“Yira, yira… en los años 30 (Espiral I)” por Florencia Eva González




El comienzo de la década del 30 estaba envuelto en decepción, desesperanza, frustración, que puede escucharse en letras de tangos de la época como “si aquí ni Dios rescata lo perdido”, “al mundo le falta un tornillo”, “verás que todo es mentira, verás que nada es amor” o, acompañando la crisis económica, como en “la razón la tiene el de más guita”, “es mucho el trabajo y poco el jornal”. También se desprende de cualquier frase de “Cambalache” o “Desencuentro”, y en las obras de Cadícamo, del Grupo Boedo y los hermanos Discépolo (Enrique como compositor-letrista y Armando como dramaturgo). El nihilismo parecía abrir una brecha prodigiosa para el tango y el arte en general, mientras el fracaso de los modelos conocidos hasta el momento se desplazaba de la crisis económica y política a la dimensión moral. Un tufo de época que traslucía un hondo desánimo, un mundo sin futuro. 

El proyecto democrático radical terminaba con un Golpe de Estado militar a Hipólito Yrigoyen, tildado de corrupto e ineficaz, y con él se imponía la derrota del primer partido político nacional y uno de los primeros “populistas”[1] de Latinoamérica. Los programas revolucionarios también se opacaban. Los anarquistas estaban muertos, literalmente, a muchos los había fusilado el propio Estado, y las mujeres anarquistas, habían perdido su fuerza y organicidad. Tampoco el Partido Socialista se encontraba en mejores condiciones. La muerte de Juan B. Justo en 1928, su figura más esclarecida, dejaba un vacío, agravado por la escisión de los socialistas independientes encabezados por Federico Pinedo y Antonio de Tomaso, que en las elecciones de 1928 y 1930 desplazarían al socialismo de la Casa del Pueblo a un tercer lugar en el electorado de la Capital Federal, obteniendo solo un diputado en el Parlamento, tras dieciocho años en los que su desempeño en las urnas del distrito nunca había bajado del 30%. Los nuevos sectores inmigrantes no tenían peso político y se sumaban a los otros sectores también postergados. La oligarquía tampoco estaba bien parada. La permanencia de un dominio basado en la tierra, característicos de un orden social pre-moderno, había bloqueado las transformaciones económicas que hubieran permitido una industrialización [2] y se encontraban sin respuesta ante la crisis global que diseñaba el Crack de la bolsa de Nueva York. Su módica proyección sólo les permitía volver en sueños al Modelo Agroexportador, que ya estaba agotado, igual que el socio imperial que había perdido su centralidad en manos de EE.UU. En ese marco, sobreviene el humillante Pacto Roca-Runciman, en 1933, y las denuncias realizadas en 1935 por el senador demócrata progresista Lisandro de la Torre, acerca de los negocios que empresas británicas efectuaban con las exportaciones de carne vacuna argentina y que implicaban actos de corrupción por parte de los ministros Federico Pinedo (abuelo del actual político del Partido PRO) y Luis Duhau. Las denuncias concluyeron trágicamente con el intento de asesinato a De la Torre en plena sesión del Senado, que terminó cobrándose la vida de Enzo Bordabehere, hecho que cuenta la película Asesinato en el Senado de la Nación (1984), de Juan José Jusid. Hasta acá tenemos: desilusión por el fracaso de todos los proyectos políticos, cuestionamiento a la vida democrática que comienza con el Golpe de Estado, un Pacto entreguista con Inglaterra para seguir atados comercialmente a sus intereses, pobreza y desempleo, un atentado que no fue y un asesinato político en pleno recinto; situación que se corona con la implosión del sistema capitalista en Wall Street, con más desocupación y quiebra de empresas, fábricas y bancos en el mundo.   


Víctor Hugo Asselbon

La espiral nos impulsa un poco más atrás. Alemania 1919. El Tratado de Versalles dispone sanciones punitivas para su territorio, milicia y economía. Con la disolución del Imperio Austro-Húngaro, surgen al este de Europa novatos Estados democráticos demasiado endebles, entre ellos, la República de Weimar que no puede mitigar el resentimiento y la humillación a la que era sometida luego de perder la Primera Guerra Mundial. A medida que avanzaba la década, también se sucede la búsqueda de culpables internos, apuntando a los políticos por inútiles. En confluencia con el desprestigio de lo político, comienza a instalarse la retórica de quienes dicen lo que el “pueblo” quiere escuchar: consignas engañosas, mentirosas o sencillamente inviables. La necesidad de respuestas rápidas a la crisis y al desánimo son el caldo de cultivo para la demagogia, un sinfín de mensajes sencillos, concretos, emocionalmente pegadores, que prometen “cambiar-todo-ya”. A los políticos integrantes del sistema democrático se los denominó “casta”, por el privilegio que se les atribuía, por la inutilidad y la falta de reflejos ante una crisis que requería soluciones nuevas pero, sobre todo, por la necesidad de encontrar culpables con cara, nombre y apellido. Así, serán señalados como los únicos causantes de la crisis institucional y económica que, a su vez, va delineando una hiperinflación. El “huevo de la serpiente” se va incubando. En un clima de enfrentamientos, huelgas y represión, se seguirá ejerciendo el voto electoral en un contexto donde la socialdemocracia, liderada por el presidente Paul von Hindenburg (1925-34), y las posiciones moderadas de izquierda –el movimiento Espartaquista de Rosa Luxemburgo, más revolucionario, había sido aplastado en 1919– no se ponían de acuerdo. Este “empate” de las principales fuerzas políticas, permitirá vencer en las urnas, en 1933, a Adolf Hitler y ser ungido como canciller un 30 de enero de 1933. Ese mismo día, Hitler instó al presidente a que firmara un decreto de emergencia para suspender las libertades civiles con el fin “de contrarrestar la confrontación despiadada del Partido Comunista de Alemania”. Después de aprobarse el decreto, el gobierno perpetró arrestos masivos de comunistas por todo el país, incluyendo a los diputados comunistas del parlamento, a pesar de que estos contaban con inmunidad parlamentaria. No había pasado un mes de la asunción, cuando el 27 de febrero “se incendió” el edificio del Reichstag, sede del Parlamento en Berlín. Hitler aprovechó la situación –nunca esclarecida– y declaró el estado de emergencia obligando una vez más al presidente a firmar el Decreto que suspendía la mayoría de las disposiciones sobre derechos fundamentales de la constitución de 1919 de la República de Weimar. De paso, el Parlamento no funcionaría más. No contentos con toda esa arremetida constitucional, los líderes nazis acusaron a Comintern del incendio. La cacería había comenzado y, poco a poco, se iría extendiendo por toda Europa. Hasta acá tenemos: resentimiento, democracias endebles, hartazgo social exigiendo soluciones mágicas, escalada de violencia discursiva y fáctica, “huevo de la serpiente”, crisis económica, alguien que llama “casta” a los políticos, triunfo de la “tercera opción” por las urnas (Hitler) y cierre del Parlamento.

Mientras tanto, una vieja fonola en Buenos Aires seguía rezando su poética premonición, aquella que estruja el corazón al compás de guitarras y bandoneones. Así... “la indiferencia del mundo, que es sordo y es mudo, recién sentirás”. 





[1] Según lo define David Rock en: El radicalismo argentino 1890-1930. Amorrortu. Buenos Aires, 1977. 
[2] Cfr. Portantiero, Juan Carlos. Imágenes de la crisis: el socialismo argentino en la década de 1930. Prismas, 2002. Disponible en el repositorio institucional de la Universidad Nacional de Quilmes: http://ridaa.unq.edu.ar/handle/20.500.11807/2828.



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