"La paliza o una hecatombe ritual", por Juan Ritvo

[Texto  leído en la presentación de La paliza (Paradiso, Buenos Aires, 2017) de Marcos Apolo Benítez, en OUI Bar, Rosario, el sábado 9 de septiembre a las 20 hs.] 

Beatriz Vignoli, Marcos Apolo Benítez y Juan Ritvo.

La hecatombe ritual  de signos y de representaciones de objetos es un modo literario que presenta una constelación histórica notable: es la peste su primer y fundamental objeto, luego le sigue la guerra fratricida llevada al colmo de su ferocidad, pienso obviamente en La Farsalia de Lucano, para culminar en el parricidio al que difícilmente podríamos diferenciar del filicidio cuando un hijo rechaza una filiación de espanto y un padre ya no es un padre.
En el siglo XIX su exponente mayor es Salammbô  de Flaubert, historia cartaginesa de sangre y destrucción con la que Flaubert se complace luego de haberse hundido en las tristezas de la histeria: Madame Bovary. Muchos siglos antes, Lucrecio, en De rerum natura y Séneca en sus esperpénticas tragedias, hicieron del relato minucioso de los efectos de la peste, tanto en Atenas como en Tebas, el pavoroso aspecto de una muerte más dura que la muerte.
¿Qué busca la hecatombe ritual al entrar en un frenesí de destrucción que acelera los tiempos, enlaza por contigüidad las partes para hacer del todo una hoguera del sentido, e hiperboliza la violencia, como si quisiera sustraerse a la inevitable elipsis?
Ahora bien, sabemos  que en toda hecatombe de esta especie, hay un momento de purificación que pertenece por completo al plano de la elipsis.
La paliza, título del relato, anuncia el contenido de este despliegue de degradación donde todo, campo, pueblo, las familias que los habitan, animales, sirvientes, se va fundiendo en una masa indiferenciada que el odio amontona, a diferencia de la perspectiva clásica en la cual el amor agrega y el odio desagrega. No obstante, la última paliza, tras un intento que hace el agonista, débil, vacilante, falsamente humorístico, de asesinar al padre, esa paliza que adivinamos feroz, queda totalmente elidida:“Yo le hago una sonrisa y bajo el arma. ‘Era una bromaʼ, digo mientras se me viene… Pero mi padre, ese hijo envejecido, no tiene sentido del humor. Cierro los ojos. Estoy lejos.”
Sabemos cuál es esa lejanía: relatar una hecatombe real es un modo de alejarse del horror, lo es incluso de purificación, en todos los sentidos del vocablo, incluido el religioso.
Purificar es, asimismo, restaurar o instalar una genealogía allí donde no la hubo, un orden de ascendencia y de descendencia; también un orden de paridad que no convierta a la fraternidad en pura ferocidad: ferofraternidad.
“Estoy lejos.” Repito esta frase cuyo valor es acrecentado no solo porque culmina el relato al interrumpir la paliza consabida, sino porque transparenta un ardiente deseo de luz y de alejamiento, como en las pesadillas en las que el durmiente se protege despertando súbitamente.
Este texto muestra al desnudo la condición que prepara la hecatombe: la reducción de todos, hombres, mujeres, niños, niñas, a la común condición de carne polimorfa.
Es por esto que los  nombres filiatorios –tíos, tías, sobrinos– y alguno que otro nombre propio, no evocan rasgos ni fisiognómicos ni psicológicos: la fealdad borra las diferencias, y el autor –el lector– goza con esta inmensa expulsión que lo deja a él desagregado: estoy lejos.
En un fragmento que fue reproducido con mucha oportunidad en la contratapa, dice el narrador:

A veces juego con otros niños. Me aburren. Juegan a ser niños. Todavía creen en la protección de sus padres. Juegan a que cuando sean grandes van a seguir siendo niños al cuidado de sus padres disminuidos. Pero sus padres no pueden cuidarlos porque ellos mismos son también niños. Desesperados por ser como sus padres, así de niños.
Yo no quiero ser como mis padres porque no quiero ser un disminuido. Todos los adultos son disminuidos. Tienen miedo de morirse, de que se le mueran sus padres y que también se les mueran sus hijos, y de tanto miedo van matando todo.

Este párrafo no aspira a ser ni un nudo joyceano ni un vórtice proustiano. El lenguaje es seco, parco, claramente paratáctico: yuxtapone frases y repite términos que, en su repetición, transmiten una atmósfera de fatalidad, de pesadez, de asfixia.
Aquí no hay filiación, como si el tantas veces evocado asesinato ritual del padre nunca se hubiera cometido, y así los hermanos están sometidos  a la impudicia de la indiscriminación.

