“Leer en el mundo de hoy”, por Ignacio Polla



Qué significa leer. Ensayos para evitar la realidad, de Danimundo. CABA, Qeja ediciones, 2023, 172 págs.

Qué significa leer, el último libro del ex filósofo Danimundo, reúne diecinueve textos de carácter heterogéneo. La mayoría de ellos responden a una tendencia ensayística –expresión a la que recurro para evitar hablar del siempre dudoso género ensayístico– mientras que otros pueden calificarse como notas, reseñas o retratos de figuras diversas. 

El ámbito de reflexión en el que todos ellos se inscriben viene dado por el malestar contemporáneo cuya descripción, a esta altura, apenas comienza a esbozarse, genera el efecto de una tediosa repetición. Esta misma circunstancia, a su vez, es atribuible al problema central del libro: la correlación entre la extrema visibilidad que ostentan los elementos causantes de ese malestar (su identificación no reviste dificultad alguna para nadie) y la igualmente extrema imposibilidad para, al menos, ponerles coto. Dentro del complejo escenario configurado por el individualismo, el avance de las redes sociales y el mandato de productividad que se impone a la par de la creciente pauperización de la vida económica de las mayorías, entre otros muchos procesos, Danimundo destaca con acierto la experiencia de la adicción y la eleva a la categoría de una nueva esencia (27). Lo más interesante de este planteo es que logra identificar el carácter contingente del objeto (primero se es adicto, luego veremos a qué) para enfocar en la dinámica misma del capital que genera adicciones para reproducirse. En este sentido, traza una fatídica línea temporal definida por el cigarrillo, las pastillas y el celular como objetos sucesivos y emblemáticos que se ofrecen a la adicción. 

Si del automóvil o del cigarrillo puede decirse que constituyen diacríticos con los que armarse una personalidad, este mecanismo de dominio de la imagen es llevado a un nuevo nivel por las redes sociales. Aquí el libro encuentra una de sus preocupaciones principales que se proyectará en distintas direcciones: la cuestión del yo; el reforzamiento del ego y las prácticas narcisistas que la sociedad espectacularizada fomenta. Una de estas direcciones apunta al oficio del filósofo y el carácter problemático de su actividad, en tanto resultaría, al menos en primera instancia, refractaria a la lógica utilitaria imperante. En este sentido, Danimundo distingue entre la filosofía como ejercicio, de frágil vitalidad, y la filosofía institucionalizada, ya sea como apéndice estatal o, en una variante mucho más actual, como mercancía que satisface las pequeñas curiosidades de la sociedad de masas (116). En esta tensión, manifiesta desde las palabras preliminares del libro (11), el autor toma partido por la idea del filósofo como “ingeniero o técnico en destrucción”, expresiones que atribuye a Schmucler, Arendt o Sócrates: “Una de sus características prototípicas consiste en estar en contra de todo, incluido él mismo, por supuesto. (...) El filósofo es un desconfiado nato, desconfía de todo (14).

Así entendido, el filósofo sería un reducto de suspicacia respecto al yo monolítico –e ilusorio– que las formas actuales de socialización incitan a crearse, provisto de preferencias que lo distinguen (determinados hábitos de consumo) y una ideología bien definida con la que se enfrenta al mundo. Sin embargo, esta autofiguración un tanto insistente del filósofo como aquel que duda, reforzada por anécdotas biográficas del autor en las que ocupa el lugar del escéptico o del extravagante, acaba diluyendo la intención original de impugnar el yo al reforzar una imagen romantizada (yo, el filósofo) repleta de atributos: inquieto, sufriente, anacrónico, desconfiado y un largo etcétera. 

En el ensayo que da título al volumen (Qué significa leer, 36) se explora una perspectiva de la lectura que cuestiona la valoración positiva que recibe por parte del sentido común. En esta clave, se señala, en cambio, que la lectura es en primer término una actividad que implica el disciplinamiento del cuerpo, al mismo tiempo que un desentendimiento egoísta del mundo circundante. A su vez, como tarea principal del filósofo, la lectura se halla inmersa en las mismas lógicas antes descritas. Un tipo de lector, al que Hannah Arendt (una presencia recurrente en el libro) llamaba “de la cultura” (84), practica una lectura utilitaria, inscripta en las sendas de la acumulación. Es decir, lee para saber; la experiencia, como tantas otras, está subordinada a un fin (recuerda a una expresión de Dolina según la cual la gente lo que quiere no es leer, sino haber leído). Del otro lado se encuentra la lectura alienada en sentido estricto, cuya figura emblemática la encarna Don Quijote y consiste en una evasión que lleva a vivir las historias irreales que los libros comunican. Para Danimundo, en este tipo de lectura prima el olvido por sobre la memoria: “para mí la lectura debería relacionarse con el olvido: nos olvidamos del resto de las cosas, y después nos olvidamos también de lo que leemos. He aquí la consumación de un auténtico acto inútil, sin restos” (86). 

Al comienzo dijimos que entre los textos del libro se contaban ensayos, los de más largo aliento, y otros que reseñan o retratan algún otro libro o personaje. Ahora bien, ¿cuál es la relación entre estos dos tipos de textos que planteamos? Ya hemos esbozado las categorías y problemáticas generales que abordan los primeros en torno al contexto histórico actual sobre el que se trazan un conjunto de oposiciones correlativas como la utilidad/inutilidad, la filosofía institucionalizada o como ejercicio de pensamiento, la lectura filistea o alienada, entre otras. Por su parte, esos otros textos que aun no mencionamos proponen figuras en las que estas contradicciones hallan –en la medida de lo posible– algún tipo de respuesta o escapatoria, aunque más no sea imaginaria. De todos ellos despunta el dedicado a Charly García, tanto por razones afectivas como por los interesantes aportes que brinda para pensar un área más relegada de su obra. Allí se aborda la emergencia de la pintura como parte de la obra de Charly a partir de los 90 y cómo esa faceta se conjuga con las demás en su devenir artista integral, entendido como aquél en el que vida y obra resultan inseparables, a la vez que ambas sintonizan con el clima social (152).  

Por último quisiera detenerme en un aspecto particular del tratamiento que se hace acerca de lo chino (56) y lo japonés, a propósito de El Libro del Té de Okakura (50). Me refiero a ellos en conjunto en la medida en que ambos confluyen en la idea de lo oriental, a lo que se asocia una serie de valores contrastivos respecto a aquellos que el libro coloca en la base del malestar contemporáneo. En este sentido, la sabiduría oriental (integral, adaptativa, no dicotómica) ofrece un horizonte diverso al de la acumulación de conocimiento occidental. Estas figuras se exploran de acuerdo a una modalidad estrictamente filosófica (entendiendo por ello la primacía de la especulación por sobre lo empírico), del mismo modo a cómo, por ejemplo, entre muchos otros, Rousseau imaginó un estado natural de la humanidad desprovisto de las miserias que en su actualidad lo afligían. “Para el chino las contradicciones, las ambigüedades, los misterios son de lo más normal” (125). Si, como lo demostrara Edward Said, la idea de Oriente, en tanto otredad lejana y arcaica, es una creación fundamental de Occidente que precisa de una contraparte para constituirse, aquí, subvirtiendo la valoración tradicional, Oriente se coloca como lugar de la añoranza, imaginándolo para obtener la frágil creencia de que, en otra parte, las fuerzas que aquí nos doblegan hallan un límite. 


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