“¿Se escribe literatura, todavía?” por Adriana Mancini
El buen mal de Samanta Schweblin. Buenos Aires, Random House Mondadori, 2025, 189 págs.
¿Se escribe literatura, todavía? Sabemos que la literatura fue y sigue siendo un objeto resistente a su categorización. Sus límites, ambiguos, resbaladizos, llevaron a propuestas indecisas. Los formalistas pensaron en definirla a partir de la ostranenie, más tarde la montaron sobre la tensión entre dos pilares -uno utópico y uno realista- y señalaron a su vez la diferencia de lo igual socavando la palabra que comunica, en aras de llevarla a la ficción. En algún momento la pregunta se hizo explícita: “¿Qué es la literatura?”; en otro, la pregunta fue por su funcionalidad: “Es útil la literatura”; genuinos intentos que la teoría crítica y la filosofía acercan a quienes pretenden gozar con intensidad del hecho literario. Allá a mediados de la década del ‘20, un Borges discreto, escondiendo sus propuestas literarias en los bolsillos del sobretodo colgado en el perchero de la casa donde se reunía con sus amigos, presenta una definición inesperada. Sugiere que la ficción tiene origen en hechos biográficos: “Este es mi postulado: toda literatura es autobiográfica, finalmente”, dice. Es claro, la picardía está en el adverbio. ¿Qué dimensión espacio-temporal o calidad y precisión nemotécnica le otorgamos a ese inestable “finalmente”? Hete ahí el secreto. La fisura entre ficción y realidad o literatura y vida se nutre generalmente de recursos formales que la enriquecen o la perjudican, pero existen; puntos de vista, anclajes retóricos, vuelo imaginario, circulación de chismes que acechan una verdad o recuerdo aparentemente objetivo. Un bienvenido artificio que salve del enredo en las lianas de la “espesa selva” de lo cotidiano.[1]
El buen mal es la última compilación de relatos de Samanta Schweblin. Escritora prolífica, autora de algunos cuentos memorables reunidos en la edición de Siete casas vacías o de Pájaros en la boca. Con escenas cotidianas que se condensan en otras que son las mismas y no; estrategia formal que pone a prueba Silvina Ocampo en un fantástico que más tarde Michel Foucault[2] describiera como “estructura de bucle” y que Schweblin recrea con habilidad narrativa.
¿Qué pasa con los relatos de El buen mal?
| la distancia que imprime la autora al “finalmente” borgeano es casi nula y tiende al estrangulamiento solícito |
Son seis relatos, extensos, dilatados, algunos en exceso, ninguno titulado como el sugestivo y trillado título de la edición; un falso oxímoron o incluso una falsa paradoja si recordamos aquello que Bataille afirmó pensando en el personaje de Emily Brontë, Catherine Earnshaw: “el Mal considerado auténticamente no es el sueño del malvado, sino, en cierta manera, el sueño del Bien”[3].
Sin “buen mal” transcurren los relatos de Schweblin enmarcados por un epígrafe de Silvina Ocampo -“Lo raro siempre es más cierto”, tomado de sus Cartas- que incorporado, sin solución de contigüidad al título, complejiza la lectura de los textos. ¿Sugiere la cita de Ocampo, seleccionada por Schweblin, que la literatura es “lo raro”, la vida es “lo cierto” y la distancia entre biografía y ficción está comprendida en la rareza? Además, coincidiendo con Mark Fisher podríamos preguntarnos, rozando lo políticamente incorrecto, “qué es lo raro”[4] o porqué le quitamos certeza a la literatura. Asimismo, ¿qué tipo de “buen mal” es la literatura si, entonces, siguiendo el razonamiento, en el otro extremo tendríamos el “mal mal de lo real”?
El libro de los relatos de Schweblin desemboca en un apartado titulado “Sobre los cuentos” en el que se despliegan seis párrafos que comunican al lector la anécdota que desencadenó cada uno de los textos; cada fragmento rescata un anclaje autobiográfico.
