“CORONA-KILLERS Y OTROS DEMONIOS (4)”, por Jimena Néspolo



Murciélagos, zoonosis y vampiros

A pesar de los denodados esfuerzos de DC Comics por hacer del murciélago un bicho amable, algo no termina de convencernos de Batman, el personaje de historieta creado por los norteamericanos Bob Kane y Bill Finger en 1939. Desde entonces hasta ahora se han multiplicado las versiones, los formatos, los actores y el rostro del multimillonario Bruce Wayne en su magnánima lucha contra el crimen; la industria hollywoodense ha inyectado millones de dólares para que el mass media le tome cariño al buen patrón, pero ni modo. Sólo hace falta que algunos chinos imprudentes se tomen una sopa de murciélago en Wuhan para que atávicos y antiguos terrores se despierten y propaguen con la velocidad del SARS-CoV2.
Hoy sabemos que la oscuridad que le sumó la versión de Tim Burton a El caballero oscuro (1989) no era suficiente; la exacta representación de un mundo regido por el Capital (blanco), que desde los pretéritos tiempos de la colonia se relaciona con la naturaleza de un modo bélico-extractivista y nos convierte a todos en patéticos archivillanos, perdedores de todas las guerras, la ofrece –más bien– la película Joker (Todd Phillips, 2019). Por su parte, el infantilismo de los films de Joel Schumacher (Batman forever, 1995; Batman & Robin, 1997) tiene el mérito de evidenciar la absoluta inverosimilitud de una apuesta cuya más alta expresión acaso haya sido la simpática y familiera serie televisiva de los ´60 (Batman, ABC, 1966-1968). Es que aquél que con gran pompa se disfraza de súper-héroe y se propone como la cura misma del sistema, con el aval de una fortuna heredada que certificaría su pertenencia al exclusivo club social de Pangea Gótica –junto a los nuevos ricos Elon Musk y Mark Zuckerberg–, en rigor, apenas participa del triste linaje de los upires desconociendo un hecho cabal: su estampa no es más que una copia trucha del gran conde Drácula. No deja de ser una curiosa paradoja, en esta esta final del Capitalismo pautado por el frenético desplazamiento planetario de mercaderías y sujetos, y por un régimen de consumo de productos culturales que ofrece como novedad la eterna repetición de lo mismo, que el origen zoonótico de la peste haya sido –nada más ni nada menos– el mitológico murciélago.   
Hay un común acuerdo en afirmar que el comienzo de la epidemia actual habría estado en los mercados de la provincia de Wuhan, conocidos por su incontenible gusto por la venta de todo tipo de animales silvestres para el consumo culinario, en un ambiente denso, de higiene precaria, entre los que se encontraría el murciélago chino de herradura grande (Rhinolophus ferrumequinum). Los especialistas explican además que el COVID-19 es una cepa de la familia de los coronavirus, que provoca enfermedades respiratorias generalmente leves pero que pueden ser graves en pacientes con alguna afección previa; otras cepas causaron el síndrome respiratorio agudo severo (SARS), que desató una epidemia en Asia en 2003, y el síndrome respiratorio agudo de Oriente Medio (MERS) en 2012, ambos prácticamente desaparecidos en la actualidad. Del mismo modo que el SARS-CoV2, los anteriores virus podían estar presentes en animales y, después de mutaciones, afectar también a los humanos. Hay, por tanto, un consenso científico en apuntar el origen zoonótico de este nuevo virus: en el caso de COVID-19 y SARS se especula que provino del murciélago que tiene la capacidad de albergar una gran carga viral sin morir. Con todo, más allá de los gustos culinarios de cada cultura, habría que observar el inicio de la gran crisis sanitaria actual en la destrucción de los hábitats de las especies silvestres, la deforestación frenética de grandes zonas del planeta, el crecimiento de los asentamientos urbanos y de la polución junto con la explotación agropecuaria industrial, ya que todos estos factores en su conjunto crean situaciones propicias para la mutación acelerada de los virus. La gripe aviar, la gripe porcina, las cepas infecciosas de coronavirus surgidas globalmente en las últimas décadas encuentran en la cría industrial y masiva de animales (pollos, pavos, cerdos y vacas), y el consecuente desarrollo de grandes parcelas destinadas a sembrar forrajes para alimentarlos, la explicación superficial a una peste que anida –más bien– en el corazón del mismo sistema.
Entonces entramos en pánico: ¿cuántas sepas del coronavirus aparecerán después de ésta? ¿Viviremos encuarentenados por el resto de nuestros días, tolerando una vida en burbuja de cristal o la arriesgaremos con premura en pos de la arcaica experiencia del contacto? Frente al ascetismo sanitarista, la vida lujuriosa de Drácula se vuelve una quimera.   
En rigor, la novela de Bram Stoker (Drácula, 1897) le da nombre y apellido a un mito que puede rastrearse en el folklore popular de Inglaterra y Gales hasta finales del siglo XII, se revitaliza paradójicamente durante la Ilustración a través de baladas y canciones que acrecientan la negra fama de los vampiros, para al fin gozar del gran movimiento de remitologización que fue el Romanticismo, antes de que el auge de la industria cultural lo reversionara y entregara en bandeja. El vampiro es uno de los motivos característicos de la literatura moderna hasta nuestros días,  miríada de autores se han dejado fascinar por su figura: John William Polidori (“El vampiro”, 1819), E. T. A. Hoffmann (“Vampirismo”, 1821), Esteban Echeverría (“El murciélago”, poema fechado en 1822), Edgar Allan Poe (“Berenice”, 1835), Alexandre Dumas (“La dama pálida”, 1849), Joseph Sheridan Le Fanu (“Carmilla”, 1871), Eduarda Mansilla (“La loca”, 1883), Rubén Darío (“Thanatopía”, 1893), Luigi Capuana (“Un vampiro”, 1904), Lovecraft (“El intruso”, 1921), Horacio Quiroga (“El vampiro”, 1927), etc. etc. etc. La oscuridad, el temor, el poder y la creación, el ansia desesperada de inmortalidad, el dolor de la carne… Las historias de vampiros son contemporáneas a los Caprichos de Goya y a los desvaríos del Marqués de Sade, participan de la fascinación gótica por la escenografía medieval y manifiestan los terrores atávicos de cada sociedad incluso cuando la Revolución Industrial impuso la fisonomía de la vida en las ciudades. El vampiro exuda el erotismo mórbido de los fluidos, es metáfora de las enfermedades contagiosas y de los procesos psíquicos anormales y, también –principalmente– metáfora del poder corrupto que vive a expensas del pueblo.
Voltaire, en su Diccionario filosófico (1764), es quien inaugura esta metáfora del pueblo como cuerpo que es expoliado por estos insaciables “chupones” –los llama–que no viven en cementerios ni en bibliotecas sino en “magníficos palacios”[1] –batería discursiva a la que apelaría, aquí, la Generación Romántica de 1837 nucleada en torno al Salón Literario a la hora de señalar al “tirano”.

