“La escritura como intercesión”, por Felipe Benegas Lynch




Las esferas invisibles, de Diego Muzzio. Buenos Aires, Entropía, 2015, 220 págs.


Yo nací en un país en donde, como casi en toda América, se practicaba la hechicería
y los brujos se comunicaban con lo invisible (...) Todo eso lo aprendí de oídas,
de niño. Pero lo que yo vi, lo que yo palpé, fue a los quince años;
lo que yo vi y palpé del mundo de las sombras y de los arcanos tenebrosos.
“La larva”, Rubén Darío.

“El intercesor”, la primera nouvelle de Las esferas invisibles, pone el foco en el negro Tumbo, un brujo que practicaba la hechicería en un fortín fronterizo. Quizás la brujería nunca se ha ido de entre nosotros, y la literatura vuelve cíclicamente sobre ella. Así ocurre con esta primera pieza de las tres que componen el libro de Muzzio. Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, es otro ejemplo reciente. Si bien ambos coinciden en el encuadre terrorrífico y rural de sus relatos, la particularidad de Muzzio es que ubica sus narraciones en el siglo XIX. Como Borges –pero forzando el gesto debido a la mayor distancia temporal– Muzzio elige reescribir las voces de ese pasado ya no tan reciente. Allí encuentra, o más bien construye, un nicho de escritura. Nicho en el doble sentido de la palabra: como veta de producción y como sepulcro, pues todo su trabajo gira en torno a los desbarajustes de la muerte. El contexto de Las esferas invisibles es la epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires en 1871. Muzzio se constituye como testigo indirecto de ese desastre y al amparo del poder desestabilizador de la muerte escribe relatos que llevan la palabra a su límite a fuerza de adentrarse en las profundidades del terror en la vertiente que se conoce como “lo gótico”. Niñas fantasmales, criaturas vampíricas, intercesores con el mundo invisible, etc. Si Borges –con sus Funes, su Cruz, su Martín Fierro apuñalado­– recreó una mitología campestre en la que el coraje se cruzaba con sus inquietudes filosóficas, Muzzio, como el personaje del cuento de Darío que citamos en el epígrafe, busca lo fantástico en el límite de lo palpable: en los cuerpos en descomposición, en los demonios inenarrables. Tanto Borges como Muzzio, sin embargo, coinciden en su desconfianza para con el lenguaje. Como si parafraseara la “desesperación de escritor” borgeana frente al aleph, Muzzio va cercando lo invisible:

Hasta el momento, padre, he podido referirle una serie de acontecimientos utilizando palabras corrientes. Para relatar lo que sucedió a continuación, me haría falta un lenguaje que no existe. Porque estamos preparados para describir lo que somos capaces de ver, lo que hemos visto alguna vez. (65)

La ceguera en esta primera nouvelle abre las puertas del terror más inexpresable. Las esferas invisibles con las que se comunican brujos y hechiceros son aquello que no estamos preparados para ver, aunque esté delante de nuestros ojos. La segunda nouvelle, “El ataúd de ébano”, es, quizás, la más débil y previsible de las tres con su niña fantasma que invita a unos reos a proveerla de un sepulcro digno para poder descansar en paz. “La ruta de la mangosta”, en línea con lo que hizo Borges en “El inmortal”, recorre los padecimientos de la eternidad, en este caso de un fumador de opio. Allí aparecen como esquirlas ecos de los relatos de El Aleph. Como Dunraven frente a Abenjacán (“Ha venido un rey en un buque (...) el Rey de Babel”), el joven Lisandro Martínez al ver a Sheridan piensa “He aquí el rey de Corinto”; más adelante, bajo la influencia de la droga, ­ve “la circulación de su propia sangre” (163), como Borges frente a esa esfera que contenía todos los puntos del universo; más cerca del final replica los prolegómenos borgeanos (“llego ahora al inefable centro de mi relato”) y el patetismo inescrupuloso del enamorado, ya no se trata de Beatriz Viterbo, sino de Varna:

Ha llegado el momento de adentrarme en la zona más íntima de mi relato. Lo hago con la aprensión de ver inscripta sobre el papel la minuciosa enumeración de mis pecados, de saberme culpable, y de no sentir más que una remota, una tibia piedad por la suerte de mis víctimas; ningún remordimiento real, ni temor alguno por las posibles consecuencias de mis actos. El único temor que alguna vez me ha quitado el sueño es el mismo evocado por mi maestro aquella lejana noche de 1871: el terror de perder a Varna. (183)

La lección del maestro es saber que las voces son un patrimonio común, incluso la del mismo maestro. El escritor, como el brujo, hace las veces de intercesor de ese caudal de voces impersonales, o transpersonales. Muzzio suma el terror, no metafísico sino palpable:

En medio de mi dolor, me rodeó una multitud de voces. Hablaban, superponiéndose, en un lenguaje desconocido. Aullaban, lloraban, reían, gemían, giraban a mi alrededor envolviéndome en un torbellino, mientras los latigazos continuaban desgarrando mi carne. (70)


En cada uno de estos relatos Muzzio ahonda en ese nicho que define su escritura: el decadente paisaje de la muerte, el exotismo, el descenso a lo que nos aterra en la figura de un brujo, una aparecida y un trío de fumadores de opio imbuidos de inmortalidad y celos. La peste, la guerra y una Buenos Aires olvidada son el marco para una escritura que se entiende a sí misma como intercesión: allí confluyen las voces agonizantes, las voces escritas y las de ese más allá propio de las esferas invisibles que se vuelven palpables a fuerza de contar.


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