“El fluido perfecto” por Leandro Araujo


Todos los camioneros del mundo saben lo que llevan, de Marcos Herrera. Buenos Aires, Ediciones del Camino, 2024, 120 páginas.


En Todos los camioneros del mundo saben lo que llevan, el último libro de Marcos Herrera, recientemente publicado por Ediciones del Camino, alguien “duerme con furia”, “los minutos gotean como aceite usado” y “nadie sabe cuántas costillas tiene el deterioro de la noche”.

El libro está compuesto por algunos relatos breves, otros brevísimos, dos relatos más extensos, y una nouvelle. Nos entregamos a la lectura y de repente la narración se torna poética, pero no estamos hablando de “prosa poética”, estamos hablando de una narración que deviene en poesía para luego volver a ser relato, sin que podamos diferenciar los límites entre una cosa y otra, y sin que podamos saber cuándo va a pasar.

Lo mismo ocurre con el pasaje de la realidad al sueño y del sueño a la realidad.

Lo mismo ocurre con los personajes (“criaturas deterioradas”). Algunos están en la legalidad, otros en la ilegalidad, muchos al borde de cualquiera de las dos cosas, sabiéndolo o sin saberlo, eligiéndolo o no. Otros simplemente están, y hacen cosas mínimas, o no hacen nada, deambulan como fantasmas, fuman, cierran los ojos, contemplan algo, se sientan en el banco de una estación de tren, miran el agua, piensan, hablan, intercambian diálogos prácticos, o frases de la cotidianeidad, o frases crípticas, inquietantes.

Lo mismo ocurre con las delgadas historias, que se dispersan, se fragmentan o quedan suspendidas, en los más diversos escenarios.

Lo mismo ocurre con la “acción” (cuando la hay).

Todo deviene, todo transcurre, y si bien en muchos de los relatos (como nos tiene acostumbrados el autor) aparece la ilegalidad, la borrosa autoridad, atracos, huidas y asesinatos, la tensión y el conflicto se disipan y todo fluye en el texto, y en cada relato, sin sobresaltos. Hay violencia, pero sin espectáculo. Hay muerte, pero sin drama.

En el relato titulado “Un sueño” un personaje le dice a otro: “hay una cosa que me gusta del tiempo y es que pasa. Con eso nos salvamos de quedar congelados en estructuras dramáticas. Pero ese fluir, esa condición que nos hace pasajeros hace que, irremediablemente, nos acerquemos a la muerte; ya sabés, la salida tanática, el golpeteo de las patas de cangrejo, la vieja guadaña que, a pesar de estar vieja, sigue cortando esos hilitos rojos que nos aferran a la vida para llevarnos al misterio”.

Cada relato es un hallazgo de lenguaje, una proliferación de lenguaje que se expande, sin márgenes, sin orillas. Y uno podría preguntarse ¿qué es lo que cautiva en este texto? ¿qué es lo que atrapa? ¿qué es lo que nos hace seguir leyendo a pesar de tanta heterogeneidad, de tan poca resolución de situaciones y tanto no saber hacia dónde va esto?

Mi respuesta, subjetiva y metafórica, es que no podemos dejar de leer porque en este libro el  lenguaje es un fluido, y dentro de los fluidos es el que se conoce como el “fluido perfecto”, aquel que carece totalmente de viscosidad, es decir que tiene la capacidad de fluir ante la menor fuerza aplicada sin ofrecer resistencia, sin fricción (la fuerza aplicada, por supuesto, es nuestra lectura).

| Cada relato es un hallazgo de lenguaje, una proliferación que se expande, sin márgenes, sin orillas |

En el relato titulado “Un bosque”, describiendo el lugar por el que se mueven los personajes, el narrador dice: “El camino se hundía en el agua de lo que había sido un arroyo y ahora era un río”. Unas líneas más adelante el río desaparece. 

Hay, en todo el texto, una fuerte presencia del agua en diferentes formas, así como de lo onírico, y una puesta en duda constante de la realidad.

En el comienzo del relato que da nombre al libro el narrador se pregunta: “¿me alejo de la realidad? ¿O todo lo contrario?” Como el agua entre los dedos, o como lo que ocurre con los sueños cuando despertamos, lo mismo ocurre en este texto con las tramas y con las historias que nos va planteando, como falsos (o tal vez verdaderos) caminos a seguir.

En los relatos más extensos y en la nouvelle tenemos un poco más de trama. Uno de ellos nos permite asomarnos soslayadamente a las peripecias de un personaje tan extravagante como intrigante. Nos hace saber que lo atraparon con las manos en la masa en un “almacén de ojos: EYES S.A.”, nos menciona una pelea entre dos perros y un lobo para levantar apuestas, mientras nos va contando entrecortadamente la “teoría del abanico”. En otro hay un encadenamiento de sueños (algunos bastante perturbadores) y, entre otras cosas, las reflexiones de un padre acerca del distanciamiento de sus hijos. La nouvelle arranca con el narrador cuando es un niño que sigue a su padre en una extraña aventura de iniciación en Yukón, Canadá. Para el niño su cerebro es una habitación negra, sin ventanas, con piedras luminosas desparramadas en el piso de la habitación oscura.

En una charla telefónica, hablando con Herrera sobre el texto, me dijo que para él, en algunas zonas del libro estaba presente Joyce y también Beckett. Y esto es así, pero también Homero, y Faulkner, y Pinchon, y Carson McCullers, y Roberto Arlt, y Horacio Quiroga, y Alejandra Pizarnik, y Olga Orozco (y podríamos seguir).

Para todo aquel que, en un desconcierto literario, se encuentre ávido de leer buena literatura, Todos los camioneros del mundo saben lo que llevan es un libro indispensable.


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