“Las orillas sin río”, por Nicolás Hochman
El otro tiempo, de Carlos Dámaso Martínez. Ediciones del Copista, Córdoba, 2010.
Hace unos años leí La lentitud, de Milan Kundera. No recuerdo mucho de la trama, pero sí que no me gustó demasiado. Pese a eso, con los años se me fue afianzando una idea sobre el libro, que a esta altura ya no estoy tan seguro de que haya sido lo que realmente leí. En esas páginas Kundera articula un relato que quiebra con la narración clásica y tradicional de autor-narrador-personaje. Lo que hace (o lo que con los años me fui imaginando que hacía) es narrar dos historias en paralelo. En una, a modo convencional, explica las vivencias de un personaje en tercera persona, con esa posición un poco omnisciente de la que es imposible despegarse a un autor. En la otra, cuenta en primera persona una anécdota de hace unos años, cuando él viajó a no sé qué castillo con su señora. Lo interesante aparece cuando en el relato se filtra una anomalía, cuando surge un personaje que se llama Milan Kundera, que queda a mitad de camino de la ficción y la anécdota real. Un Milan Kundera que le resulta extraño al autor, que le molesta, que le genera una incomodidad porque claramente es él, pero no; claramente lleva su identidad, pero a sus eruditos ojos en un imbécil y le desarticula el relato. El recurso no es nuevo, y tanto Unamuno como Pirandello podrían dar sus testimonios. Pero sí es interesante ver cómo Kundera da una vuelta de tuerca con su novela.
Con El otro tiempo ocurre algo similar. Carlos Dámaso Martínez fabrica a un escritor que fabrica a un personaje que se le inmiscuye en su propia cotidianeidad y en cierto aspecto lo transforma, como presupongo transformará a su vez a ese Hacedor que es el autor, nunca inmune a las acciones de los homúnculos en que se transforman sus personajes. La historia transcurre en dos tiempos, que a su vez se fragmentan en tantos pedazos como el discurso posmoderno. Del lado de acá, un tipo que escribe y habla de las miserias de su vida diaria, de sus conversaciones con un amigo a la distancia, del devenir sexual con su mujer, de las noticias que salen por la tele, del libro que de a poco va escribiendo. Del lado de allá, la cosa se complica.
El otro relato está ambientado en un Río de la Plata sin agua, completamente seco. Por su antiguo cauce deambulan algunos hombres descentrados, probablemente a comienzos del siglo XIX. Comerciantes, futuros patriotas, indios travestidos, gauchos y extranjeros se mezclan en el paisaje enrarecido por lo que no está (“La falta es falta en su lugar”, decía Lacan). Pero Dámaso va más allá. Si el relato comienza perfilándose como una narración realista, histórica aunque en un contexto atípico, rápidamente se vuelve inverosímil, exacerbando las imposibilidades hasta transformarlas en una historia imposible, en un meta-relato donde la ilusión de la realidad cede ante la prepotencia de la ficción.
A los indios y los gauchos se les aparecen soldados alemanes de la Segunda Guerra que buscan dinamitar un submarino. Las ideas de la conquista se entremezclan con perspectivas de finales del siglo XIX, con los vuelos de la muerte y la sombra de los desaparecidos durante la dictadura. Y Perón, y los peronistas, y la manifestación del 17 de octubre y su reclusión en Martín García, y su entierro y el secuestro de sus manos a fines de los ’80. Sus personajes (los de Dámaso, los de tipo que escribe esa novela), son humanos y demasiado humanos; están calientes, perdidos, expectantes y angustiados por tanta incertidumbre de andar por la nada donde debería estar el río. Son testigos de la influencia del autor, que actúa como un demiurgo invisible que pone obstáculos e incentivos en su camino, que los obliga a tomar decisiones cuando podrían estar tranquilos en sus casas, gozando de ese día a día cotidiano, rutinario, que forma parte de la realidad del que escribe.
En El río sin orillas, Juan José Saer arma una especie de ensayo, una narración muy extraña en la que el personaje principal es ese pedazo de agua que une y separa a Uruguay y Argentina, el Río de la Plata. La metáfora lleva a pensar un poco en una idea de absoluto, de algo inabarcable, que todo lo comprende. Es muy poco probable que Dámaso Martínez no pensara en todo ello cuando escribía El otro tiempo, que es como decir “el otro lado”, el reverso del río sin orillas que, en su novela, se transforma en las orillas sin río, en la totalidad imposible, invertida. “Y si no hay riesgo, ¿para qué escribir?”, se pregunta Saer en la frase que Dámaso elige para abrir su propio libro. Otra posible pregunta sería volver a plantearla, invertida: Y si no hay riesgo, ¿cómo no escribir?
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