“Aguaymantos en Saarbrücken”, por Jimena Néspolo


Llegar a un poblado alemán –de raigambre medieval y neo furor tecnológico– para asistir a un simposio académico y terminar conociendo entre otras muchas cosas un fruto sudamericano entra en la cadencia de la sorpresa y la excepcionalidad que sólo la experiencia del viaje puede tramar. Conocido como “chirto” en lengua aymara, como “uchuva” en Colombia, como “bolsa de amor” o “amor escondido” en Chile, como “topotopo” en Venezuela o como “fruto del amor” en Costa Rica, el “aguaymanto” peruano tiene el tamaño de una uva, el color de un níspero y un sabor agridulce que se ofrece en capullo de hojas secas sólo a quien asista al milagro de su existencia. El aguaymanto es rico, es nutritivo y es  poderoso: ideal para combatir el asma, el cansancio mental y el stress, ayuda a robustecer de calcio de los huesos y los dientes, disminuye el colesterol, fortalece el sistema inmunológico, previene del cáncer y es maná para los diabéticos. Por si fuera poco, la planta de aguaymanto, un arbusto de crecimiento expansivo y achaparrado, protege los suelos de la erosión ambiente. Le debo su descubrimiento a Amalia Barboza, que me ha llevado hasta Saarbrücken y ha urdido magistrales canastas de frutas que sacian nuestra hambre y nuestra sed en las jornadas de trabajo, dispuestas a deliberar sobre el “El viaje a Europa” de los artistas latinoamericanos. Durante esos intensos días me entero, gracias al etnomusicólogo peruano Julio Mendívil, que “nadie es más europeo que un latinoamericano de clase media” y que existe un racismo negativo y un racismo positivo que nos “otroriza” y nos vuelve esclavos del exotismo y la subalteridad; durante esos días conozco también las intervenciones callejeras del colombiano Juan Camilo Alfonso y la forma de apropiarse de los territorios a través del mapeo y la abstracción íntima del espacio de la artista brasilera Marina Camargo.  
Si bien el simposio de investigación lo organiza la Universität des Saarlandes, las reuniones se llevan a cabo los primeros días de diciembre en la Escuela de Bellas Artes (Hochschule der Bildenden Künste Saar, HBK), que se encuentra emplazada frente a la iglesia luterana de Ludwigskirche, considerada como uno de los templos protestantes más importantes de Alemania. Para llegar a la Hochschule debemos atravesar el casco histórico de la ciudad que ya se encuentra engalanado con ferias navideñas, rebosantes de arbolitos, papá noeles y muérdagos de plástico, puestos de chocolates con forma de corazones y grandes barriles donde los jóvenes se amontonan desde temprano a beber variopintas cervezas. No obstante el kitsch que apoltrona estos festejos, todo el casco histórico tiene un aspecto homogéneo a través del protagonismo de monumentales edificios creados por un mismo demiurgo. El gran arquitecto barroco Frédéric-Joachim Stengel, responsable del templo Ludwigskirche (1778), del Ayuntamiento (1750) y la Friedenskirche (1745), también ha urdido las colosales líneas de la Basilika St. Johann (1758) que se encuentra, justamente, frente al hotel que nos alberga. Mi ventana da a sus jardines y vibra cada media hora con sus campanas. Puedo observar, desde el tercer piso, su laberinto de ligustros, sus antiguas estatuas revestidas de musgo y el gran reloj dorado que apuntala el campanario.
Saarbrücken ha sido desde siempre un territorio de disputa y un enclave de comunicación que articula todos los puntos de Europa. Brücke en alemán significa “puente”, y el topónimo alude a la notable cantidad de puentes que cruzan el río Sarre, palabra que a su vez deriva del vocablo céltico Sara (“corriente de agua”). Saarbrücken pudo ser de facto la capital de todas las instituciones de una futura Unión Europea, cuando en 1954 Francia y Alemania Occidental acordaron la creación de un estatuto que definía la zona como “territorio europeo”. Pero al fin los sarrenses abrazaron al germanismo y la lengua francesa fue proscripta.   
