“Cómo ganar retrospectivamente la Guerra de Vietnam”, por Agustín Conde De Boeck




Cuentos completos, de Alberto Laiseca. Buenos Aires, Random House, 2024, 570 págs.



Repitámoslo una vez más: el lenguaje no se negocia.

Maximiliano Crespi


Más allá del faux pas que puede haber significado la anterior publicación de Hybris (2023) –sea por la ligereza de su aparato paratextual, por el criterio desprolijo del recorte que opera, o bien por la ilusoria sujeción con que la cortesanía corporativa internacional pretende poner a circular el laboratorio oscuro de Laiseca–, siempre es “bueno” que el realismo delirante perpetúe su materialidad. Estos Cuentos completos añaden algunos breves inéditos al volumen anterior publicado por Simurg en 2011. Es más, seré descriptivo: el volumen agrega algunos inéditos que no estaban incluidos en aquella edición, pequeñas piezas, ese virtuoso género de “encontrados en la basura” –como diría Leónidas Lamborghini–, que permite emparejar la neurosis final de una obra completa.

Por supuesto, con Laiseca, más es más. Inútil juzgar la calidad de los inéditos: el realismo delirante gana a priori cualquier axiología en la medida en que no admite reglas exteriores a su sistema de creencias. ¿Cómo expresar la alegría espectral de encontrar más perlas perdidas de ese último Laiseca que avanzaba hacia la perfección oriental de la frase sadomasoporno: “Siento que mi vida no fue perfecta. Mi error fueron las tetas”?

Ahora bien, si yo no tuviera pudor en vegetar algunos agónicos modelos retóricos de la crítica (insisto, “retóricos”, ni siquiera ya epistemológicos), me vería obligado a decir algo así como: “Alberto Laiseca publicó en vida ciertos cuentos y fue leído de cierta forma por cierta gente; post-mortem, cierta gran editorial reeditó sus Cuentos completos y fue leído de cierta otra forma por cierta otra gente” y ahí me podría zambullir histéricamente en una crucifixión vitriólica de todo el maligno sistema de imposturas aspiracionistas que se ha requerido para sustentar las actitudes celebratorias desplegadas por la prensa cultural, como si con ello se estuviera señalando un acto de justicia: “¡Finalmente, el Maestro triunfa!”. Pero ahí está la escritura de Laiseca, anómala, martirizada en sus propias aspiraciones politeístas, ensamblada en sus propias máquinas de guerra, para recordarnos que toda conversación sobre asuntos editoriales no sólo peca de inelegante, sino también de intrascendente.

Laiseca es Laiseca, como Racine es Racine: será cada lectura ejercida en orgullosa soledad la que reviva esa tautología. Una reedición de estas dimensiones no diré que busca domesticar la escritura que pone a circular –¿quién sería capaz de domesticar al que escribió “el arte sirve para que exista todo lo otro”?–, pero sí que tal reedición intenta encauzar el derroche de esa escritura en ese mecanismo de control llamado “gusto” (la superstición del “me gusta, no me gusta”). Y, sin embargo, Laiseca está más allá del gusto y en su ancestral pureza es un millonario del lenguaje. No sólo importa qué tradiciones hacen casta alrededor de su obra. Importa qué teatro negro erigiremos a partir de su gozosa artesanía. Una reedición de Laiseca es saludable, pero, como él diría: “cuidado con la excesiva ‘salud’ que castra el delirio”. Y Goethe agrega: “cuanto más inaccesible es la obra a la razón, tanto más elevada es; entonces explicarlo, hacerlo más accesible a la razón, significa rebajarla”. ¿En qué medida los mercados que sueñan el sueño de la circulación material –y que no intuyen que, en su escasez, el objeto puede decir la política, o alguna política, de su signo– no sueñan también con explicar el pathos extremo e inexplicable de una letra? ¿No será que la biblio-disponibilidad ofrecida por las corporaciones oculta, en realidad, una conspiración del ruido? “Te regalan miles de secretos para que nunca penetres el Secreto” (El jardín de las máquinas parlantes).

