“El zumbido de un mundo sin luciérnagas” por Natalia Taccetta



Memorias paranormales. Sobre pestes, migrantes y drones de Marcelo Schuster. Buenos Aires, Mardulce, 2024, 112 págs.


Memorias paranormales. Sobre pestes, migrantes y drones de Marcelo Schuster puede parecer a primera vista un memorándum sobre historia y tecnología y es y no es eso. En la tapa hay un cerebro que es un cerebro con conexiones que salen al exterior también como en algunas representaciones -incluso infantiles- del planeta Tierra. Es muy interesante porque es un libro sobre los monstra y los astra que habitan en nuestra vida mental y también en el mundo. 

En el prólogo se explicita que es un libro-método de la memoria escrito en tres tiempos, que organizan el texto a partir de tres ideas: peste, inmigrado, dron. Podríamos cruzarlos con otros: memoria, biografía y revolución. La memoria es aquí una máquina-prisma inmunitaria que permite mirar el presente bio-tecnológico post-pandémico; la biografía intelectual una forma de diálogo; la revolución, una cosa congelada en el México retratado por un cineasta desaparecido. 

Memorias paranormales da cuenta de la cadencia suspendida de lo contemporáneo. Mientras parece que vivimos en un espectáculo vertiginoso, Schuster se detiene en el trauma que deja el presente post-catastrófico o catastrófico a secas. En medio, la memoria de estos tiempos que, mientras parece escribirse con avatares e imágenes omnipresentes y se graba en la retina técnica de la imagen-pantalla, se des-escribe de las capas más profundas de la subjetividad. Como propondría Agamben, ya ni siquiera asistimos a un tiempo de crisis como excepción, que en la tradición médica implicaba la decisión sobre la vida o la muerte del enfermo, sino a una temporalidad que administra las crisis como la normalidad, en las que no se decide nada y en la que un extraño gatopardismo produce algunos cambios para que todo siga igual. 

La imagen cumple allí su función esencial: a simple vista, la función de memoria. Pero, al atender más exhaustivamente, se advierte que la imagen es el punto de fuga y, como parece sostener Schuster, la imagen mnémica agoniza en la biografía que se dispersa en marcas epidérmicas y más o menos traumáticas. En ella, la temporalidad se escurre entre el olvido y el reprimido que retorna con los moribundos o murientes, una suerte de gerundio y participio presente de los muertos, respectivamente. 

La palabra “desastre” domina las primeras páginas de Memorias paranormales. Se habla de un desastre originario y de la amenaza permanente. Pero aquí no hay paranoia, sino demora en la intuición sobre un estado de alerta, que recuerda tanto la advertencia benjaminiana en 1940 como la desconfianza sobre una normalidad que se disgrega en imágenes mientras devasta recursos naturales, especies animales y convierte todo en desecho. No se trata del anuncio de la desaparición, sino la evidencia de un mundo que se vuelve imprevisible. La imagen-nube de Schuster es rápidamente una imagen-podredumbre o imagen-exterminio en una Tierra que es fácil ya imaginar como fosa común. 

Se invoca la imagen-estiércol para hablar del modo en que se purgan los pecados del Capital, sabiendo, como sabía Walter Benjamin, que esos crímenes son inexpiables. Pero alguien mira, siempre alguien mira mientras reventamos todo y hace sentir, si no culpa, nostalgia; si no angustia, una añoranza que se detiene en la acumulación de ruina sobre ruina. 


| el autor es como un investigador o un fanático de Georges Didi-Huberman: lo sigue de cerca como un groupie para descubrirlo en la sobrevida que queda en las imágenes |


El memorándum de Schuster involucra variables biopolíticas esperables y genealogías complejas impredecibles, que involucra a los cuerpos como territorios de normalidad, de enfermedad, de inmunización y cálculo, de distanciamiento y sexualización. Rosa o negra, la peste desaconseja el contacto y promueve la prótesis. La simulación se vuelve normalidad en la imagen y en la vida, y lo diferido, lo deseable. Así, intactos de muerte, los cuerpos se conservan, se desarrollan y triunfan como triunfan los muertos, como repuestos de una vida, como reserva de sensibilidad, como desecho de afectos. 

La hipersexualización se vuelve híper-mediatización y al vaciamiento del contacto no le sigue el vacío de imagen. Si algo no hay es horror vacui, no hay body horror, mientras sea neumático, saludable, sin rastro de cópula, sin enfermedad, embrionario, in vitro.  Sin peste, sin marca, sin rasgos, sin vida. 

