“Crónica del E-Poetry Festival”, por Lucas Mertehikian

En una sala a oscuras, de espaldas al público, un hombre de estatura media, pelo canoso y un cuerpo de apariencia frágil recita algo en una lengua que no existe pero en la que se distinguen rasgos de todas partes: sonidos nasales franceses o polacos, morfemas en español, aglutinaciones de consonantes de ecos indoamericanos, entonaciones tangueras, vocales cerradas anglófilas. Todo se mezcla en la voz de Carlos Estévez, el poeta sonoro experimental que recita sus poemas en esta especie de idioma extraterrestre cuya dicción, clarísimas pero sincopada, hecha de fragmentos yuxtapuestos, tiene algo que en la oscuridad de la sala, apenas iluminado desde el suelo por el reflejo de un proyector encendido, podríamos calificar de apocalíptico. Como si esos ecos en realidad vinieran del futuro, y este fuera el lenguaje que hablarán los seres que habiten el mundo después de que todo haya terminado. Se puede ver cómo el cuerpo de Estévez se agita un poco, cómo su tórax se llena de aire y se descomprime a medida que avanza en un recitado que demanda un esfuerzo físico que parece recordarnos que, aunque a menudo nos parezca lo contrario, hablar no es tan fácil. Ahora, sobre la pared se proyectan algunas formas geométricas que se mueven según patrones rítmicos precisos: desde un borde al otro de la pared, un círculo pequeño se mueve hacia una línea recta y desaparece al tocarla, después otro, después son dos círculos que se mueven el doble de rápido, y los sonidos que Carlos Estévez emite se acoplan a la perfección a la aparición y el movimiento de esas formas, a punto tal que es imposible señalar qué sigue a qué en este dueto: si la voz a las imágenes o los pequeños círculos a esos sonidos extraños.
Con esta perfomance se inauguró el E-Poetry Festival, que el poeta y profesor universitario norteamericano Loss Pequeño Glazier organizó por primera vez en el 2011 en Buffalo, en el estado de Nueva York, y que antes de desembarcar en Buenos Aires ya había tenido lugar en Londres, París y Barcelona. Entre el 9 y el 12 de julio se realizó en la Universidad Nacional de Tres de Febrero, organizado por la profesora e investigadora Claudia Kozak, y combinó paneles críticos que comentaron las distintas modalidades que adoptan estas prácticas con perfomances  de artistas argentinos y extranjeros. El punto de partida de ambas exploraciones tal vez pueda resumirse en el encuentro de arte y tecnología tal como Kozak misma lo explicita en la introducción de Tecnopoéticas argentinas. Archivo blando de arte y tecnología, el libro que compiló en 2012 sobre el tema: “Arte y tecnología siempre comparten mundo, puesto que ambos pueden entenderse como regímenes de experimentación de lo sensible y potencias de creación”. Las ponencias críticas se organizaron, así, en diferentes ejes que proponían cortes temporales, geográficos e incluso de género para entender esa zona de confluencia que, si bien no es nueva, definitivamente ha adquirido nuevas modalidades en el siglo XXI, con una batería de nuevas herramientas a disposición de los artistas que pretenden explorarla.
Judd Morrissey, por ejemplo, hizo uso de ellas. En su perfomance tomó las palabras del prólogo de Las tetas de Tiresias, de Apollinaire, y luego las sometió a un proceso de modificaciones digitales: primero, fueron desordenadas por un programa que, para hacerlo, registraba con la cámara de su laptop el movimiento de sus ojos. A medida que pestañeaba, el texto se iba fragmentando y desordenando. El público lo veía a él hacerlo a unos pocos metros, pero también veía todo lo que registraba la cámara de su computadora en una proyección sobre la pared. Luego, esas palabras y frases desordenadas volvían a reagruparse en la sala según parámetros indicados por los geolocalizadores de los teléfonos celulares de la sala, y, en la proyección en la pared, podía verse cómo Morrissey sobreimprimía las frases de Apollinaire a la imagen de los espectadores. A medida que iban apareciendo, Morrissey las leía, y el resultado era una nueva versión del prólogo librado ahora a ese caos encauzado por una serie de determinaciones tecnológicas.
Lo fragmentario y la hibridación de palabras e imágenes dominaron también otras de las perfomances que pudieron verse en el E-Poetry. En “Common Medications in Psychiatry”, Marcos Wasem, artista uruguayo radicado en Nueva York, volvió a unir esos parámetros al tono apocalíptico, que es, en definitiva, el signo bajo el cual podrían leerse muchas de estas poéticas (en la línea del cyberpunk, por ejemplo). Con una proyección de fondo en la que las imágenes se deformaban otra vez al ritmo de sonidos, esta vez chirriantes y loopeados, y que hacían recordar a una máquina en descomposición, Wasem recitaba una larga serie de medicamentos psiquiátricos, algunos conocidos por todos, otros rescatados de las profundidades de una lista encontrada por el mismo Wasem en un hospital de Nueva York. Su voz, deformada por un software hasta volverse entre robótica y diabólica, iba in crescendo a medida que la enumeración avanzaba y las imágenes y los colores se deformaban aún más, como si estuvieran a punto de romperse, o mejor, de explotar: una imagen elocuente de la tensión que recorre la proliferación de redes y nuestra capacidad de procesarlas, tensión sobre la que tal vez se recorte, en fin, el fondo de la locura.      

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