Laiseca, publicado por Random, es un hecho del mundo material del libro que no abre o cierra ninguna conversación (o sí lo hace, pero quizás ya no es una conversación sobre literatura). Es, digamos, una operación, una forma de leer o un reflujo de tradiciones ya cristalizadas. Pero, si quisiera pensar en una lectura, un tráfico honrado, donde Laiseca fuera a encallar y fabricar abracadabras en el cruce con otra tradición, me interesaría más pensarlo quizás en el marco del modo de lectura que despliega Max Besora –catalán, pero que también podría haber sido uno de esos eruditos pop de la literatura argentina de los ochenta– o en la posibilidad de que ciertos lectores de Miquel de Palol visiten la Tecnocracia laisequiana para luego ir a leer a Palol desde Laiseca y a Laiseca desde Palol, y, entre el cirujeo y el reciclaje, construir un tercer objeto; o pienso, ¿por qué no decirlo?, en el signo radicalmente distinto que implica la estimulante apuesta de la sevillana editorial Barrett por reeditar Los sorias y ponerlo en un catálogo mutante, al lado de comics de Vojtech Masek o Tony Millionaire, de las novelas raras del quebequense François Blais o de la enorme y entrópica Antkind de Charlie Kaufman. En fin, también esto es una liviandad crítica que me permito. Pero insisto: el problema no es “internacionalizar” (que lo turbiamente local, una escritura de doméstico hermetismo, llegue a la engolada Meca del mundo editorial español), porque nada nunca se internacionaliza realmente (en todo caso, hay cosas que, desdichadamente, ya nacieron internacionales); se trata del espesor cognitivo (iba a decir el élan vital) sobre el que se coloca la relación libro/lectura, aunque la edición se realice en Júpiter.

Y entonces ahí está, de fondo, en la reedición de Random, esa difusa fantasía, esa ilusión de una circulación internacional, de un mercado que viene a dar la palabra final sobre el lugar de una escritura, en el seno de una literatura desproblematizada justamente por mundial, por no retener la patografía de la letra, por transparentar signos nacidos de la enfermedad doméstica de un turbulento invernadero familiar: el invernadero de la Librería Argentina. En fin, como siempre el Mercado nos pone en la patética circunstancia de tener que hablar ingenuamente de él en singular, como si el Mercado no fuera en realidad un viejo dios reticular, un hiperobjeto apático, ciego y maquínico manejado por ninguna agencialidad humana y cuyos hilos son tirados desde arriba por un marionetista llamado Doctor Nadie.

Porque claramente el problema no es la facticidad de la publicación internacional de Laiseca (esa discusión un poco pueril y egoistona ya la tuvieron los babélicos en los ochenta acerca de la edición española de las Novelas y cuentos de Lamborghini, y tampoco sirvió para que nadie se volviera más inteligente ni para sacralizar o desacralizar nada)[1]. En todo caso, el problema radica en las supersticiones que se ponen en marcha, como una fábrica de sueños tontos, cuando esto ocurre: el cándido suspiro vindicatorio, la aspiracionista confirmación de un triunfo… ¡Por fin Laiseca llega a la arena internacional donde se baten los grandes! Y la arena internacional donde se baten los grandes resultan ser los catálogos fariseos de Random o Anagrama, el mundo midcult de la librería de shopping y las ideas triviales, perezosas incluso, que el primer mundo y sus universicloacas se hacen de la literatura latinoamericana… Por eso digo, la épica de Laiseca fue la de los años en que Los sorias se mantuvo inédita y finalmente la aparición del sacro volumen en 1998, apadrinado por Piglia… No hay que olvidar la épica de ese arco (lo digo sin nostalgia). No hay que olvidar los extraños pactos de lectura que se sellaron en torno a esa épica, ni olvidar que para que haya épica no debe haber consenso. No hay ninguna épica en Laiseca circulando bajo el consenso desproblematizado de una clientela que irá a probar ese bocado sin quemarse la lengua. No hay ninguna victoria final ahí. Recordemos (parecerá obvio, pero la obviedad es un método): Laiseca ya había ganado de antemano. Suena hasta ingenuo tener que subrayar esto, pero sólo importa la ontología de una circulación, no la prosperidad de sus medios materiales. Y si quisiera llevar esto más allá, a un pataleo casi personal, diría que sólo importan los hilos que esa escritura mueve desde lo invisible, en la secreta comunidad lingüística que la engendró y devoró en caliente, no así su mercadeo frío, por tribunas de consumo desacralizado. Y la pregunta es cómo volver a comer en caliente ese bocado, sea aquí, en España o en el lejano Cipango.


| No hay ninguna épica en Laiseca circulando bajo el consenso desproblematizado de una clientela que irá a probar ese bocado sin quemarse la lengua |


Acabados el Boom y el post-Boom, y el post-post-Boom, ya nadie piensa en Latinoamérica como un modo de alquimizar nada (la estéril palabra Boom ya profetizaba ese desenlace). La Neo-Europa fantasea haber ganado en la ruleta del juego de los mundos; busca lo decorativo, la tautología de una literatura latinoamericana que sobreactúe su latinoamericanidad, porque cree que no necesita aprender ya nada. Servirles Laiseca en bandeja es un poco obsceno, es mucho. Ya no quedan Manganelli o Sanguineti en Italia, y en algún momento España perderá a su Palol; y habrá que ver entonces desde dónde leen lo que leen (tendrán que recordar viejos pactos de sangre si quieren volver a leer). Porque es más que evidente que no se trata de publicar por publicar, sino de introducir un proyecto desmesurado dentro de los modos de leer propiciados por un mercado tan estólido que produce la sensación de querer hacer pasar un caballo por el ojo de una cerradura. Sabemos que el viejo barco español cargado de cultura que trajo a América la biblioteca palafoxiana es transformado aquí, pero raramente vuelve al origen. El descifradero de Indias pareciera tener dirección de ida, pero no de vuelta. 

