo
[Texto leído en la presentación de la novela Vértigo de mí (Caterva editorial) de Jimena Néspolo, el 25 de noviembre de 2020 a las 19 hs., vía Meet.]
“¡Qué
palabra gastada! Amor” –piensa Isabel Huayta, la protagonista de Vértigo de mí, aún en las últimas, y a
pesar de estar experimentando un leve pero contundente destello de este
sentimiento por parte de su portero-chongo que, más allá de todos los desplantes
que recibe de ella, se ofrece a acompañarla a la guardia del hospital sin pedir
nada a cambio.
“Amor” que Isabel
percibió siempre como obstáculo a la “levedad” con la que buscó vivir. “Amor”
que sintió como una cadena, y que aún en su momento de mayor vulnerabilidad sigue rechazando: “¿Y si llamás a Anita y le pedís que te venga a hacer
compañía? Qué patética que estás Isabel.
Pobre piba. Si vas a reventar
ahorrale el mal momento de tener que agarrarte la manito mientras te ponés
fría. Además, con el viaje terrible que tiene que hacer desde Florencio Varela
hasta que llega acá te va a encontrar seca”.
Isabel rechazó
siempre el amor porque quiso “la libertad de lo leve”. Ser “leve” pareciera querer
decir para ella “pasar por el mundo sin dejar huella”. Y es por eso que no agradece el puro resto
amoroso del portero-chongo. Ni dar, ni recibir amor, ni victimizarse. Ella sabe
que cosecha lo que sembró.
Isabel es
cínica, ¿de qué otro modo podría ser la CEO de una cadena farmacéutica que
transa con el gobierno con consecuencias directas sobre las personas, algo que
ella misma puede constatar en una simple caminata del trabajo a su casa cuando ve
a un viejito con un bidón de nafta que amenaza con prenderse fuego frente a una
de las sucursales de Farmasuper –la empresa para la que ella trabaja– porque no
puede pagar los remedios?
“La gente agolpada. Aplaudiendo o vociferando. Con los ánimos exaltados
y yo con esa extraña sensación en el pecho. No de temor sino de derrota. Ni
ganas de prender la tele y ver si salía en el noticiero de las siete el viejo.
¿Para qué? Esto es una batalla perdida y no hay Quijote que pueda salvarnos.
Los lobbies financieros los pusieron a gobernar. Imposible luchar contra los
molinos de viento del poder económico. ¿Para qué intentarlo? Debe haber miles
de viejos como ese y yo pensando estrategias de venta”.
Isabel sabe
perfectamente que defender los intereses de la empresa es plantarse del lado de
los opresores en un sistema que genera desigualdades, pero no concibe
alternativas ni hace esfuerzos por encontrarlas. Se dedicó toda la vida a
trabajar para ganar plata. Subió a gran velocidad “las escaleras del éxito empresarial. Estrechísimas y verticales hasta
el delirio como las de Huá Shan en la provincia de Shanxi en China –dice
ella misma en una atractiva metáfora– hechas
para que solamente pueda subir una persona y los incautos caigan en el abismo
de la nada (…) Y ahora que estás sola en tu piso veinte, no podés bajar”.
Porque este
martes por la mañana, apenas se despierta, Isabel es presa de un mareo que la
tumba. La novela narrará los cortos desplazamientos de la protagonista por la casa
para evitar el total derrumbamiento físico, y su empecinado intento por redirigir
la vertiginosa avalancha de recuerdos que la acomete hacia un objetivo: hacer
un balance de su vida, en un gesto que busca sacar provecho incluso de este
tiempo de descomposición de todo lo estable, al que se resiste.
En este
precipitarse de recuerdos que su mente quiere no solo contener sino capitalizar
(de manera analítica, incluso argumentativa) hasta el regreso a la memoria de
la gorda Carola, su profesora de contabilidad del secundario, encuentra una
función: “la gorda Carola, ¿qué mierda
hace en medio de mi balance? Me fascinaba su materia, hacer los balances de las
empresas (…) Terminé con el perito mercantil y empecé a estudiar en la facultad
por ella. La anoto en el balance:
contadora pública gracias a la gorda Carola. ¿Qué sigue?”.
