“Concierto para madre y orquesta” por María Casiraghi

Una madre es un piano triste, de María Malusardi. Editorial Las Furias, Buenos Aires, 2021, 160 páginas.


El concierto abre así: un piano solo, apenas rozándose a sí mismo, escribe:

La desazón después el beso/ en ese orden aparezco en el mundo/ una madre es un piano triste/ el primer accidente una madre dentro de otra madre

Este breve y deslumbrante poema podría contener al libro entero. Pero el libro es más que un libro. Al recorrerlo asistimos a un concierto; concierto de piano y orquesta, o, más precisamente, de madre y orquesta. Las palabras y la música se funden en un diálogo abierto, entre el ser madre y el no ser. Y en el trayecto prima el pulso poético; por eso, página a página, se cumple el milagro de la revelación.

Como sucede en la música clásica, la intensidad de tonos crece y mengua, con el propósito de darle a los lectores/oyentes la posibilidad de respirar; pausas de belleza, para descansar de la belleza.

Pero la tregua es breve, cuando cede su lugar a la poesía, el piano se convierte en puñal, y entran todos los instrumentos juntos a destrozar la calma. Es la orquesta, ningún oído queda ileso cuando la escucha. Lo curioso es que el clímax, estos picos de intensidad se dan, no en polifonía como en un concierto tradicional, sino todo lo contrario, el clímax es del “solo”, cuando entra con su filo la pura palabra poética, con su cruda verdad, a golpear con una certera contundencia.

Dura, triste y lúcida, esa música nacida en lo más hondo de la autora, entrelaza relatos, poemas, ensayos, citas, referentes, apuntes autobiográficos, y todo en clave Malusardi, una escritora que desde niña teje y desteje en las profundidades del lenguaje, telares infinitos. Una sola voz reúne todas las voces, como una orquesta de madres dentro de ella. Su propia madre, la madre de su madre, las madres escritoras, y algunas otras, que no lo fueron; desde mujeres reales como Socorro Venegas, Vivian Gornick, Lina Meruane, Delphine de Vigan, Imre Kertész, hasta las mitológicas, como Ofelia y Antígona.

En el primer relato su madre, con veintitrés años, está sentada frente al piano, y la autora, la narradora, la poeta, dentro de su vientre. Una desolación interminable nos sumerge en el líquido amniótico donde lo único que fluye es la certeza, la irrefutable certeza de que la vida no será fácil.

Dice la niña no nacida: “la incomodan los movimientos bruscos que doy por debajo del mundo real. Estoy a punto de salir” (…) y más adelante:

retraso mi llegada porque sé que mi llegada es mi hundimiento”

Este retraso, manifestado en palabras que en un futuro se convertirán en hechos, demorará también esa otra opción, la de la llegada al mundo de posibles hijos propios, los retrasará tanto que nunca llegarán.

Y es gracias a esta cadena, de mujeres, madres, hijas, eslabones que cimientan su palabra desde niña la que la lleva a la autora a afirmar: “la vida es una sucesión de madres subvencionando mi escritura”.

Pero la poesía no siempre es redención. Lo ha dicho ya en entrevistas, lo repite en este libro, que la poesía no nos salva, que los poemas no son hijos, o, yendo aún más lejos, si lo son, son “hijos muertos”. Descarnada, cuestiona también el rol del lenguaje poético volviéndose incluso contra sí misma al afirmar:

A veces, los poetas hacen daño”

Sin embargo, si hay algo que se destaca en este concierto poético, es la ebullición de memorias y reflexiones traducidas en revelaciones y epifanías, verdaderos hallazgos que convierten este libro en imprescindible. Van algunos a modo de ejemplo:

No nazco para escribir. Escribo para nacer”

Mi madre entierra a mis hijos dentro de mí. …me ayuda a cavar”

Mi madre, mis dos abuelas y yo. En mí se corta. Siento cierta responsabilidad -quizás positiva- de aniquilar el mandato. Soy la que mejor fracasa”.

Y así como están los sucesos donde la madre habla a través de la hija, están los otros donde la hija habla a través de esa madre que no pudo ser, como en la sala de operación, o el incidente terrible de la oveja, que reaparece una y otra vez en su poesía, en sus sueños. Algo que, como ella misma confiesa, dejó marcas profundas en su infancia, pero también en su escritura.

Sin lana no hay abrigo. Mucho menos naufragio. La madeja saltó por la ventana. Me dejó a mi madre. Y se llevó mi maternidad.

El ovillo se riega con jarabe para la tos. Y a veces se cumple el rol de un hijo muerto.

Se trata de mi maternidad dislocada. Cuando los versos cruzan jardines, pisotean muertos amontonados. Porque todos los muertos son hijos de alguna mujer”.

Con este pasaje alcanzamos, el clímax de los clímax. Cuando se nos revela esta verdad universal, produce un efecto globalizador, igualador, reparador, donde madres y no madres son lo mismo, todos los seres por igual vulnerables, heridas: “hijos, hijas, hijes”.

Después de la operación, pregunto si se puede salvar el útero (…) el médico me dice que luego conversará conmigo (…) lo importante es que estoy despierta”

Estar despierta siempre. Ese es su destino, despierta desde el momento de su concepción hasta el último instante de su vida. Como alguien que no conoce más que la vigilia, aprendió a hablar y a decir. Y así escribe, sin anestesia. Del dolor más grande, extrae poesía, como en este pasaje extraordinario donde cuenta parte de esta operación bisagra, donde la opción de convertirse en madre se pierde para siempre.

Hasta que el mioma se instala y crece. Primero un crustáceo (se instala) Luego, un cetáceo (crece)

Cuando la ballena es más grande que el mar. Entonces hay que sacarlo todo. Cuando el mar empieza a ahogarse dentro de la ballena. Algo imposible de sostener. Un contrasentido de la naturaleza.

Si algo le ha permitido este libro a María, es maternarse a sí misma. Por eso quizás, para cerrarlo, elije una escena, que suponemos real pero ya no importa: en una playa, madre e hija se funden y nadie es más grande que nadie; ni el útero, ni el agua, ni la muerte. El mar se vuelve madre, la madre se vuelve hija, y la hija es todo el mar. La hija es la escritura, pero es también el silencio. La ballena ocupa el lugar de la ballena. El amor el del amor. Y el dolor, por fin, parece encontrar su cauce.

Y con esta última pieza, de acordes que fluyen sublimándose, una voz más genuina y quizás más sabia que ella misma dice: “desactivamos el fin del nacimiento”, y nos deja flotando, en una marea sagrada.



 

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