“ANATOMOPOLÍTICA DEL CORONAVIRUS (5)”, por Florencia Eva González





Antígona y los restos mortales en pandemia

Antes de que se pudiera comprender el alcance de la epidemia, llegaron noticias del sistema de salud colapsado de Italia y España, y con ellas, distintas perspectivas que analizaban la peste. Entre ellas la de Giorgio Agamben[1], quien se preguntó por los cuerpos de las personas muertas cuyos cadáveres eran quemados sin funeral, hecho que juzgó inédito en la historia desde Antígona a la actualidad y que provocó distintos artículos, la mayoría cuestionándolo.[2]
Resulta comprensible el revuelo del texto de Agamben, al nombrar a la muerte sin eufemismos poniendo en relieve que la peste nos coloca ineluctablemente frente a la ella. Más allá de los devaneos respecto al rumbo del mundo, la pandemia empuja a vivir con la muerte a la vuelta de la esquina como un aliado cotidiano de los días. La muerte anónima en espejo con la del prójimo, la propia, y de fondo, el parte diario de los números sin nombres como en una guerra o cataclismo. En la pandemia la muerte es una conviviente, una invitada extraña que vino a recordar que ella es la dueña silenciosa de nuestra casa. Además de la contabilidad periódica, se reparten imágenes mostrando improvisadas carpas de campaña en el Central Park de Nueva York, féretros en las calles de Guayaquil, camiones del ejército italiano en Bérgamo cargando tumbas para su incineración en pueblos vecinos y las fosas comunes en Manaos. Entonces, vuelve la pregunta: ¿Cómo se muere en la pandemia?
En el principio de los tiempos, se sepultaban a los muertos con piedras, ramas y tierra, luego, acompañados con sus armas y osamentas, y más tarde, egipcios, sumerios y pueblos andinos, conservaban el cadáver como forma de concebir la prolongación de la vida. En la práctica cristiana, un rito occidental que se conserva en la actualidad, consta del acompañamiento a los muertos; la celebración del velorio. La costumbre de rodear a los moribundos y de asistirlos durante su agonía es seguido de un aviso en la puerta para que se enteren los vecinos, invitar a los conocidos o a todo quien quiera despedir al finado y consolar a los deudos. El velorio fija para el difunto un nuevo estatus que le permite adquirir, en tanto que muerto, un valor simbólico y así constituir otra identidad, una redefinición que afecta también a quienes lo lloran.
En las pestes de la Edad Media, los cuerpos muertos eran recogidos por carros, negándose cualquier rito para honrar su figura y, en muchos casos, sin siquiera poder ser identificados antes de terminar en tumbas colectivas a las afueras de las ciudad. Como entonces, por causa de la pandemia actual, la cantidad de decesos diarios que contabilizan varios países requiere apresurarse por enterrar o cremar los cadáveres, impidiendo no solamente los rituales o contactos mínimos con los deudos sino, en algunos casos, la filiación de los cuerpos.[3] Una decisión, a diferencia del mito de Antígona, más sanitaria que política.
A Antígona, la protagonista de la tragedia homónima de Sófocles, Creonte le prohíbe enterrar a Polinices, su hermano, lo que implica no sólo el desprecio por sus restos mortales sino un intento por hacer desaparecer su identidad. Por el contrario, Eteocles recibe el reconocimiento de la sepultura, ordenando el monarca “que se le sepulte en su tumba y que se le cumplan todos los ritos sagrados que acompañan abajo a los cadáveres de los héroes”. Polinices es condenado al olvido y a la desaparición de su identidad, igual que su hermana. Como advierte Tiresias, se trata de “matarlo dos veces”, frase que recuerda a los “desaparecidos” de la última dictadura.
A la falta del cuerpo, la ausencia de reconocimiento oficial y de rituales, la figura de los  “desaparecidos” vaciada del acontecimiento de la muerte, se convierte en bandera. Miles de muertes desatendidas, lanzadas a la ambigüedad existencial en el ámbito privado se transforman en resistencia política. La falta de los cuerpos fue un dilema que dividió las aguas entre los organismos de Derechos Humanos en los primeros años de democracia: los militares debían decir dónde estaban, sólo así podrían tener el estatus de “muerto”. En la década del 90, el sentido físico de la búsqueda y la puesta política personal de la “presencia”, tuvo un vuelco concluyente con las identificaciones genéticas del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF)[4], exhumando cadáveres enterrados clandestinamente. La evidencia científica fue acercando a familiares y militantes la idea de que los desaparecidos estaban muertos, fuerza de acción que convirtió la búsqueda regida por Aparición con vida en “Memoria, verdad y justicia”.
