“Huaqueando huacos” por Jimena Néspolo




Huaco retrato de Gabriela Wiener. Buenos Aires, Literatura Random House, 2022, 176 páginas.

A pocas páginas de empezar Huaco retrato (2022), la última crónica novelada o novela autoficcional de la escritora peruana Gabriela Wiener, se revela el porqué de su título: “Mi cara es muy parecida a un huaco retrato. Cada vez que me lo dicen me imagino a Charles moviendo el pincel sobre mis párpados para quitarme el polvo y calcular el año en que fui moldeada” (60). Un “huaco” –explica– puede ser cualquier pieza de cerámica prehispánica hecha a mano, de forma y estilo diversos, pintadas con delicadeza, con fines decorativos o dedicados a la ritualidad y la ofrenda. Los huacos se llaman así porque fueron encontrados en los templos sagrados llamados huacas, enterrados junto a gente importante: “Pueden representar animales, armas o alimentos. Pero de todos los huacos, el huaco retrato es el más interesante. Un huaco retrato es la foto de carnet prehispánica. La imagen de un rostro indígena tan realista que asomarnos a verlo es para muchos como mirarnos en el espejo roto de los siglos” (61). 

Foto carnet, “serie de televisión”, “cine porno”, “comic tridimensional” o “kamasutra andino”, la autora de Sexografías (2008) trae los huacos al presente para interrogarlos de manera ácida y diacrónica, tridimensional y sexo-afectiva, a fin de que estos revelen los abismos de un yo puesto en la mesa de disección. En tiempos de la intimidad vuelta espectáculo, Wiener se zambulle en el hedonismo en el que se solazan lxs sujetxs contemporánexs y va un poco más allá: se exhibe, se pavea, se contorsiona, se embarra y embarra, hasta llegar –por fin– a construir una historia íntima que se vuelve, a la vez, cifra impúdica de la historia americana. “La primera vez que le enseñé a mi novia española la serie de huacos eróticos –confiesa– creyó verme en todas las mujeres de barro que tragan penes más grandes que sus cuerpos, gozan a cuatro patas y paren niños” (61). 

Quien crea que Wiener improvisa su apuesta, se equivoca. A lo largo de los textos y los años su proyecto ha ido ganando audacia: si en Sexografías (2008), coqueteaba con el pornocapitalismo y el modo en que este usufructúa de los cuerpos y el relato de sus transgresiones, y en Nueve lunas (2009), el periodismo gonzo del que se decía cultora, le permitía explorar los claroscuros de la maternidad alejándose de los mandatos patriarcales, en Huaco retrato, esa horadación en el yo-autobiográfico se vuelve poderosa coartada desde donde desandar los mandatos familiares y de clase, de cierto criollismo progre, de ayer y de hoy. La muerte del padre y la vuelta a Lima, para despedir sus restos, desencadena un relato que, progresivamente, irá desmenuzando desde una perspectiva interseccional, que cruza género, raza y clase, lo que implica “ser negra”, “chola” y “sudaca” de un lado y otro del océano –de Madrid a Lima y de Lima a Madrid:


Todos tenemos un padre blanco. Quiero decir, Dios es blanco. O eso nos han hecho creer. El colono es blanco. La historia es blanca y masculina. Mi abuela, la madre de mi madre, llamaba a mi padre, al marido de su hija, “don” porque ella no era blanca sino chola. Me resultaba rarísimo oír a mi abuelita tratando con ese excesivo e inmerecido respeto a mi papá. “Don Raúl” era mi padre.

En la época en que los niños del colegio me gritaban negra como insulto encontraba refugio cogiéndole de la mano para que todo el mundo supiera que ese señor solo un poco blanco era mi papá, eso me hacía menos negra, menos insultable. Supongo que ahora que está muerto lo poco blanco que hay en mí se ha ido con él, aunque siga usando solo su apellido, y nunca el de mi madre, para firmar todo lo que escribo. 

Durante mucho tiempo pensé que lo único que tenía de blanca era ese apellido, pero mi marido dice que mi “mancha humana” es inversa a la de Coleman, el personaje del profesor universitario de esa novela de Philip Roth, que quiere esconder su negritud. Mi identidad marrón, chola y sudaca intenta disimular la Wiener que llevo dentro. (45)



“Me gritaron negra”, el portentoso poema de la artista afroperuana Victoria Santa Cruz, que a fines de los ’60 creara la compañía de Teatro y Danzas Negras del Perú, se coliga a la novela La mancha humana (2000) de Philip Roth, para colaborar en desmontar ese “mito blanco” que, para la familia de Gabriela y para las élites criollas americanas, sintetiza el apellido “Wiener” como ejemplo entre tantos más. Porque bucear en el apellido, supone para la cronista, la consecuente lectura y análisis de un referente ineludible de la literatura de viajes: Perú y Bolivia. Relato de viaje (1880), publicado en Paris por parte de su ancestro europeo, Charles Wiener, “viajero científico”, expoliador de cuatro mil piezas precolombinas expuestas hoy en el Musée du quai Branly, a metros de la Torre Eiffel. Huaco retrato es, por tanto, también la respuesta de una lectora tardía a ese libro que Charles pergeña luego de su aventura en tierras americanas entre 1875 y 1876.  