“Bienvenida a la comunidad”, por ejemplo, desdibuja los límites entre sueño o pesadilla y realidad de la ficción. La protagonista es una joven madre y esposa desconforme con su pareja que pareciera intentar un suicidio. Un conejo, casi salido de una galera, dispara el relato hacia otras dimensiones. La anécdota que acompaña este relato y el proceso de su escritura es la muerte de una amiga de Schweblin que, si no fuera un recuerdo biográfico, coincidiría con una figura poética recurrente en el Siglo XIX.[5]
La imagen de decenas de caballos en Hurlingham, barrio natal de Schweblin, dio origen a “Un animal fabuloso”. Un relato en el que la muerte embosca a sus protagonistas y alcanza a las travesuras de un niño que se lanza, saltando como un caballo, a un patio interior. Su madre, sintiendo su muerte cercana, se comunica, muchos años después con Leila, protagonista del relato y personaje que en aquel momento fatal estaba jugando con el niño. Por teléfono y desde lejos la madre quiere saber acerca de los últimos momentos del niño. Dice la madre a Leila:
“Cuando te fuiste de la habitación ¿ya estaba acostado? Y Leila se confiesa a sí: No lo recuerdo pero contesto que sí. Nos quedamos en silencio. Y ya no sé si debería seguir –Cuando Peta [el niño] se cayó de la cornisa –empiezo pero me detengo (…) Miro el parque más allá del balcón: en Lyon ya es noche cerrada. Y de repente ahí están todas las palabras que empiezo a decirle al teléfono. Ya no puedo decir qué es lógico o ilógico, qué podría ser doloroso y qué podría ser soportable. Narro lo que ocurrió tal como me viene a la memoria: el ruido del cuerpo contra la baldosa del patio” (p. 41 Resaltados míos)
Más allá de la desconexión verbal en el discurso indirecto (“debería” por debía seguir o debería haber seguido) el relato se vuelca sobre sí. La protagonista no recuerda lo sucedido pero las palabras surgen de un parque ajeno y van a su encuentro. La distancia del “finalmente” borgeano –entre lo sucedido, realidad de la ficción, y lo que relata Leila a la madre, ficción de la ficción– se representa en este cuento con mayor precisión literaria y se desvincula de la tropilla de Hurlingham.
La muerte ronda otros relatos pero, aunque se sabe que desde Sherezade en adelante es constitutiva de la literatura, no siempre actúa como tal. Puede ser, como en el caso de “La mujer de Atlántida”, que se transforme para el lector en una moraleja. La anécdota del cuento tiene como origen las travesuras de la escritora junto a sus primas y hermana en sus vacaciones adolescentes. Y el cuento se corresponde proponiendo un juego atrevido de dos niñas que en escapadas nocturnas se meten en la casa de una poeta alcohólica y la tratan como a una muñeca –la visten, la peinan, la higienizan, le ordenan la casa, etc.– hasta el desenlace final, irreversible para niñas impertinentes.
En el relato de “William en la ventana”, en su apartado complementario, leemos: “Quizá es el cuento más autobiográfico que he escrito, y quizá también, por eso, es mejor no decir nada.” En este caso, la distancia que imprime la autora al “finalmente” borgeano es casi nula y tiende al estrangulamiento solícito de un “es mejor no decir nada”.
La pregunta inicial sigue vigente: ¿se escribe literatura, todavía? ¿O sus límites se han borroneado? En “La Zona”, no hace mucho tiempo atrás, planteaban el dilema de otra manera: “¿Dónde termina el centro y dónde empiezan los arrabales?”
[1] Cfr. Respectivamente Shklovski, V. “El arte como artificio” en: Teoría de la literatura de los formalistas rusos. Todorov, T. (comp.) México, Siglo XXI Editores, 1995, pp. 55-70. Barthes, R. “La lección inaugural” en: El placer del texto y lección inaugural. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008. Foucault, M. “Lenguaje y Literatura” en: De lenguaje y literatura. Barcelona, Paidós, 1994, pp. 63-103. Sartre, J.-P. ¿Qué es la literatura? Buenos Aires, Losada, 1950. Bataille, G. “¿Es útil la literatura?” en: La felicidad, el erotismo y la literatura. Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2001, pp. 17-19. Borges, J.L. “Profesión de fe literaria” en: El tamaño de mi esperanza. Buenos Aires, Seix Barral, 1993.
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