Yendo para atrás, otro capítulo se forja en la historia política en un sombrío relato de cadáveres sin nombre. La importancia política de los cuerpos difuntos puede remontarse al recorrido macabro de los cadáveres de Eva Perón y del Che Guevara. Sus cuerpos muertos, ninguneados, se tornaron majestades sin tiempo, cuerpos santificados que no se volvieron pasado, ni atrás, ni olvido; alzándose como espejismos del presente, lejanías próximas que parecen “luces que a lo lejos van marcando su retorno.”
Cuando fallece Eva[5] en 1952 recibe honores oficiales, siendo velada en el Congreso de la Nación y en la CGT, con un reconocimiento multitudinario sin antecedentes. Su cuerpo embalsamado secuestrado por la “Revolución Libertadora” en 1955, luego fue profanado, ultrajado y ocultado con otro nombre en un cementerio en Milán. Dieciséis años después fue “devuelto” a Perón, que todavía estaba en Puerta de Hierro. El recorrido del cadáver como un trofeo sin nombre es la confirmación de que “esa mujer”, insoportable para la oligarquía cuando vivía, muerta se transforma en una furia silenciosa y temible. ¿Dónde ocultar su cuerpo? ¿Cómo destruirlo? ¿Cómo borrar el  reguero sagrado que santificaba su nombre? Lo tenían claro unos y otros: su cuerpo yacente era una antorcha viva donde se propagaba el fuego de la Resistencia Peronista. En ese sentido fue prohibida la utilización de su fotografía, de cualquier retrato de ella y de sus parientes y así quemado todo aquello que tuviera el sello de la Fundación Eva Perón, o cualquier alusión a su figura, al igual que la difusión de los discursos.[6] Su nombre y cuerpo “desaparecido” se transforma en una corriente de dos aguas, maldecida y santificada en una misma fuerza, un líquido maternal e inasible derramado como tragedia y revolución.
Cuando EE.UU. logró dar con el Che, en 1967 en Bolivia, su cuerpo apareció muerto. El secreto envolvió las circunstancias de su muerte y su cadáver acribillado fue exhibido en la casa de lavandería del hospital de La Higuera. Durante ese tiempo fue visto por cientos de vecinos curiosos y un puñado de periodistas que lo fotografiaron y filmaron con el objetivo de mostrar la imagen del líder derrotado a fin de diluir su leyenda. Entre los fotógrafos, Freddy Alborta toma la imagen del cuerpo yaciente del Che que lo inmortaliza, una vez más. Pero un error se produjo luego del asesinato: el trato del cadáver. Maquillado como un Cristo, un halo envolvente de sacrificio le otorgó resabios de una religiosidad fatalista de oscuro erotismo. Según trascendió en su momento, un periodista norteamericano que asistió a la autopsia tuvo la misma sensación que Alborta cuando sacó la foto: el cadáver del Che emanaba vida, una fuerza inusitada, una potencia contagiosa. Este influjo, desde luego, ya no sorprende. Las manos de Che fueron amputadas, puestas en tarros con formol y colocadas en la custodia del jefe de inteligencia de Bolivia. Creyendo que ningún ADN develaría su identidad, su cuerpo fue llevado a una pista de aterrizaje donde una excavadora cavó un hoyo y fue vertido dentro, junto con varios compañeros muertos. Más cuerpos sin nombre. Identificado finalmente por la EAAF, se transformó en uno de sus más resonantes trabajos.
Sin embargo, el tema puede ser más complicado respecto al discernimiento entre cuerpos anónimos y cuerpos políticos cuyo valor simbólico expande otros dilemas, como en el caso de Federico García Lorca. Recién comenzada la Guerra Civil Española en 1936, busca refugio en Granada, su ciudad natal, pese a que su propia familia se hallaba dividida en los dos bandos y dos de sus hermanos eran falangistas. Su fama mundial y sus influencias familiares no lo protegieron –probablemente todo lo contrario– y fue fusilado dos días después de su detención por parte de la Guardia Civil. Su cuerpo yace en una fosa común presumiblemente junto con el maestro Dióscoro Galindo (reconocido por una muleta junto a su cuerpo ya que era cojo), y dos banderilleros anarquistas, Francisco Galadí y Joaquín Arcollas, ejecutados con él. Ante la posibilidad científica que brinda el Equipo Argentino de Antropología Forense[7] de definir exactamente dónde se encuentran los restos del poeta, surgieron dentro de la familia Lorca las mismas disidencias de antaño: parte quiere exhumarlo para rendirle honores especiales, y otra parte no, ya que el poeta y quienes fueron asesinados con él, bregaban por un mundo más justo y el hecho de yacer en una fosa común, mantiene la coherencia con sus ideas. ¿Por qué Lorca debería tener un trato especial si es un muerto político igual que los demás?[8]
Los cuerpos de Eva y el Che, cadáveres célebres vapuleados, y los cuerpos de los “desaparecidos” recuerdan –sí– en el drama de su politicidad el mito de Antígona. Los muertos de la pandemia, sea cual fuese su suerte, ponen de manifiesto más bien el talante político de cada Estado y de la comunidad que los cobija o los expulsa, y ese drama tiene efectos personales, sociales y hasta estéticos que la humanidad seguirá escribiendo.