Tzvetan Todorov[2] ha identificado dos grande temas sobre los que se levanta el fantástico moderno, definido básicamente por la vacilación o la incertidumbre: los temas del “yo” y  los que se ocupan del “tú”, es decir del “otro”. En el primer grupo, la fuente de la amenaza parte del mismo sujeto, por un conocimiento excesivo o una desviación anómala de su voluntad. Este es el drama que atraviesa, por ejemplo, Frankenstein (1823), de Mary Shelley o El extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), de R. L. Stevenson. El uso excesivo de la razón crea peligros que sólo pueden contrarrestarse “corrigiendo” el pecado mortal de la transgresión generada por procedimientos que desencadenan una metamorfosis a través de la cual el sujeto se disocia, multiplicando sus identidades. Este mito moderno del terror, nacido desde el mismo sujeto que se vuelve opaco para sí al transgredir ciertos tabúes, se levanta junto con el paradigma biologicista y alcanza su máximo esplendor en la figura del sabio loco –paradigma científico hoy desplazado a la esfera tecnológica y a la figura del hacker o del ciberterrorista que manipula de manera desestabilizadora “lo viral”.  
En el segundo grupo de mitos señalado por Todorov, el miedo surge de una fuente exterior al sujeto. El yo sufre un ataque de alguna clase que lo hace formar parte de lo “otro”. Este es el tipo de drama que narra Drácula y otros relatos de vampiros, o de zombis –su reversión más actual–: es una secuencia de invasión, metamorfosis y fusión, en la cual una fuerza externa entra en el sujeto, lo cambia irreversiblemente y, por lo general, le da el poder para iniciar transformaciones similares en otros sujetos. A diferencia de Frankenstein, el mito de Drácula no es un drama individual: afecta a toda una red de otros seres, y frecuentemente exige que la neutralización de la amenaza convoque a la misma institución que se erige en Ley puesto que el mal se vuelve comunitario: el poder religioso (la Biblia, el crucifijo, el agua bendita) es el único capaz de cortar la cadena de vampirismo,  el poder tecnológico militar es la única fuerza que puede destruir a los zombis.
El estado de alarma y pánico desatado por la peste, que encuentra en el murciélago su origen zoonótico, activa impulsos inconscientes de terror que abrevan en este mito donde algo externo toma posesión del yo y lo enajena. Apartado de la comunidad, el paciente de COVID-19 se vuelve agente de una afección cuasi maléfica que lo desindividualiza y lo desafecta de sus seres queridos. La muerte en soledad y sin oficios religiosos es, dentro de esta constelación simbólico-cultural, antes que una medida sanitaria: la cifra de su condena.
En una época regida por la racionalidad psicoanalítica y la institucionalización de un discurso terapéutico[3], la vocación monolítica de la literatura fantástica para hablar de “lo prohibido” ha sido desplazada por una amplia variedad de productos culturales (libros de autoayuda, talleres, talk shows televisivos, programas de radio, etc.) que hoy resultan insuficientes. El estatuto vacilante del coronavirus y los temores que despierta recuerdan tanto el carácter frágil de la vida humana como la importancia de las ficciones para elaborar la incertidumbre de la existencia.



