“La religión es el odio de los pueblos”, por Nicolás Rivero
“Cuando nos matan a
nosotros, ellos no hacen un minuto de silencio”: esa frase inicia, estructura y
sintetiza el ensayo de Dardo Scavino, El sueño de los mártires. La
premisa fue lanzada por un alumno musulmán al autor en la Universidad de
Burdeos, tras la retirada del resto de
sus compañeros para conmemorar a las víctimas del atentado en Atocha. Scavino
desglosa y profundiza las implicancias históricas, sociales, políticas,
religiosas, filosóficas y hasta narrativas del enunciado en lo que supone un
viaje teórico que no da respiro al lector.
Se podría asegurar que
el ensayo se construye en la tensión de dos fuerzas que van mutando mientras
avanzan las páginas: “nosotros” y “ellos”. Pero no se trata de etiquetar a
“terroristas” e “imperialistas”, sino de comprender los discursos que se mueven
a ambos lados y los intereses que arbitran estos discursos. No obstante, la
confrontación entre Oriente y Occidente es mucho más profunda que la de
sistemas económicos y sociales, se trata de creencias que exceden las
escrituras sagradas. Scavino toma a los líderes mundiales como chamanes que
para curar a los pueblos de la “enfermedad” que significa la carencia de rumbo generan la “posesión” de los gobernados mediante fantasmas asentados en un
relato. Ese relato configura la cosmovisión de los grupos antagónicos: no se
encuentra su exorcismo en atacar a un solo factor.
Por una parte, el
ensayista recorre la historia del islam de Mahoma hasta el siglo XXI, lo cual
permite abordar los conflictos propios a partir de una dificultad en la
acepción de la palabra “califato” (en cuanto a guías o consejeros). En este
sentido, Scavino precisa la necesidad de los califas de reinstaurar la
tradición del Corán para eliminar al comunismo (en primera instancia) como
problema latente en su territorio antes de la caída de la Unión Soviética. Por
supuesto, que las numerosas matanzas de profesores e intelectuales contrarios a
estas posturas conservadoras fueron avaladas por los Estados Unidos que
consideraron a los dictadores como males necesarios para eliminar el problema
rojo de Oriente. Una de las tantas acciones que lo demuestran se remonta al
mandato de Reagan, cuando se permitió que los musulmanes reclutaran “nuevos
fieles” en suelo americano. Una irónica estocada recibió entonces el país de
las barras y las estrellas cuando fueron sus propios monstruos los que
derribaron el World Trade Center en 2001.
Pero aún faltaba un
asunto central para que la yihad sea posible: la aparición de los mártires. Un
error común sería tildarlos de fanáticos religiosos y de cuestiones culturales
que vienen desde la familia. Justamente, Scavino señala que la actual ola de
atentados en Europa es llevada adelante por hijos de musulmanes no
practicantes. En sumatoria, se sabe o puede saber que pasaron la mayor parte de
su vida sin recibir un “adoctrinamiento”, por parte de los padres, así como
también disfrutaban de la vida occidental en todas sus formas, asistiendo a
clubes, tomando alcohol, noviando con parejas de otros credos. Tampoco fueron
lectores ávidos del Corán, apenas conocían lo básico. Por lo tanto, se vuelve a
la idea del “nosotros” y cómo es construida una comunidad fuera de la cultura
propia. Los terroristas ya no eran simples rebeldes que adoptaban sus raíces
para ir contra sus padres; se sentían, por un lado, excluidos por la mirada
subjetiva de la sociedad que los había adoptado (o que habían adoptado). La “libertad” entonces, según los registros que muchos de ellos dejaron en distintos
medios, era algo más similar al califato oriental que a la democracia occidental,
pues allí se sentían capaces de desarrollar su identidad sin miradas
acusadoras.
Pero volviendo al 11-
S, la campaña antiterrorista pregonada por George W. Bush para logar un enemigo
en común, terminó siendo fructífera para Al-Qaeda. El número de conversos al
islam se incrementó producto de la exclusión resultante de los prejuicios que
se despertaron o recrudecieron en América y Europa. Eso explicaría por qué los
hijos de los musulmanes establecidos son los que comienzan a tomar las armas o,
al menos, a separarse de una cultura donde se formaron, pero que les resulta
impropia.
Hay también otro factor
a destacar: el “ellos” que señala Scavino no lo incluía a “él” (siendo
argentino, país occidental, democrático y católico formalmente). Por lo tanto,
la idea de la yihad como una simple guerra mítica contra los infieles, donde se
castiga a quien no la profese, pierde peso. Los muertos por drones
norteamericanos en suelo árabe, donde los “blancos” no caen sin generar daños
colaterales que ningún occidental llora, construyen otro tipo de guerra, la de
una nación invasora que tiene la tecnología contra quienes tienen solo su
sangre. Esta diferencia de fuerzas, más que menoscabar el espíritu de la yihad,
lo enaltece puesto que la historia demuestra que todo sistema de creencias se
establece con mayor efectividad cuando sus seguidores se sienten excluidos y
perseguidos. Hablar del tratamiento que los medios de comunicación dan de los
muertos de un lado o en detrimento o ninguneo del otro sería entrar en terreno
harto conocido, solo cabe mencionar la desmemoria e invisibilización diaria de
los fallecidos por las fuerzas norteamericanas en busca de la “libertad” o sus
ocultos cómplices. Merece, sí, redactarse un apartado sobre la responsabilidad
o, mejor dicho, inimputabilidad de quienes asesinan con máquinas desde el
confort de una sala acondicionada, en la máxima expresión de la
despersonalización y deshumanización de la muerte, lo que dificulta la toma de
conciencia o la empatía ¿Qué empatía tienen los niños por los muertos en un
video juego?
El libro de Scavino no
puede terminar verdaderamente con una conclusión o una solución, puesto que el
conflicto continúa y los “nosotros” y “ellos” del mundo son recreados en cada
discurso político que necesita servirse de enemigos comunes para sus intereses.
Hasta que llegue un “todxs”, la violencia y el odio van a seguir proliferando
para mal de muchos y ganancia de unos pocos.
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