La discusión inevitablemente vuelve una y otra vez al sentido de un proyecto de publicación frente a la singularidad de la escritura que pretende poner en visibilización y circulación, y recae en la prepotencia de los imperativos materiales esgrimidos por toda gran editorial. Al menos está claro que, en veinte años, cuando las ediciones originales sean ya por completo inhallables y algún oportunista las venda a precio de incunable, las reediciones de Random estarán ahí y, por dentro, siguen siendo las obras de Laiseca. Y toda esta reseña será literatura gris, parte de la maroma de berrinches que la crítica ejerce como si pudiera peinarle un solo pelo a la gigantesca Voluntad dialéctica que mueve la supervivencia histórica de los monumentos del Humano.

Entonces… ¿“recomendar” los Cuentos completos de Laiseca no sería llegar grotescamente tarde? ¿Cómo, sin sentir el pudor de lo insuficiente –la insuficiencia de ponerme a dictar lo que hace rato está ya escrito en el pizarrón de la literatura–, recomendar cuentos como “El jardín de los monstruos magnetofónicos”, “Gracias Chanchúbelo”, “El cuarto tapiado”, “Perdón por ser médico”, “La cabeza de mi padre”? Un modelo nutricional de la cultura  no sirve para explicar a Laiseca: se requiere más bien un modelo escatológico. Laiseca se desplaza por los intestinos de la literatura argentina como el más orgulloso objeto excrementicio. La suya es una cosmovisión fabricada a partir de una dignidad de lo residual que lo condujo hacia la distorsión megalómana operada en torno a una obra-centro, Los sorias –novela-universo, un Ubú Rey convertido, por amplificación arquetípica, en monumento ciclópeo–, que rige un proyecto instanciado por novelas y cuentos que refuerzan esa mitología cósmico-bélica. 

Para Laiseca, el delirio es el método por medio del cual alcanzar el realismo ultérrimo, el realismo capaz de expresar la dialéctica entre lo visible y lo invisible, entre el Ser y el Anti-ser, las guerras mágicas que los esoteristas del orbe y los dictadores del mapa despliegan para articular la gran epopeya final donde el Arte es blandido como arma y escudo. Obra artesanal, íntima, tan contaminada de hermetismo como voluntariamente plebeyizada de transparencias, va a contrapelo del alegorismo histórico con que sus contemporáneos insistían en ser actuales, para oficiar, en cambio, bajo el signo de una aparente ahistoricidad, el papel de supremo documento histórico de una psiquis en grado de blindarse extraterritorialmente desde una creencia literal y honesta en la magia. La escritura de Laiseca contiene el thesaurus invaluable de una lengua pantagruélica, hecha por igual de materiales crotos y palaciegos, derrota prosaica sublimada en conflagración cósmica, neurosis de ser actual y paranoia de ser universal, la gran fantasía política de una época convertida en ambición desmesurada por arquitecturar la Gran Obra, la demiurgia de un mundo autosustentable que, por medio de un objeto talismanizado –un libro muy gordo,  que organiza todo el proyecto estético de una mitología privada, casi autista–, es capaz de reponer el barro político de lo innegablemente contemporáneo, pero también de evadir patográficamente el presente para erigir grandes espejismos. Construyendo un libro al cubo, leyendo muy pero muy mal la tradición (y todas las tradiciones) para poder fabricar un instrumento ontológico de precisión, la cripta de esta escritura ancestrada es probablemente la culminación monumental, silvestre y a la vez amorfa, de ese concepto que Leónidas Lamborghini tanteó toda su vida: el horrorreír.

Laiseca: alguien que, al morir, se fue al Valhala a charlar con Henry Darger y Jorge Bonino. Allí donde una entera idiosincrasia de escritores engendra boyardos, Laiseca se comportó como un zar. Cuando cada morador de la local república de las letras buscaba su modesto lugarcito al sol y olfateaba para ver quién de ellos iba a escribir el Facundo, Laiseca estaba pensando en cómo ganar retrospectivamente la guerra de Vietnam.



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[1] El debate vuelve idéntico, como si no hubieran pasado casi cuatro décadas: ¿Quiénes leerán a este monstruo nacido en la trastienda de la literatura argentina? ¿Cómo llegará al universo esta escritura que buscó ser universalista en el barro de lo genuinamente intraducible? ¿Qué formas de lectura banalizarán el macrocosmos de una obra que exige del lector un compromiso físico y psíquico total? Las preguntas de Babel vuelven, ranciadas, como repetidas por el médium de una séance fraudulenta.

 


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