“Circularidad de la Nada”, por José Sabater de Montfort

El estado del malestar: capitalismo tecnológico y poder sentimental de Raúl Eguizábal. Ed. Península, Barcelona, 2011.


El catedrático de publicidad de la Universidad Complutense de Madrid Raúl Eguizábal sondea en su último libro El estado del malestar: capitalismo tecnológico y poder sentimental una versión contemporánea –necesariamente difusa y lábil– de las clásicas Mythologies (1957) de Roland Barthes. Y no sólo en sus contenidos (central es el análisis del mito, a este respecto;  o más bien “la nostalgia del mito” [pág. 62]), sino también en sus formas, e incluso en su jerga –publicitaria y algo ramplona por momentos.
El libro se compone de 26 artículos (12 cuartillas de extensión media tiene cada uno) con pretensiones de ensayo, pero que quedan las más de las veces opacados por la indignación del publicista. En este sentido hay que mencionar que el libro en bastantes tramos parece pretender más la divulgación de las emociones de supino cabreo del propio autor (en un intento salvaje por influir en el  ánimo del lector), que transmitir ideas desarrolladas a fuerza de hipótesis que devengasen en tesis voluntariosas para el diálogo.
Las secciones se asimilan al artículo de periódico sobre el que gravita una idea central que se mezcla con apreciaciones de diversa gradación (al modo de la termomix, pues –además- las mismas ideas metamorfoseadas aparecen por doquier), cerrándose finalmente con sentencias de falsa apariencia apodíctica.
Así, El estado del malestar indaga en ese “poder seductor […] envuelto en una nube de benevolencia” [pág. 19] que Eguizábal nombra como Poder Sentimental, y contra el que no parece haber posibilidad de rebelión (lo que quizá justifique el cabreo del publicista). Un poder caduco, éste, y con los jefes del cotarro “desaparecido(s) en su ausencia perpetua” [pág. 31], incapaces de sortear la Gran Crisis, mirando todavía hacia atrás, con nostalgia, mientras aquí y ahora “el mañana se ha instalado en el hoy” [pág. 84]. Jefes de estado que son como “bufones de corte” [pág. 97] y, tal vez, de ahí su inmoralidad.
En este escenario en el que la tecnología lo domina todo, siendo, en suma, Internet “lo real” y convertido todo lo demás en “sombras” [pág. 81], la capacidad de acción del ciudadano se reduce a “pequeños movimientos estratégicos” [pág. 91], puesto que no sólo ha entrado en quiebra la economía, sino la cultura e incluso el propio ser humano. En opinión de Eguizábal, no quedan más asideros que la confianza, una confianza ciega e incierta (y bastante naïf) en que todo mejorará.
El problema de que no haya más recursos reside en la tecnologización del capital, nos dice Eguizábal, y, en general, de todos los aspectos de la vida; la quiebra de la cultura y su jerarquía ha traído como corolario que las prácticas artísticas, políticas y económicas se hayan reducido al trasvase de información; funciones fáticas –en su mayoría– que sólo pretenden mantener la producción incesante de mensajes planos.
Por definición, es imposible analizar la inmediatez que ha cedido el valor a la forma. La gran lacra pues de este momento histórico es ese “efecto pantalla” [pág. 138] con el que se nos presenta la realidad, una realidad donde todo cabe y todo es indistinguible y se halla igualmente depreciado. Porque para que haya calidad, dice Eguizábal, los contenidos en la red han de pagarse. Nos habla así Eguizábal del “fatalismo de la pantalla”, que no sólo aturde, también ciega la inteligencia” [pág.136] y ello a resultas de la afectividad fácil que transmite.
Una época de lo “alfavisual” [pág.131] sería la nuestra, materialidad de la pantalla lo llama Eguizábal, un gran océano en el que los ciudadanos ceden alegremente su individualidad, despersonalizándose en el subconsciente colectivo de la cultura popular, en esa apariencia falsaria de progreso que en realidad no viene sino a ratificar una variedad ilusoria que no son sino las múltiples posibilidades de la Nada.
Sobre el libro campea una gran sensación de déjàvu, pues Eguizábal plantea una suerte de sintomatología más o menos esperpéntica de la realidad histórica actual (que ya más o menos todos nos sabemos de memoria), pero a la hora de ir ese pequeño pasito más allá que se le debe exigir a todo ensayista que pretenda analizar la realidad, nos da como respuesta que “la “auténtica subversión sería la renuncia total al consumo tecnológico” [pág 79].
Hombre, para decir eso tal vez podríamos haberlo dejado en un panfleto.

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