“Desforestada”, por Emilia Sofía Cotutiu




Otras cosas por las que llorar, de Luciana de Luca. Buenos Aires. Tusquets Editores, 2021 [2010], 168 páginas.


Otras cosas por las que llorar relata el silencio de años, vuelto costumbre torpe e incómoda. Si bien no hay verdad infinita sino relectura constante, ¿qué aporta este texto? Nutre esa imagen que en las últimas décadas ha estado descubriéndose de su mortaja desnarrada: centenares de matrimonios construidos alrededor del hábito y la obligación como parte del panorama de una vida insípida y silenciada. En otras palabras, la caída del discurso perfectivo en torno a la institución del matrimonio. 

Antonio, hombre cuya virilidad clásica del siglo XX se nos muestra complejizada al leer su falta de arrojo cuando joven; su madre detrás “con el miedo siempre vivo, acechando, de haber criado a un inútil” (46). Antonio simbolizaría entonces una fachada finalmente frágil: el marido que lleva los pantalones puede también ser producto de un discurso y un ideal no aprehendidos sin dificultades, pero incorporados como parte del deber de lo esperado. 

Carolina, su señora, es ama de casa y madre de hijo único ya independizado. Atravesada por una maternidad producto, otra vez del deber de lo esperado, la protagonista se nos introduce a partir de dos escenas: siempre abiertas a interpretación, la primera cuenta el acto sexual ritualizado e indeseado por la esposa, y la segunda, nos relata una visita al médico coordinada y dirigida por el marido de la silenciada Carolina.


| Un personaje que encuentra su voz y su expresión en el cuidado del jardín y de la huerta al fondo de su casa |


Luciana de Luca no olvida que las historias no son sólo el presente de lo narrado, sino que el ser es producto de discursos y vivencias del individuo. La autora entonces atiende especialmente al pasado de la protagonista, e intercala recuerdos desmechados pero representativos de escenas que marcan la identidad de Carolina, y que describen su presente: su familia campesina que pierde pronto a la madre; su padre agricultor que toma las riendas de la crianza y hace lo mejor posible por su hija; su hermano vago, muerto en breve, no nacido para las reglas de este sistema; su crianza a manos de varones hoscos aunque atentos; mucho trabajo y vidas rutinarias, y los modos no sensibilistas de otros tiempos seculares.

Carolina encuentra su voz y su expresión en el cuidado del jardín y de la huerta al fondo de su casa. “Mecida por todo ese afecto verde, su compasión” (93), sus plantas “estiran las hojas para tocarme el pelo, la cara, las puntas de los dedos” (93). Su habilidad para hacer crecer, prosperar o salvar cualquier hierba o flor es envidiada incluso por vecinas. Pero llegará el día en el que Antonio decida, sin explicación aparente ni objetivo claro, despojarla de su preciado patio. Tal lo dicho, las razones y los fines no son evidentes, pero mientras avanzamos en la lectura de esta voz que no se pronuncia pero al menos se lee en primera persona, comprenderemos que no hay más justificación que esa vida de largos años esposada por el deber y la falta de placeres. Entonces enferma.

Carolina no es capaz de negarse ni de impedirlo. Los albañiles se condolerán, pero el patrón manda dejar el patio “negro y opaco” (149). Con el jardín ya no frondoso, las baldosas del piso cambian; ahora son resbaladizas, quizás como metáfora de que el temple de Carolina tras años de tolerar, aceptar y no disentir, finalmente se desestabiliza. Y todo se dispersa tal como hojas que vuelan por el viento. De hecho, son varias las consignas reflexivas con metáforas florales, botánicas o incluso atmosféricas que decoran los finales de los capítulos de Otras cosas por las que llorar. 

Esta obra es una historia sobre el vacío y el silencio, señalados desde ya en la ilustración que acompaña la portada de la edición original. En ella nos presentan a Carolina, mujer arrugada y encorvada (quizás contamos algunas canas en su cabello) de modas con vestidos abolsillados y posturas de manos frente a la falda, de pie sobre las viejas baldosas rojas que ya no están, contemplando su patio, lo que alguna vez fue.


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