Recuerdo a mi abuela materna y a sus padres franceses; a mi abuelo materno y sus padres españoles; a mis abuelos paternos y sus padres italianos… En mi sangre no hay sangre alemana, y hay una sola criolla que se precie: Sara, la madre de mi Tata, hija de india huarpe y de criollo. Por alguna razón desconocida antes de emprender este viaje he puesto en mi avatar de whatsapp la imagen en daguerrotipo de esa india que fumaba en pipa, que vivió más de cien años y que el relato familiar sólo pudo asimilar presentándola como hija de cacique.   
Mi abuelo Juan, nieto de esa india cuyo nombre original desconozco y que los libros parroquiales refieren como Carmen Nuñez casada con Francisco Nuñez, un baqueano que acompañó a San Martín en el cruce de los Andes y que atesoró los sables de esa gesta, se crió junto a sus hermanos en la ciudad cuyana de San Juan.
Cuando Amalia comenta que su padre es el artista sanjuanino Justo Barboza, exiliado en Madrid luego del Golpe militar del ´76, algo se desgarra en mi interior y comprendo de pronto por qué desde hace días siento que mi rostro es un mascarón de proa tras el cual están mis tatas criollos y mis abuelas huarpes, y luego, sólo después de ellos, los abuelos de sangre europea.
En Saarbrücken se discute sobre arte pero la historia y la política se hacen una y otra vez presentes en torno al problema de la tradición, la memoria, el viaje y la identidad. Teresa Riccardi presenta a la artista Lea Lublin y explica cómo su estancia en Europa le posibilitó descentrar la mirada y trasladar su activismo icónico y político (evidenciado, por ejemplo, en la obra “Ser y ver claro” [1965] que muestra la imagen de San Martín tras un parabrisas) a un activismo de clase y de género; yo diserto sobre la poeta Alejandra Pizarnik y su cuaderno de viajes como un gran palacio de citas que le permitió apropiarse de la tradición literaria europea y que debe ser leído en diálogo con sus Diarios y, principalmente, con La condesa sangrienta. En un momento de la discusión, luego de enumerar un decálogo de estrategias para evitar ser “otrorizado”, Julio Mendívil bromea: “¡Es que los peruanos estamos jodidos desde siempre, los argentinos nos fregaron! ¡No queríamos ser indígenas, tampoco queríamos independizarnos: estábamos muy bien siendo la capital de la colonia del imperio español!”
La previa de los viajes empieza en el armado de maletas, se palpita en los andenes, en las estaciones, en los aeropuertos. Haciendo trasbordo entre un vuelo y otro, me he chocado con la actriz Carola Reyna mientras hablaba como si nos hubiéramos conocido de toda la vida con el creador de Zamba, ese dibujito que los niños argentinos podían ver en un canal televisión que dependía del Ministerio de Educación hasta ayer nomás. En el mismo vuelo que nosotros iba el fotógrafo que retrató el cadáver de Salvador Allende, Diego Goldberg. He ido a Alemania para hablar de Pizarnik pero al fin, en las terapéuticas sesiones de Saarbrücken, he hablado también del encuentro con Fernando Salem y de su película Cómo funcionan casi todas las cosas, rodada íntegramente en San Juan. Ahora, al ver el dibujo que el cineasta le dedicó a mis hijos, donde el personaje Zamba dice aquello que gritara San Martín para azuzar a su tropa en la gesta emancipatoria (“¡Seamos libres que lo demás no importa nada!”), entiendo que también he ido a Europa para hablar de mis abuelos.

Imágenes: https://www.instagram.com/boca_de_sapo/
  

Comentarios

  1. Felicito a la viajera, memorialista y de buena pluma. Agradezcamos su diorama sobre las vidas/orígenes de las gentes del terruño. Y además, si los alemanes acaban leyendo poemas de A. Pizarnik, habrá sido un viaje fecundo.

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