* Ilustraciones de Paula Adamo




[1] Agamben, Giorgio. “Una pregunta” en: La Vorágine, 15/4/2020 [https://lavoragine.net/una-pregunta-giorgio-agamben/]: “El primer punto, quizás el más serio, se refiere a los cuerpos de las personas muertas. ¿Cómo pudimos aceptar, solo en nombre de un riesgo que no podía especificarse, que las personas que nos importan y los seres humanos en general no solo murieran en soledad, sino que, algo que nunca antes había sucedido en la historia desde Antígona a la actualidad, sus cadáveres fueran quemados sin un funeral?”
[2] Ver: González, Horacio. “Antígona” en: Pagina 12, 23/4/2020 [https://www.pagina12.com.ar/261547-antigona]. Alemán, Jorge. “¿Qué pasa con Agamben?” en: Página 12, 10/5/2020  [https://www.pagina12.com.ar/265021-que-ocurre-con-agamben].
[3] Diversas notas periodísticas informan decisiones gubernamentales en algunos países que vieron abarrotados los cementerios, como Italia que tomó la decisión de incinerar los cuerpos –sin consentir creencias religiosas–, en China que colapsaron los crematorios, y en Brasil y Ecuador donde se multiplicaron las fosas comunes. 
[4] El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en la actualidad, ha recuperado e identificado en más de 40 países los restos de personas que murieron o desaparecieron en procesos de violencia política. Las primeras experiencias practicadas en Argentina con los “desaparecidos” son contadas crudamente en la película de Tierra de Avellaneda (1996) de Daniele Incalcaterra.
[5] Cuando fallece Eva, el 26 de julio de 1952, el Secretario de Prensa y Difusión Raúl Alejandro Apold contrata a Edward Cronjager, camarógrafo de la 20th Century Fox que había filmado los funerales del mariscal Foch, para que hiciera lo mismo con el de Evita. De ese material resultó Y la Argentina detuvo su corazón, un cortometraje documental cuyo estreno se efectúa consecuentemente el 17 de octubre de ese mismo año.
[6] El Decreto Ley 4161 fue un decreto ley sancionado por el general Pedro Eugenio Aramburu. En el artículo 1 prohibía expresamente “La utilización de imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas, (...) que sean (...)representativas del peronismo”, e incluía una lista de vocablos proscritos, tales como “peronismo”, “peronista”, “justicialismo”, “justicialista”, “tercera posición”, la Marcha peronista y los discursos del presidente Juan Domingo Perón y de Eva Perón, así como “el nombre propio del presidente depuesto”, “o el de sus parientes”.
[7] María Servini de Cubría, responsable de la única causa del mundo que investiga los crímenes del franquismo, mandó a realizar, mediante el trabajo de la EAAF, el análisis genético de una bandera con la que habría sido cubierto el cuerpo de Lorca tras su fusilamiento.
[8] Por la relevancia de Lorca, existen muchas versiones al respecto sobre el destino del cuerpo muerto del poeta. Una dice que la fosa fue removida a poco tiempo de ser asesinado y que se encuentra enterrado en otro lado. Otras versiones giran en torno que ni Lorca ni los otros compañeros fueron allí fusilados.

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