Me gusta enviar por el grupo que tengo con mis dos parejas en WhatsApp mis pequeños hallazgos de citas atroces de Wiener, como cuando se refiere a los peruanos como gente con una “constitución abusiva” y “malsana”, en los que pueden encontrarse “las causas nefastas de la momificación de este pueblo y del envilecimiento del individuo”. Del indio autóctono dice “no supo morir, he aquí por qué el indio no sabe vivir”. Y hace una cruel descripción de su vida: “de niño no conoce la alegría, de adolescente el entusiasmo, de hombre, el honor, de viejo la dignidad”.

Un visionario, me dice Jaime por el chat, y nos reímos como unos nazis, porque nos resistimos a ofendernos. Sería demasiado fácil. Porque Charles juzga a “estas momias indignas” desenterradas por españoles, o austríacos o franceses, o austríacos que quieren ser franceses, desde su topografía, pero nosotros nos juzgamos a nosotros mismos desde la ironía, sabiéndonos producto de esa confrontación.

Es tan grotesco su ensañamiento que da risa. Si para algo tenía talento es para el insulto, digo yo. Y eso, por cierto, es algo que también se hereda. Hay escritores que devuelven belleza al mundo y otros que le gritan su fealdad. Si solo hay dos posibilidades, Wiener no es un escritor, me digo, es el troll de toda una civilización. (52-53) 


Paul B. Preciado presenta a Huaco retrato, en las solapas de esta edición, como una “psicogenealogía queer y descolonial”. Y, en efecto, el libro sostiene los epítetos con la carga conceptual necesaria para dar cuenta de ese saber de la ciencia actual que –al fin– hoy lo legitima. Hay una batería de textos teóricos contemporáneos que, conscientemente, la autora usa para refrendar su apuesta y desarmar o –¿por qué no?– corregir esa cientificidad caída en desuso de su ancestro: se sabe chola, se sabe ultrajada, pero no se ofende (“sería demasiado fácil”), asimila el ultraje y devuelve la afrenta al “troll” blanco y racista con la respuestas que ofrecen hoy los estudios decoloniales y de género. El apellido Wiener se agiganta. 

La autora sabe que Aníbal Quijano lo explicó bien. El Estado Nación que surgió en América Latina luego de las guerras de independencia tuvo como matriz fundacional la continuación de un conjunto de instituciones coloniales, fraguadas al calor de la conquista y colonización europea, que legitimaron la jerarquización de unos sujetos sobre otros; taxonomía ideológica basada en primera instancia en el cuerpo, que naturalizó roles sociales, para favorecer a los privilegiados emblanquecidos (“criollos” o “mestizos”) por su ascendencia. En palabras de Rita Segato, lo que se sucedió fue un “mestizaje etnocida”, utilizado para suprimir memorias y cancelar genealogías originarias, cuyo valor estratégico residía en otorgar a las elites un valor invertido al rostro mestizo no-blanco, capaces de sublimar esa cancelación.

En Huaco retrato, la enunciación de ese ese racismo estructural, en tanto dispositivo que tiene manifestaciones económicas, políticas, culturales y sexuales, en el que el mestizaje actúa como mediador/encubridor de la desigualdad, se exponencia y desborda.


Me acuerdo de mi propia abuela Victoria, que era andina y bien racista se rechazaba a sí misma como tantos cholos, ocultaba su origen andino porque andino quería decir pobre y explotado, no quería ser como su mamá Josefina. Para no ser discriminado allí hay que pasarse al otro bando, hay que convertirse en discriminador. (…) Me hubiera gustado escucharla, sonreír, menear la cabeza, cogerla de la mano, decir algo divertido y atesorar la anécdota junto a las veces en que me confundieron con la niñera de mi propia hija en un parque de Barcelona o cuando un señor en una farmacia limeña me dijo que nos fuéramos a su casa porque “necesitaban muchacha”. Y contar la anécdota entre risas a nuestros amigos. Pero esta vez no puedo (129)  


Esta escena última acontece cuando conoce a la abuela de su “novia española”, que la confunde con la señora de la limpieza. Su novia Roci, su marido Jaime, la hija que tiene con él, el hijo que su novia tiene con su marido: Wiener a todos los presenta, los exhibe, los expone como figuritas de Instagram, los sube al escenario para representar frente a públicos, de aquí o de allá, esa “rareza” que es su vida “poliamorosa” para las gentes convencionales atadas a la monogamia o al pudor. Ellos saben a conciencia que  forman un pequeño zoo contemporáneo, similar a los que se alzaban en Europa, en el siglo XIX, con indígenas traídos del Nuevo Mundo, para que performatearan su salvajismo, su bizarría, su bestialidad. Los tiempos han cambiado y no tanto, por eso Gabriela relata también, en Huaco retrato, ese zoo humano que su ancestro colaboró en urdir, trayendo de su viaje un niño robado: “Hay algo en esta mezcla perversa de huaquero y huaco que corre por mis venas, algo que me desdobla” (61). La capacidad de ser “huaquero y huaco”, es decir de ser saqueador y a la vez retrato de barro saqueado, portador de una indianidad arcaica, es la doble apuesta de este texto visceral que pivotea entre siglos y textualidades con una gracia y un desparpajo inusitado. “Huaco” que abandona sin guácala toda pretendida función ornamental, puesto que no está dispuesto a aceptar, pasivamente, los papeles asignados por el relato racista colonial que lo conmina a ser una pieza museística, de zoo o de feria.  


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