Matanza dentro de la matanza

Cito: “Los maestros y los padres son los enemigos de los niños; nosotros no olvidamos y llegado el momento nos vengamos; en cada uno va la guerra; niño y adulto combaten hasta la muerte de alguno o la muerte de ambos; pienso esto para una composición de lengua y literatura.”
Una fantasía y su salida: la composición, pero una composición imposible, porque, como lo dice el narrador, “la historia empieza con una ola de abusos y palizas mortales a los niños”.
Así, toda composición es inevitablemente descomposición en la que la exacerbación se torna grotesca: ya no asistimos ni a dramas ni a melodramas sino al grotesco y a la fealdad, a una forma de  humor atrabiliario felizmente distante de las diversas formas de la compasión, tan habitual en los relatos que los adultos escriben sobre los niños.
Cito: “Ahora la guerra se desplaza al bosque: los niños se esconden en los árboles y en cuevas. Los padres no logran encontrarlos y entonces deciden quemar el bosque e  incendiar a los niños.”
Aquí el relato alcanza su clímax anunciando que se trata de una fantasía dentro del tejido narrativo, una matanza dentro de la matanza que ya se ha liberado del verosímil realista: el bosque, violentado, toma un aspecto fantasmal: desaparecen personas, desaparece una expedición, desaparecen animales.
Finalmente, el narrador tiene “que dejar el final del cuento para después, porque mi padre me dice que me prepare, que en diez minutos salimos para el campo”.
La interrupción del relato dentro del relato se corresponde con la interrupción final del mismo relato, que llega tras esta última salida al campo y esa frase que condensa el anhelo fundamental: “Estoy lejos”.

El monte

Tácita o explícitamente el monte tiene una presencia constante en el relato: hay una regresión entre el pueblo, el campo, el bosque que forma parte de una circularidad mayor y englobante: el bosque, el lugar más salvaje, es el corazón del primer término, el pueblo y su gente, sus familias, los pobres y los ricos.
Los árboles y las ramas, los rayos del sol y los zumbidos de los insectos desorientan al que entra en el bosque y es capturado por una confusión primaria, densa, cuarteada por movimientos locos, aleteos sin rumbo: “Si no te calmás, le dice al agonista, aparecen gritos que te comen”. Extraña expresión: el grito nos lleva de la voz a la boca que engulle y que provoca que la víctima sangre por la nariz y los oídos; esta sinestesia, que  culmina en una cenestesia en la que el cuerpo ha perdido su eje, es como el preludio a la escena de los monos muertos casi con indiferencia por cazadores que practicaban el tiro al blanco. Los monos  caían desangrándose y pudriéndose entre los yuyos.
El monte es una de las metáforas del incesto: hombres que han perdido la capacidad de ser hombres, mujeres convertidas en machos tristes y repugnantes.
El narrador dice esto con un lenguaje no solo despojado, repetitivo, voluntariamente monótono. Ha practicado la vía que los escultores llaman via de levare. Se trata de sacar las capas de los cultismos, de los párrafos cargados de incisos, de los eufemismos y de las metáforas complicadas.
Así la prosa alcanza su máxima intensidad; narra el caminar del niño entre las tumbas en compañía del único personaje que despierta alguna ternura en él, su abuela.
Su atención queda dividida cuando mira de reojo los agujeros mugrientos de las tumbas rotas. Escucha pasos y tiene miedo; un niña en cuclillas mea y le sonríe; él fabula que es una enterrada que salió a jugar un rato.
Es retenido por las imágenes de las tumbas vacías donde se acumula porquería; por las velas retenidas sobre las lápidas. Toda esta fealdad hiede como hiede su tía: Cito: “La casa de la tía es como ella: vieja, fea, crujiente, olorosa como un cementerio…”
Los escenarios están poblados pertinazmente por suciedad, abandono, objetos repelentes, cucarachas, ratas, larvas.
El lector piensa, por momentos, en la herencia de Horacio Quiroga; antes que nada porque lo que está en juego, tanto en Quiroga como en  Benítez, es una ética del lenguaje. Ética que desde luego y porque se trata de literatura no puede prescribirse como un mandato, lo que sería ridículo. En nuestro mundo, la literatura conserva la distinción de la singularidad y la renuncia a formar los cánones que la institución literaria segrega.
Pero en cada obra hay una ética en juego que se impone al escritor y que este transmite al lector, obligado a respetarla, no a seguirla.
Yo diría que es una ética que quiere abrir la posibilidad de la belleza asimétrica y relampagueante, invocando minuciosa y pacientemente todo lo contrario, el barro polimorfo no de la miseria sino de la miserabilidad.


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