"Entre el verde y el frío", por Natalia Gelós



Todos los bosques, de Belén Iannuzzi. Ed. Pánico el pánico, Buenos Aires, 2012, 48 págs.


Un paseo agridulce por la infancia, o por cualquier tiempo muerto en el que el aire fresco y los días ardientes se plantan para hacerle de escenario a esta especie de poesía del camino. A eso juega El origen de las especies, un libro breve y exquisito en el que la autora, Belén Iannuzzi, logra pintar un universo al calor de los recuerdos, de a ratos azotado por versos que, sin aviso, aguijonean al lector. “Hice un barco de papel/ con un pañuelo descartable/ para invitarte a navegar/ río arriba/ por el agüita/ de mi pena”. Tan bello. Tan simple.
Editado por Pánico el pánico, dividido en dos partes: “Poemas de la ruta” y “Poemas que le gustan a otros”, El origen de las especies viaja al pasado pero también retrata el presente. Posa la mirada en esos detalles que todos vemos, pero de los que nada decimos. Pinta una época. “Nadie escribió/ la novela de mi generación, / tal vez porque mi generación/ ya no tiene novelas,/ tendrá nouvelles/ o cuentos/ en antologías que me aburren./ ¡Qué me importa!/ Yo quiero que me llames/ y me invites a salir,/ si es al cine, mejor.”, escribe en “La voz humana por internet”. Amor 2.0. O la caprichosa belleza del desamor de siempre.
Son quince poemas, perlitas que chispean como gotas de agua fresca contra el sol de la hora de la siesta en cualquier verano. 
Ahora Iannuzzi vuelve con Todos los bosques, también editado por Pánico el pánico. Otra vez la potencia de las imágenes. El lirismo disparado por la mirada. Por el plano detalle que condensa mundos, pesares, esperanzas: “Vos y yo/ y todos los bosques que fuimos/ antes de ser nosotros/ y las flores del aloe/ que parecen estrellas de día/ sostenidas en la ventana”.
Hay una melancolía a la intemperie, hay bosques de invierno, centelleos por doquier, hay una mujer que crece y no se anima a decirle adiós a la niña que fue, hay una mujer que se obstina por conservarla. Y la nieve, la ciudad, y la juventud asentada, esa que inicia el estado contemplativo. Son poemas simples, que tienen la belleza del bonsái. Es el suyo, como bien dice Miguel Grinberg en el prólogo de Todos los bosques, un “lenguaje vegetal”. La voz de una generación que no imposta, que no busca el choque por el hambre del ruido.
Hacia el final, se integra el “Diario de Noruega”, escrito, justamente, en ese país helado. Una crónica de viaje que muestra la vida de unos seres acostumbrados a la nieve, a la vida bajo cera, a buscar el calor en lo sutilmente templado. El extrañamiento natural de quien mira ese territorio con cierta fascinación. Es un cierre coherente con la vibración del libro en su totalidad: esa sensación de viaje, de tránsito constante. Aquí, una vez, hay frío, árboles, niños, y está esa sensación agridulce de constante despedida. Así se cierra un libro que tiene la impronta de una margarita vagabunda en la ciudad de humo. 

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