“La letra que vuelve al poema”, por Lucía De Leone
Un árbol en el medio
del mar, de Pablo Duca. Buenos Aires, Baldíos en la Lengua,
2019.
En
ese punto ciego, que no ven los espejos retrovisores cuando la velocidad de las
motos acecha como fantasmas sobre el avance de los autos en una calle
cualquiera, Un árbol en el medio del mar
(2019) de Pablo Duca nos deja tan indefensos como fortalecidos. Un poemario que
arremete contra las formas de dibujar el espacio poético en sus dimensiones
textual, sentimental, existencial, territorial. Si los comienzos materiales
funcionan como usinas que atraen y exhiben un proyecto estético, el poeta, en
su cuarto libro, se hace eco y nos avisa desde el inicio un principio de
convencimiento sobre la escena de escritura: en la mesa de trabajo se deja el
dibujo –el poema– sobre la alfombra “porque sí”, sin más explicaciones que las
que dictaminan las respiraciones internas del texto, las resistencias de las
gotas de tinta o los silencios a los que se rinde el sujeto sin temerle nunca
más al riesgo.
¡Qué
mayor gesto de territorialización que el acto de plantar un árbol en el medio
del mar! Si el ombú marcó el límite entre la civilización y la barbarie en el
poema fundacional cuando los mapas se rediseñaron una y otra vez, este árbol establece
una referencia, donde el horizonte no se funde con el mar y las geopolíticas
nacionales y los croquis oficiales son reemplazados por esas topografías de la distancia imaginadas
por esta nueva escritura, la misma que nos invita a dar la vuelta al mundo en
bicicleta y recrear con el ritmo de la tracción a sangre los periplos del
peligro y la aventura.
La
voz infanciada del diminutivo se contamina con asomos de un regionalismo trunco
para echar por tierra lo que la tierra da: las naranjas que caen del árbol en
el patio no devuelven la evocación del lugar ameno, del edén personal, del
jardín con aire puro, porque esta vez enfrenta al poeta con la angustia
existencial de un padre que delante de una hija crecida se siente tan pudoroso
como incompleto. La memoria familiar que es memoria política (del peronismo, de
Fidel y el Che) pega un giro inesperado al evitar el costumbrismo habitual o un
fácil denuncialismo para revelar en sus contornos otros modos del amor
romántico; esos que no catequizan las retóricas agotadas del amor, esos que se
dicen con el lenguaje hermético de las nubes que hacen rozar los átomos con las
estrellas, con el acribillamiento de la morfología de las escuelas, con el
revés del tipógrafo y con la lengua proteica de las madres que abrazan o las
abuelas que cocinan tortillas de muchos huevos.
Los
saberes médicos del también doctor Pablo Duca se reeditan en prácticas más
terapéuticas por poéticas que llevan al experto a examinar la anatomía del sol
al punto de introducirle los propios dedos, a convertir el latido cardiaco en globo
terráqueo de frecuencias aéreas y a transformar las alergias en universos de
pasto donde se expande el deseo una y otra vez.
“¿Nunca
han visto a una letra volver al poema?” nos punza el autor hacia el final del
libro. Una incertidumbre que se hace carne cuando el verso le gana a la prosa,
después de que los demonios se ordenan en fila india como hacen las
hormigas inofensivas, las que no pican, y toda vez que los árboles abandonan la
tierra arrasada y, siguiendo el paso de la desobediencia divina, son
rebautizados con agua de mar.
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