“Una escritura entre el espacio y el tiempo”, por Silvana López


Avellaneda profana, de Luis Gusmán. Buenos Aires, Ampersand, 2022, 218 págs.


Cuando un escritor roza lo autobiográfico –y me refiero a “autobiográfico” en tanto intersecciones entre la vida viviente y la vida letrada que la escritura figura–, interpone un espacio. Creo que Luis Gusmán –“creo” porque se sabe que Gusmán es un escritor que hace de las suyas: su grafía se desmarca de cualquier guiño que estructure un pacto de lectura– en Avellaneda profana delimita un espacio en el que entrecruza las experiencias de vida y en ellas, sus relaciones con la letra escrita y escuchada, la biblioteca, la lectura y la escritura. Una geobiografía de calles con nombres ilustres; un río que la literatura de Gusmán tematiza como político, frigorífico y peronista; clubs sociales; tierra de encuentros y desencuentros filiofamiliares; y un puente que funciona como límite.

En ese espacio viviente, Gusmán despliega la escena de la oralitura y la de la literatura; en torno a lo que el ojo oye, aparece la escena arcaica de escribir en la cabeza cuando todavía no lee sino escucha los cuentos infantiles que le son narrados y los tangos. Otra de las escena es la de un don que proviene del padre, el regalo a los cinco años de un ejemplar de Las mil y una noches, que –pienso– se inscribe y recibe, por lo programático, como una primera escena de deseo, la de ser escritor, pero que también podría leerse como el relato del deseo de un padre, el escritor de letras de vals y de cartas cuya latencia es traspasada en un formato de libro y, además, en una edición de lujo. Ese don se multiplica en otros gestos, paternos, el de Ochipinti, que le presta la biblioteca del club Racing, el del abuelo que ve leer hasta que se corta la luz; el del amor, la novia de la que se enamora y le da a leer un texto de Dalmiro Sáenz; en libros encontrados, su madre, que tiene una biblioteca de textos espiritistas, y dice: “Luisito, siempre leyendo”. Ese deseo de ser escritor es tan potente que Gusmán atraviesa el espacio, el del primer cordón del área metropolitana, obliterando lo que pervive, los problemas familiares, la historia nacional, las diferencias sociales, sobrevuela como Aladino sobre esas superficies irregulares porque sabe leer, lo escribe, lo marca a buril en Avellaneda profana: al imaginario social que concurre a esa pileta verde esmeralda que parecía un mar del Club Racing a la que no puede acceder, la mira desde arriba y parado en una biblioteca, porque no sabe nadar pero sí sabe leer.

¿Cómo produce sentidos Avellaneda profana que se abre con dos epígrafes, uno de los cuales (“este libro es autobiográfico hasta donde es posible”) es cita de José Lezama Lima? Maniobra que promete significaciones de memorias, de procesos autofigurativos, de experiencias de la intimidad, tal vez de confesiones en pasaje a la confidencia, de lecturas y escrituras que perviven en esa gran casa que es el pasado y que se actualizan ante el gesto pretencioso, por la dimensión irrepresentable de la subjetividad, de escribir sobre uno mismo; pero ¿cuál es la dimensión de ese “hasta donde es posible”? Se lee en el desvío, sin certezas, aunque los hechos narrados por su carga, precipiten como acontecimientos de una voz que se mixturan con la biografía de Gusmán. “Evita”, el segundo epígrafe, en posición evidenciada por el blanco de la página, ¿es un nombre o un verbo? Vórtice que provoca más de una lectura, es otra de las claves; si bien sus significaciones son denotadas, de algún modo, por lo que prosigue después de la coma: “como evitarías una roca, la palabra extraña”. Esa vacilación en el género autobiográfico se lee asimismo en el nombre literario, es Gusmano, Gusm(á)n, Guzmán, con o sin tilde, con s o con z, la filogénesis de una “inmigración mal escrita”, señala el texto, y de una apuesta editorial en circulación que replica ese equivoco en los diversos libros que aparecen desde 1973 con El frasquito; el desvío también se tematiza porque la voz aprende a leer, pero, por efectos del ojo, de un modo desviado.

Avellaneda profana avanza como un catalejo que se acerca y luego se aleja, entre la memoria feliz y la lastimada, entre los giros irónicos, acaso inflexiones que evitan la dramaticidad, en el narrar de los acontecimientos, en las anécdotas familiares, en lo leído en otros libros, en los dúos, en los dobles, sin fijarse en ese juego de caleidoscopio que propone el texto. Es raro que no se mencione ningún juguete, como si la voz autobiográfica sólo hubiera vivido entre libros.

Se lee así, una apelación insistente a la palabra del otro para entrar en lo propio. El catalejo se acerca, la carga emotiva tiñe la letra hasta “Lectura desviada”, a partir de allí el tono persiste pero investido de algo que se ha liberado, como si al tomar la palabra y narrar sobre ella, hubiera alejado los fantasmas de la imaginación, el niño aprende a leer: “Yo creo que el poder revelador de la lectura nos marca el fin de la infancia sometiéndonos al misterio y a la libertad”.

Como lectora y como espía asisto a ese gesto conmovedor que es el de un escritor leyendo su propia vida mientras el estilo interrumpe con sus desvíos y la ficción, y la ficción crítica ingresa en las diversas líneas, no sólo las de la vida de Gusmán, las de sus lecturas –la literatura proviene de la literatura, del encuentro o del chispazo con una página escrita para cartografíar una profusa biblioteca de escritores y operaciones literarias– sino también las de los libros escritos por él. El espacio se amplia, el límite se transgrede y se cruza el río por el puente, la voz deviene librero y escritor, y el espacio primigenio se transforma en memoria, en memoria narrada: allí se lee El frasquito, Brillos, El lado oscuro del río, Tennessee, Los muertos no mienten, La rueda de Virgilio y otros, una valija de Frankenstein insondable en iteraciones y desplazamientos, escamas, manchas, itinerarios de ese espacio narrado y destemporalizado. 

El ojo de Polifemo o el ojo del moro, otro plus en el leer, y otra vez los cuentos, porque en el principio o “en el origen hay un cuento”, un umbral que es una puerta –Avellaneda profana lo enuncia– y un ojo omnívoro, dormido o despierto, que lee, que espía por la cerradura y encuentra la llave –el “ábrete Sésamo– para emprender la loca carrera de los ojos, la de la lectura que hiere porque provoca, incesante, una escritura por venir para que la tinta desvaída, como las cartas de amor de sus padres, no se borre ni se borre ese espacio, el afuera del templo de una Avellaneda profundamente reescrita e imaginada.


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