*Ilustraciones de Paula Adamo





[1] “¿Es posible que haya vampiros en el siglo XVIII, después del reinado de Locke, de Saftersbury, de Trenchard y de Collins? ¿Y en el reinado de d'Alembert, de Diderot, de Saint Lambert y de Duclós se cree en la existencia de los vampiros, y el reverendo benedictino dom Agustín Calmet imprimió y reimprimió la historia de los vampiros con la aprobación de la Sorbona? Los vampiros eran muertos que salían por la noche del cementerio para chupar la sangre a los vivos, ya en la garganta, ya en el vientre, y que después de chuparla se volvían al cementerio y se encerraban en sus fosas. Los vivos a quienes los vampiros chupaban la sangre, se quedaban pálidos y se iban consumiendo; y los muertos que la habían chupado engordaban, les salían los colores y estaban completamente apetitosos. En Polonia, en Hungría, en Silesia, en Moravia, en Austria y en Lorena, eran los países donde los muertos practicaban esa operación. Nadie oía hablar de vampiros en Londres ni en París. Confieso que en esas dos ciudades hubo agiotistas, mercaderes, gentes de negocios que chuparon a la luz del día la sangre del pueblo; pero no estaban muertos, sino corrompidos. Esos verdaderos chupones no vivían en los cementerios, sino en magníficos palacios.” Cfr. Voltaire, “Vampirismo” en: Diccionario filosófico (1764).     [http://www.filosofia.org/enc/vol/vol.htm]
[2] Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1972. Dice: “Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre. En cuanto se elige una de las dos respuestas, se deja el terreno de lo fantástico para entrar en un género vecino: lo extraño o lo maravilloso. Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural”.
[3] Ver: Illouz, Eva. La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda. Buenos Aires/Madrid, Katz, 2010.

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