A la peste le sigue el vacío de mundo. La muerte puede ser incluso más hospitalaria que la vida. Lo profiláctica no le quita, sin embargo, sus encantos, pues las imágenes siguen vampirizando, pero sin sangre, sin secreción, como dice Schuster “bajo una propensión de esterilización totalitaria”, informática, digital, inmune, pura. 

Aquí el autor es como un investigador o un fanático de Georges Didi-Huberman. Lo sigue de cerca como un groupie para descubrirlo en la sobrevida que queda en las imágenes, en los registros de bibliotecas, en las fotos que pueblan los debates intelectuales. El diálogo es intenso y la huella digital es compartida. La inmigración también. 

Schuster recuerda el “nací inmigrado” de Didi-Huberman que impregna su búsqueda de la imagen. Pero no porque Saint Étienne no hubiera sido su casa, sino porque su historia está plagada de desplazamientos y venidas, propios y ajenos, expropiaciones y escrituras, confesiones y circuncisiones. Resuena en Memorias paranormales un texto no tan transitado del francés, como es Gestos de aire y piedra, donde se abordan la respiración, el movimiento, el ritmo, el silencio, como cuestiones de la aisthesis. El aire falta a veces y el cuerpo se transforma en imágenes sin rumbo, se vuelve objeto negado, sin sentido, sin latido, mientras se busca a la madre, la sangre, el linaje, la herencia. Aire y piedra que se vuelven las trazas de una vida, cuando se repiten y recuerdan. Imágenes-sedimento que aparece en el ser cráneo y la corteza. 

Didi-Huberman y Schuster parecen preguntarse incansablemente por cómo tocar el pensamiento y la lengua, esa lengua materna que resta, como dice Arendt. ¿Hace falta la piel para tocar? ¿Las huellas? ¿Ambas cosas? ¿Una mezcla? Es la imagen, la que toca lo real y arde y se mueve como las alas de la mariposa y se extingue cuando se acercan al fuego.

La imagen va quedando pobre, una piel electrónica que envejece y se afea. De ahí tal vez la fisio-memoria en acto de la que habla Memorias paranormales. Reservorio mnémico de materia para escribir o fotografiar una historia que exige distancia, como la de retratar unos pájaros posándose en la alambrada que rodea a un campo de concentración para explorar el tiempo que queda entre el adentro y el afuera. Luego, el “gift shop” de Auschwitz, los abedules imponentes, las tierras arrasadas. Así el recorte de la memoria se vuelve imagen-gueto, imagen-madre, imagen-corteza, imagen pese a todo. 

El diálogo intelectual sigue la forma de la fantasía y de la posibilidad de contactarse con otro exiliado y ausente. La revolución de México es aquí la imagen congelada del destino, paralizado y suspendido entre el poder tener lugar de un mundo posible, como aquel que quería Gleyzer. Schuster parece proponer que el cineasta activa la memoria involuntaria; Didi-Huberman diría que le puso imágenes a todo y pese a todo. La imagen es imposible como la revolución, la que no fue, la que no será. El testimonio agoniza allí donde un inmigrado no sabe que está a punto de morir. 

Gleyzer quería emancipar la mirada con una imagen que aún requería técnica, sistema, revelado, copia. Hoy la democratización no siempre arroja pixeles tan potentes, pero es capaz de rehabilitar sus estratos significantes cuando volvemos a pasar por su blanco y negro. Lo mismo hacemos sobre Lo que vemos lo que nos mira, el archivo Charcot o La imagen superviviente, que parece haber sido la búsqueda eterna de Didi-Huberman. Este buscaba a Benjamin y a Warburg como Schuster trae a Gleyzer para acordar entre ambos que la imagen sobrevive y entreteje pasado y presente, que desaparece siempre un poco, que no registra nada, hasta que, sustraída, hace falta. 

Y entonces queda el dron, que es ojo, alien, pasado para recordar que las luciérnagas desaparecieron para que ellos se inventaran. El libro de Schuster termina con la insistencia del zumbido y entonces tal vez vivamos en un mundo-luciérnaga que agoniza, en el que sobran las imágenes, que ya no vemos como miraba Raymundo, con su mordacidad y capacidad crítica. Sobran imágenes, pero no las imágenes críticas, siempre en retirada como las luciérnagas de Pasolini; extintas como él mismo en su propio círculo de muerte y sangre, pocos meses antes de ser asesinado. Languidecen como lamento fúnebre, mientras seguimos creyendo que podremos vivir sin su luz. 


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