“La precariedad de todo sentido” por Alejo López

 Horymír de Hernán Pas. La Plata, Malisia, 2020.


Horymír, del escritor platense Hernán Pas, es una novela a contrapelo, a destiempo de los ritmos que priman en gran parte de la narrativa argentina contemporánea y más cercana al sopor de la prosa saeriana, aun sin llegar al paroxismo del santafesino. La novela de Pas se revela morosa desde su escena inaugural, con la cadencia sosegada de una lengua atenta a los circunloquios y subordinaciones que postergan la frase para regodearse en la búsqueda diferida de sus sentidos. El devaneo del ritmo narrativo traduce la vida también siempre pospuesta de su protagonista, Julio Esposito, músico fracasado y docente sin vocación que se sumerge en la letanía de un verano sin amigos, sin pareja, sin dinero y de prestado en una casa que se dispuso a cuidar para no atender su vida signada por los fracasos profesionales, maritales, estéticos. La trivialidad de la diégesis en la vida de este “hombre sin atributos”, que a diferencia del Ulrich de Musil no funciona como figura para la introspección del revulsivo clima de época, sino para que su abulia fatalista revele que la única realidad habitable no es la del mundo angustiante que lo rodea sino la promesa siempre diferida del arte, encarnado por la figura elusiva del compositor checo Antonín Leopold Dvořák y su ópera inconclusa Horymír, cuyo misterioso nombre da título a esta novela sobre el carácter a la vez difuso y diferido de los sentidos: del sentido como promesa estética y del sentido como premisa ética. Pero también de los sentidos en plural en tanto experiencias sensoriales que el protagonista se detiene a auscultar a cada momento para comprobar si hay algo en esas percepciones que se le revele, que cobre significado. La insignificancia de esta vida es narrada a través de una lengua sopesada, desacelerada en frases de largo aliento, de un léxico proliferante en la acumulación descriptiva y la conjunción subordinada, en una prosa que da en el blanco al momento de expresar todo lo que hay en el vacío que constituye la vida misma. Porque para narrar la paradoja que constituye el sentido de una vida sin sentido se vuelve necesario acechar el objeto por todos lados, diseccionarlo en un asedio narrativo que procure dar cuenta de lo que hay más allá de esta intrascendencia, de esta ausencia. Hay también algo del orden del despojo en la vida nimia de este sujeto que acepta sin grandes esperanzas una oferta que pareciera abrir una vía de fuga a su apática vida de carencias materiales, como las que lo llevan a desmayarse en medio de una clase con un cuadro de desnutrición forzada más por la indiferencia que por la pauperidad, pero también de carencias simbólicas, como la de ese signo “desaparecido” que constituye la figura materna. Pero la fuga es solo una huida hacia la nada, como se deduce de la metódica obsesión con que dedica su tiempo ocioso a la espuria tarea de quitar las baldosas del piso de la casa que debía cuidar, escena que abre la novela y que se vuelve, sin embargo, algo más en el devenir de la trama. A medida que avanza la narración el inconducente desmontaje cuidadoso de las baldosas se vuelve una tarea obsesiva, como si la razón buscada por este hombre sin atributos fuera la de ser un Sísifo contemporáneo condenado a la inutilidad de sacar baldosas para ver si detrás de ellas acaso hubiera algo, como si el sentido de las cosas no estuviera dado a priori sino como falta inmanente imposible de suturar.

Hay una escena central en la novela que resume esta estética del diferimiento. Central, porque está en el centro y porque resulta sintomática de su Poética. Es el momento en que Julio descubre que se ha cagado encima. La escena escatológica resulta doble: introduce la mierda que es la vida del protagonista, y cristaliza en esa sustancia viscosa e imprevista que emerge de su cuerpo un signo de la abyección patética en que ese mismo sujeto ha devenido. La escena narra cómo el sujeto se percibe a sí mismo en sus excreciones, obturando cualquier definición que le de sentido al acto mismo, salvo, claro, el humor sarcástico que se desprende de la descripción desapegada del evento, pero esto cobra sentido sólo en el lector.

También está Horymír. La presencia ubicua de la figura de Dvořák y su ópera se inscribe en los pasajes donde se narra la vida del músico a través de un libro que Julio encuentra en el galpón de un vecino y en donde pareciera sospechar una cifra, una clave de lectura trascendental: bucear en la biografía convulsionada de Dvořák y en la razón de su obra inconclusa sobre los mineros de Bohemia deviene una obsesión que llena la vida vaciada del protagonista. La figura misteriosa de Dvořák se vuelve así la llave de un entendimiento imposible. Porque así como la vida del músico checo se vuelve una huella siempre pendiente de interpretación, su obra inconclusa proyecta un sentido también siempre inasible. La novela traza un paralelismo divergente entre la figura del exitoso músico checo y la vida intrascendente de Julio Espósito, pero hay algo más que se proyecta a partir de la pulsión interpretativa del protagonista. La obsesión de Julio tratando de hallar una clave, lo impulsa de pronto a emprender una búsqueda física y ya no intelectual, rastreando las huellas del biógrafo vasco de Dvořák que podría haber vivido en la costa argentina. Y de la inmutable impasibilidad de la diégesis se pasa en las páginas finales a la acción vertiginosa de un viaje hacia un pueblo perdido de la costa atlántica, donde en una noche de lluvia, como la noche en que el vecino gallego le cedió ese libro a descifrar con las anotaciones maternas, Julio encuentra una casa derruida que no revela nada, que se vuelve así otra cifra del carácter fugitivo, elusivo e inconcluso de toda exégesis.

Las páginas finales, último ritornello de esta novela sardónica que se solaza en reírse (con la sonrisa irónica del verdadero humor pensante) de las pretensiones fastuosas de quienes buscan encontrar en la(s) Historia(s) sentidos trascendentes, retornan a la casa de verano donde Julio Espósito vivió estos días triviales para narrar cómo el retornado dueño de casa casi descubre la presencia intrusiva de Nuria, la joven amante, pero finalmente apenas si advierte las ausencias del perro y de Julio, ausencias tan poco sustanciales que no ameritan siquiera una verdadera intriga, y que se unen al encuentro azaroso de una única huella: un libro tirado donde se vislumbra el clásico título de Marx El Capital, remarcado por gruesos trazos de lapicera y plagado de anotaciones que consignan una nueva cifra inconclusa y diferida que funde el vínculo entre el arte (la ópera imposible de los trabajadores de Dvořák) y lo real (la exégesis materialista de la teleología marxiana), que esta novela sobre los (im)posibles sentidos de la vida logra consignar de forma locuaz.

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