“Otra carcajada del pensamiento” por Analía de la Fuente
La anunciación de María Negroni. Remedios de Escalada, Clubcinco editores, 2021 (1era. edición 2007).
Para hablar de La anunciación es necesario acudir al merodeo. Porque no hay modo eficaz de encerrar a este libro en las formas. Cualquier intento de encasillarlo terminará en desconsuelo.
La anunciación es un relato y un poema en prosa, epístola amatoria y fluir de la conciencia, testimonio setentista de lucha política y poética pero además cuaderno de viaje, diario íntimo, desdoblamiento de la voz, diálogo entre dos décadas incapaces de comprenderse una a la otra. Se trata de un libro que es demasiadas cosas, porque como lo anticipa el título, todo en el lenguaje es impreciso como el viaje de una jabalina lanzada con una intención que, quién sabe, cae en lugares desconocidos.
Su dramatis personae:
Un alias de guerra omnipresente al que se le habla desde un ahora signado por la falta y la duplicidad, condición que nace del abismo que media entre el presente y lo que fue; un alias, Humboldt, evasión consciente del nombre propio, que oscila entre dos (y tres) modos de abarcar lo real: el artificio de la lengua−Wilhem−/ la objetividad de la vida, su expresión natural –Alexander el aventurero−/ (o la condición subjetiva para la lucha−un joven argentino sorteando las implosiones materiales de su país−);
la voz de una mujer madura, pavorosa, hablándole a ese alias de guerra, su morada imposible entre dos parajes, dos casas: el pasado y Roma: todo se confunde, el tiempo y el espacio aparecen como categorías borrosas porque el pasado regresa al calor de las marchas, con la muerte del líder, con lo que vino después;
una casa de paredes verdes donde conviven el amor y la guerra, la juventud y la lucha armada bajo todos los preceptos del buen militante;
la mise en abîme cuerpo adentro de una mujer poseída por las voces de su Vida Privada y la palabra casa, de lo desconocido y el ansia de perplejidad, pero además por un Emperador Muy Noir (alter ego de la narradora, compositor literario): “He montado un teatro para la tristeza”, “me dedico a profanar palabras”, le dice el Emperador al ansia;
Emma, uno de esos seres a quienes la locura de las revoluciones empuja a una rebelión contra la rebelión, una joven atrapada por su propio sueño: captar el azul que se esconde en todo anuncio. Por eso pinta incansablemente y siempre lo mismo;
Athanasius, un monje fabuloso dueño de un impecable museo protagonizado por la contradicción, ese único modo probable de la existencia. Hablamos de un museo en cuyo catálogo se encuentran, por ejemplo, la piedra roseta, varios juguetes soñados por Joseph Cornell, diez versiones del apocalipsis y hasta el mismo museo, al interior de sí mismo. De este modo, la novela (así la denomino para simplificar el largo catálogo de todas las cosas que el texto es) se inscribe en la tradición del aleph, o del idioma analítico de John Wilkins, y mora un entramado de palabras y cosas que haría un surco en el tiempo para provocar otra vez la carcajada de Michel Foucault. Y sobre esto también hay que detenerse si queremos pasearnos por las palabras como Alicia por los jardines de un mundo maravilloso. Porque la imposibilidad de clasificar es el acto rebelde que la escritura plasma en la obra. Un imposible que vuelve a la infancia, como quiere la autora en muchas de sus obras, poemarios, ensayos y prosas que no hacen más que volver una y otra vez al trabajo profundo (de excavación) en la lengua para hallar ahí el tesoro escondido. La infancia es esa instancia en que lo concreto nos permite enumerar, explicar por extensión, dando ejemplos. En la primera juventud aprendemos de a poco a definir, a conceptualizar, o, dicho de otro modo, a enjaular al mundo con etiquetas. Esta novela, la obra de Negroni en general, le escapa a ese camino porque su voz no es sino el aliento del juego, esa búsqueda implacable y calma del tiempo propio que a medida que crecemos se desvanece hasta perderse en las urgencias de lo cotidiano. He ahí una verdadera contraofensiva. Seguir jugando con la seriedad de cuando niños, diría Nietzsche;
En medio del caos, presente, pretérito, las escenas se suceden como un canto coral. Y el texto se atreve a pensar el arte, la política, los vínculos y lo real, los efectos de la lectura como arma o encierro, la escritura femenina y la historia argentina, por ejemplo. Y lo hace, en todos los casos, sin acatarse a los modos postmodernos de lo correcto. Quizás es la distancia entre Buenos Aires y Roma, o entre los años 70 y el tercer milenio, lo que le permite asimilar la tragedia (y el exilio), devorar lo ocurrido, traducirlo a prositas prestadas. Porque, digámoslo, para cierto progresismo vernáculo, el posicionamiento en primera persona de esta narración quedaría por fuera de lo políticamente correcto: “Voy a dejar de cubrirte con un sobrio heroísmo. No recogeré tu nombre. No haré con él una bandera ni sembraré la agitación en ningún pecho. La palabra oprimidos se borrará de mi mente”, le dice a Humboldt esa voz que transforma su ahora en diálogo con lo que fue. Y también: “Algo florece en el borde iluminado de lo vivido y lo no vivido”, “En la próxima te cuento cómo se pasa de la utopía al default” o “No querría ser de nuevo un sujeto histórico. No tanto”, “Es muy largo dar con la verdad de las cosas. No sé desde qué cuerpo te recuerdo”.
La anunciación abre un espacio nuevo en nuestra literatura, nos invita a pensarnos como sujetos históricos (de nuestra lengua), como artífices (o testigos) de las reglas del juego en el que estamos inmersos. La edificación de la novela comprende y comparte que cada quien es una primera persona que hace lo que puede. Y que es posible construirnos entre los destrozos de nuestro espacio-tiempo, desarmando distancias, acercándonos a lo perdido que, querámoslo o no, nos constituye.
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