“Enamoramientos por contagio”, por Jimena Néspolo (Entrevista a Adriana Mancini)

Entrevista pública realizada el sábado 13 de septiembre, en la librería Ganghi de la ciudad de Buenos Aires, a propósito de la presentación de Bioy Casares va al cine, de Adriana Mancini (Buenos Aires, Libraria, Colección Los escritores van al cine, 2014).


Podría decirse que hay tantos modos de leer como libros en el estante global de las ofertas culturales. Pero tal infinitud, quizá, se volvería cero si no lograra decantar esas líneas de fuga en recurrencias o singularidades de época, de nicho de mercado o de gueto. En el terreno de la crítica literaria, sabemos que nuestro hacer nunca es ingenuo, que crítica y poética friccionan, o bien se mimetizan en pastiches iluminadores o confusos, confabulan complicidades o se trenzan a contrapelo, generando extraños peinados que desentonan.
Adriana Mancini ha escrito un apasionado ensayo sobre la obra de Silvina Ocampo y numerosos artículos académicos. Bioy Casares va al cine es, en rigor, su segundo libro; analizado en serie con su producción es pasible observar algunos rasgos de su ejercicio crítico. Aun más que en su lectura de la obra de Silvina, Mancini explora aquí el vínculo entre vida y literatura para observar el estatuto distintivo que adquiere el cine en la obra de Bioy Casares. Intercalando reflexión e imágenes de afiches publicitarios del cine de distintas épocas, fotogramas y diversos retratos de estrellas, su textualidad se vuelve más que amena, curiosamente actual. Así, en una de sus páginas, vemos –por ejemplo– a uno de los personajes de la exitosa serie televisiva Lost (creada por Abrams, Lieber y Lindelof y emitida entre 2004 y 2010) leyendo impávido La invención de Morel.
Usina de elucubraciones tecno-científicas, de fantasías de un erotismo velado, de videncia auto-reflexiva de la propia cotidianidad, la lectura de este ensayo devela que el cine fue mucho más que un “plan de evasión” para el autor de Dormir al sol. La investigación asalta con documentada voracidad los cuentos y las novelas de Bioy, su memorística, sus cartas no para señalizar la influencia, pregnancia o mutua contaminación entre el devenir de esta poética y el devenir de la estética cinematográfica a lo largo del siglo XX, sino más bien para auscultar esta relación en su más profunda intimidad. Se diría que crítica y autor, autor y crítica, urden aquí una intimidad obscena (erótica). ¿Por qué? ¿Para qué? –es la pregunta que cualquiera podría hacerse.
Cito: “Hay que detenerse en esta reflexión acerca del personaje de la mujer y el amor en La invención de Morel, porque abre la fisura para señalar cómo la literatura supera la intención del autor y amplía el espectro del saber sobre su propia obra” (79).
La escritura detectivesca de Adriana Mancini avanza entonces allí donde Bioy olvida, voluntaria o involutariamente. Une escenas de infancia, amores de fantasía y de juventud por vamps hollywoodenses, tibias cotidianidades vividas dentro de una abulia de clase que lo trasunta o empuja a la sala de cine, escudriña deseos íntimos ya ficcionales o autobiográficos para certeramente observar que el cine es, para Bioy, “un oráculo privado” que “moldea su capacidad de percibir la realidad”.
Podría decirse que el ejercicio crítico de Adriana Mancini busca expandir operativamente todas las posibilidades de la lectura enamorada (olvido deliberadamente a Barthes) a fin de  develar la “racionalidad emotiva” –si se me permite el oxímoron– que guía su escritura autoral. Y, como toda gran pasión, logra que su ímpetu nos subyugue y nos contagie.
Para comenzar el diálogo, quisiera remitirme a algunas zonas del ensayo que son –a mi parecer– las más biográficamente luminosas, en tanto logran articular esta relación cine, vida y literatura de manera muy lograda: la primera, nos remite a la película Psicosis (Hitchcock, 1960), para abordar la relación de Bioy con su madre; la segunda, refiere un episodio cotidiano en que Bioy va al encuentro de una cita sentimental antes o después de ir al cine y es testigo mudo de una corrida parapolicial de los años ´70; y como escena final, podemos retener esas páginas del ensayo en que acompañamos a ese Bioy viejo que mira la tv en sus horas de insomnio y, perplejo, proyecta sus recuerdos como si se tratara de la vida de un galán de la pantalla grande.

Patricio Fontana, Adriana Mancini y Jimena Néspolo en la
presentación de Bioy Casares va al cine.