En algún
momento de su amargo monólogo, Isabel recuerda el insulto habitual de su padre
“sos un 0 a la izquierda”. Ser un cero a
la izquierda es ser lo innecesario, lo que sobra.
Cifra del
sistema capitalista, la vida de Isabel, siempre positiva, se encuentra esta vez
frente a la contundente amenaza del 0. “¡Qué
diferente sería el mundo sin el 0! –dice la empresaria–. No habría “cero
defecto” en la producción. Las guerras no tendrían “cero bajas”. No existiría
el “crecimiento cero, el déficit cero”, ni la “pobreza cero”. No habría que recurrir
a los números negativos. Solo a la positividad de lo existente.
El 0 es, dice
Isa, la muerte para los mayas, y frente a la amenaza del 0 solo cuenta con el
Rivotril al que llama “My Lord”, y concibe como el dios de la época. Pero My
Lord posterga, no detiene, adormece, ofrece un momentáneo olvido mientras la
máquina sigue funcionando.
Vértigo de mí es una reflexión sobre
la sociedad capitalista: “Pensemos en
la sociedad como empresa –dice Isabel, crítica pero a la vez presa
del razonamiento empresarial–, esa
es la onda hoy o mejor: en la sociedad como super-organismo”.
Mientras
leía la novela se me presentaba todo el tiempo otra novela, la póstuma La promesa, de Silvina Ocampo.
Las tramas de
ambos libros son distintas en casi todos los puntos, pero hay uno en donde las
dos se unen: las protagonistas transitan lo que podríamos llamar la antesala de
la muerte, un tiempo mental, líquido, en donde todo lo que hasta ahora había
parecido estable en sus vidas, se descompone.
En el caso
de La promesa, la narradora intenta
hacer un “diccionario de recuerdos” como si se aferrara a un pedazo de madera
en el mar. Va construyendo una enumeración caótica y atomizada de recuerdos que
son como bloques compactos sin relación entre sí, y que parecieran flotar en ese
mismo líquido en el que ella se ahoga. Puro sobrante que no hace más que
distraer a la protagonista de la angustia de la disolución, la voz que enuncia se
desplaza en una deriva interminable hasta la última página.
En el caso
de Vértigo de mí no hay deshecho. Isabel
trata de organizar los recuerdos que la acometen en sus últimas horas de vida, busca
hacerlos funcionales a su vida productiva, y para sostenerse en la enunciación
apela a objetivos a corto plazo: llegar hasta el baño, ir hasta la heladera,
llegar hasta el portero eléctrico, ir a la clínica. La empresaria no admite la
pérdida, ni va a entregarse al vértigo de la no producción, y como un manotazo
de ahogado idea metas provisorias como si quisiera detener el vacío que llega
como en una avalancha.
La novela
de Jimena Néspolo acompaña desde lo formal estos intentos por frenar la
entropía. No propone una desestructuración, un desvío o desplazamientos en la
trama (una fuga de la memoria hacia el deshecho, a la manera de Silvina Ocampo),
sino que por el contrario se mantiene dentro de la estructura clásica de una
voz en primera persona aferrada a la coherencia del yo para articular con
meticulosidad –y diría maestría– los elementos narrativos, en justo equilibrio,
hasta el último y único punto. Porque Vértigo
de mí va sin puntos, aunque las mayúsculas que los seguirían se mantienen. Este
gesto, que podría querer denunciar o cuestionar la estructura clásica de la
novela, es a la vez sarcástico, incluso cínico respecto de cualquier ambición
de experimentación formal (que nada podría renovar, ni modificaría a esta
altura), como si una vez más se reforzara esta idea del “¿Para qué? Esto es una
batalla perdida”. Porque ¿no es la estructura clásica narrativa, sin fugas, sin
fisuras, la organización de los elementos discursivos en torno a un “yo” sólido
que busca controlarlos, incluso doblegarlos con distintos fines (argumentación,
análisis, narración) el modo más efectivo de sostener el poder?
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