“¿Adónde llevan las huellas?”, Adriana Mancini

La estirpe, de Carla Maliandi. Buenos Aires, Literatura Random House, 2021, 144 págs.

La habitación alemana, de Carla Maliandi. Buenos Aires, Mardulce Editora, 2019, 187 págs.


¿Cuándo se deja de pensar en el pasado? ¿Cuán nítidas o fiables son las huellas que se rastrean? ¿Cuánto aportan a la cordura, a sobrellevar el presente, a reconocerse a través de ellas, a establecer el mojón para un futuro por el cual apostar? ¿Hacia dónde llevan? Las preguntas surgen ya leída La habitación alemana (2017), primera novela de Carla Maliandi, y se sostienen inquietantes hasta la lectura de la segunda novela de la autora, La estirpe (2021). No habría respuestas definitivas a las inquietudes, pero sí ciertas líneas de continuidad, cierta justificación de un final fantasmal con rastros de alegoría, con los que se cierra la primera ficción de Maliandi.

La habitación alemana diseña un personaje femenino que viaja sorpresivamente a Alemania sin comunicar a sus pocos allegados su decisión. La joven, una treintañera, sin nombre de pila en su papel protagónico, parte de Buenos Aires alejándose de su pareja, con quien mantendría una relación conflictiva, de su madre, y de un trabajo estable y generoso en su paga pero que no la conforma. La ciudad que la recibe, Heidelberg, famosa por su excelencia universitaria, no es desconocida para ella, aunque sus recuerdos daten de sus primeros cinco años de vida, instancia en la que sus padres debieron exiliarse, perseguidos políticamente durante la última dictadura militar argentina. Desconcertada, insegura frente a su propia osadía de viajar sola, se descubre en una residencia para doctorandos extranjeros, que la admite con la promesa de que llevará en algún momento la correspondiente justificación institucional para ocupar ese lugar.

Con una escritura nítida y fluida que regocija e incentiva la lectura, la novela va trazando itinerarios y situaciones que se enlazan –y no– con su experiencia anterior y proyectan una agazapada búsqueda que atraviesa lugares, personajes, aventuras descabelladas y desconcertantes. Entre tantas, conoce un joven argentino del norte del país que parece enamorarse de ella y la sobreprotege, la acompaña, la controla. Otro encuentro, azaroso, es con un antiguo colega de su padre, un profesor de filosofía de la universidad local, que desistió de regresar a Argentina; lo reconoce por su voz y deviene un importante referente de su lejana infancia, en ese entonces, un joven promisorio con quien la unía afecto y complicidad en los juegos. El relato va virando lentamente hasta que de pronto el sendero se hace cada vez más sinuoso, a partir de dos acontecimientos. Ella confirma su embarazo, cuya gestación supone que habría tenido lugar en Buenos Aires sin llegar a precisar el origen; y trama  relación con una joven doctoranda japonesa de carácter impredecible, con quien comparte algunos buenos momentos. Como es de rigor –la muerte es constitutiva de la literatura–, un suicidio anunciado desestabiliza la narración. Después de una fiesta organizada por los habitantes de la residencia, entre algarabía y canto, sucede la muerte autoinfrigida de la japonesa quien habría confesado –sin jactancia– el ya “lugar común” de que en Japón es muy fácil suicidarse. 

El clima de la novela empieza a enturbiarse: aparece la madre de la joven, un personaje entre siniestro y lamentable, que asedia a la joven protagonista y contribuye a componer escenas indescifrables, de tinte fantasmagórico, que desencadenan el fin. La joven ve a la anciana madre japonesa desaparecer cruzando un río mientras que, sin posibilidades de salvarla, ella y su embarazo incipiente se tienden boca arriba sobre la hierba observando un cielo estrellado, promisorio. 

Más allá de convocar el  famoso  apotegma kanteano sobre “el cielo estrellado”, este final tiende –como “babas del diablo”– algunos indicios para leer La estirpe, en clave de continuidad y finalidad. Por ejemplo, en el uso de la palabra “estirpe”, que remite a antepasados nobles, ya sea por aristócratas, o por ascendencia directa o indirecta –como es el caso de la novela– de una comunidad originaria de valía. 

Con un ritmo perfecto para una narración exquisita y adictiva, el lector va descubriendo los sucesivos pasos de un mal que aqueja a la protagonista. Su nombre es Ana, es madre de un pequeño y esposa de un antiguo profesor de su carrera. Es escritora reconocida y habita en una calle de referente preciso, cercana a la Facultad de Filosofía Letras de la Universidad de Buenos Aires. Tiene previsto escribir una novela sobre sus antepasados, uno de los cuales es militar y habría luchado en las guerras del Chaco. Su investigación y búsqueda de material para su trabajo de escritura se sucede en un espacio que redunda en “su cuarto propio”, aunque confiesa no encontrar la dispositio ni la elocutio necesarias para avanzar. Entre los documentos que recibe, encuentra una trenza perteneciente a una niña aborigen, que su antepasado habría recogido del campo de batalla, y habría convivido con la familia ayudando en las tareas domésticas.

Cierto día, durante un festejo, un objeto golpea la cabeza de Ana y, aunque no presente secuelas neurológicas, pierde la memoria. No recuerda rostros ni sus propios gustos, no retiene el nombre de su hijo a quien llama “el chico” y transita con normalidad momentos inquietantes. Su familia supone que, a causa de su dedicación en la busca de antecedentes familiares para trasladar a la ficción, Ana está perturbada. En un punto álgido de su aparente alienación, decide usar sobre su cabeza la trenza de la niña abandonada en el campo de batalla, sin dar explicaciones y de manera permanente. Su próximo paso es encerrarse en su escritorio porque intuye que destruirán sus documentos.  

Sabemos que aun sigue siendo una pesadilla para filósofos y teóricos definir qué es la literatura. Siempre hay un cabo que se resiste a conectarse. Sabemos también –desde Sherezade en adelante– que la literatura habla de sí, y puede –si quiere–, según sugiere Blanchot, volverse sobre su propio asunto. Incluso, hilando un poco más, Blanchot confirma que “para quien sabe entrar en ella (en la literatura) una obra literaria es una rica estancia de silencio, una defensa firme y una alta muralla contra esa inmensidad hablante que se dirige a nosotros alejándonos de nosotros” (Le livre à venir, 1959).

Si aceptamos que la literatura se relaciona con el silencio en relación a la palabra, La estirpe sería una novela que despliega el proceso de la literatura de volverse sobre sí misma o, por lo menos, sugiere ese proceso. Y si se leyera en complicidad con La habitación alemana, estas dos excelentes novelas de Carla Maliandi trazarían líneas certeras de cómo pensar desde la vida la ficción literaria.



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