Quiero preguntarte, entonces, Adriana, ¿cómo encontraste esas escenas a lo largo de tu investigación? ¿Llegaron casualmente a vos o surgieron antes como hipótesis de lectura?
Yo había trabajado bastante Bioy pero en relación a los textos tardíos, reflexiones, sobre su propia vejez y sobre el tiempo, los de Descanso de caminantes... Indagando sobre la vejez encontré además en su última compilación de escritos una serie de textos autobiográficos en los que él se colocaba como espectador de sí mismo, reflexiones incluso sobre sueños en que reflexionaba sobre sí a partir de una tercera persona. Cuando Gonzalo Aguilar me propuso realizar para la colección la investigación sobre Bioy tuve cierto temor porque no había encontrado hasta ese momento reflexiones teóricas de Bioy sobre el cine y pensé que esto podía ser un desafío: ¿Qué hacer? No era como Borges, no era como Arlt, trabajados ya en libros de la colección que había leído y me habían encantado… Yo pensaba, no sé si Bioy me va a dar material como para trabajar holgadamente sobre el cine. Y efectivamente era así, a medida que indagaba no tenía muchos elementos teóricos concretos. Era una especie de necesidad entonces encontrar un hilo conductor… Sí, creo que con Silvina Ocampo también trabajé así. Me gusta entrar y salir, sin pensar –por supuesto– que hay una relación unívoca entre vida y literatura, pero sí cotejar que el sujeto que escribe es un sujeto que también tiene vida y que ésta se proyecta de alguna manera como una “sombra en un vidrio esmerilado”, para citar a Saer, o como el “cielo de claraboyas” de Silvina… Entonces empecé a buscar esa relación cine, vida y literatura o: mujeres, cine y muerte, ya que todo está muy  tramado en Bioy.
En relación a la madre, es como una especie de lugar común señalar la tristeza de los niños ricos abandonados por su madre. Pero son escenas muy conmovedoras las que refiere Bioy, esos veranos en Mar del Plata, esas tardes en que la esperaba con ansia y temor a la salida del cine porque a él no lo dejaban asistir. Cuando encontré una anécdota en que Bioy decía que cuando vio Psicosis, al personaje de Norman disfrazado de madre, se espantó porque recordó a su chofer, Joaquín, quien para que él no estuviera triste se aparecía en su cuarto disfrazado de ella… Esa anécdota me pareció muy inquietante y me di cuenta que Bioy no tenía idea de la intensidad del episodio que estaba refiriendo.  Ese fue uno de los primeros núcleos que me empujó a pensar en que era posible ensamblar vida, obra y cine.
 
¿Cómo hiciste para articular ese material tan heterogéneo, una obra tan numerosa con la cantidad de films del que da cuenta el ensayo?
Fueron años de análisis, de prueba y error, de escribir y reescribir… Como todo trabajo de escritura. Pero bueno, finalmente la escritura se articula de alguna manera que va más allá de los primeros objetivos. O por lo menos después de pasado un tiempo pareciera que se independizara a su modo. 

A propósito de lo que planteabas de que no había una reflexión teórica de Bioy sobre el cine, sobre el cine y la banalidad, lo que me parece que está bueno del libro es que no hay siempre una intensidad o una experiencia fuerte relacionada con el cine, sino que a veces se disuelve en una cotidianidad intrascendente al abordar a un Bioy que va al cine, a comer y lava calzoncillos… No mucho más que eso. [Pregunta realizada por Patricio Fontana]  
Pero es que hay algo más que eso. Eso está en las cartas que él le escribe a su hija y a Silvina, de un viaje muy largo que hizo por Europa… A mí me llamaba la atención porque decía “voy a cenar, después voy al cine, tengo que lavar tres calzoncillos”. Al día siguiente, lo mismo. Era insistente el placer, del goce de ir a comer a lugares muy exquisitos a lavar sus calzoncillos. Y un día caminando tuve una especie de intuición, y pensé que era el pudor de todo gentiluomo: Bioy Casares no iba a permitir que sus calzoncillos fueran lavados por alguna mucama o en algún lavadero. Él se preocupaba en lavar sus calzoncillos, y junto al cine era como un verdadero leit motiv

Ahora que podés observar el ensayo a cierta distancia, ¿lo evaluás como una totalidad o distinguís ciertos restos, materiales que quedaron afuera y que podrían ser retomados en otra lectura?     
Para ser totalmente justa, quiero agradecer a las editoras de Libraria y a Gonzalo, que con total respecto a la escritura me fueron acompañando en esta incertidumbre de cómo analizar los materiales. En cuanto a lo que queda afuera, yo creo que salvo algunos calzoncillos [risas], no quedó mucho. Lo que queda afuera, por ahí, es Borges. O volver a leer  toda su obra y entrar por otro lado.

La figura que se presenta y se disuelve a lo largo de las páginas de Bioy Casares va al cine es la figura de Silvina Ocampo. ¿Cómo gestionaste esa pasión lectora que te unió a Silvina en tu investigación anterior con todo ese impudor de la cantidad de calzoncillos que él debe lavar, cómo hiciste para leer esa “lavatina” con tanta piedad?  
Porque pareciera que Bioy es como esos personajes de Silvina que no son conscientes de lo que viven o dicen o lo que les está por suceder y el lector ve el riesgo que corren, genera ternura, más que ella quizá. Se lo ve indefenso, y mucho más en la vejez. Es un hombre que en su juventud fue hermoso, que disfrutaba plenamente y ve disminuir sus facetas de hombre bello, poderoso, amante, jugador de tenis… y se ve cómo se va adaptando a ese devenir. En su literatura esto lo vemos en tres cuentos en los que trabaja el pacto fáustico y en su vida lo va resolviendo con digna resignación. Y eso me parece loable…  


   

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