“El perseguidor”, por Felipe Benegas Lynch
Música prosaica (cuatro piezas
sobre traducción),
de Marcelo Cohen. Buenos Aires, Entropía, 2014, 86 págs.
Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción) fue publicado por Entropía dentro de la colección "apostillas". Luego de haber reseñado Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog, presentado dentro de la misma serie, a pedido mío me enviaron de la editorial el librito de Cohen. Enfatizo la amable brevedad del texto porque vengo de leer Donde yo no estaba, de más de 700 páginas. Bien validas por cierto. Estos cuatro breves episodios, "secuelas" (29) de otros tiempos y otros textos, me depararon una extraña felicidad.
Ya
de por sí el título de la colección resulta extraño. O, más bien: libera a los
textos que allí ingresan del peso de la "crítica" o de la
"ficción". Tanto en Herzog como en Cohen el tono ensayístico, casi de
crónica cotidiana a veces, tiene algo de apostilla, ¿pero apostilla a qué? En
el caso de Cohen bien podría ser una apostilla a todos los textos que tradujo,
pero también a su escritura ensayística y de ficción, que aquí se desliza hacia
lo que se ha llamado "ficciones de lo real". Si Levrero pudo escribir
su monumental "Diario de la beca", Cohen bien puede escribir el
diario de un traductor. Claro que el texto carece de la estructura de diario,
salvo, acotadamente, la última pieza: "Persecución. Pormenores de la
mañana de un traductor".
El
título general, que es el del primer ensayo, me lleva de todas formas hacia
otro rumbo, distinto a Levrero y la realidad-ficción. La música prosaica es
también la música de la prosa, prosa ficcional que Cohen ejerce, como la
ejerció otro traductor: Cortázar. Ya en las primeras páginas aparece una cita
de "El perseguidor": "Esto lo estoy tocando mañana" (15);
en las últimas se habla de un poema de Dylan Thomas y se inscribe a la tarea de
traducir bajo el signo de la persecución.
En
"El perseguidor" Cortázar pone en escena también a un traductor: Bruno
debe traducir la vida de Johnny y su música através de una biografía. En ambos
casos el texto se vuelve un espacio de tensiones y fricción: la cuestión de la
injerencia editorial en los trabajos por encargo, las traducciones estandarizadas
que se venden "como la coca cola" ("El perseguidor", 249),
el límite musical del texto prosaico, la posibilidad de un encuentro con lo
real a partir del despliegue de la escritura. Como Johnny, Cohen –que en Música prosaica pasa a ser personaje
además de autor– no es el perseguido sino el perseguidor, no es el adormecido
sino el que viene a despertar. Como Bruno, no deja de estrellarse contra su
necesidad de facturar, de comunicar, de anclar el sentido en esa marea de lo
otro. También, como Cortázar al comienzo de "Las babas del diablo",
Cohen dice: "Nunca terminaremos de contar cómo suceden estas cosas"
(70). Pues contar implica siempre un límite, infranqueable para la lógica y la
causalidad, límite que se atraviesa a fuerza de canto. Pero que no se malinterprete:
La literatura envidia de la
música, no la ensoñación, sino el poder de despertar, de reconstituir la
atención. Porque no es que el arte permita ver una realidad a través de una
apariencia o una sombra. El arte es lenguaje. Habla de la dualidad de las
cosas. He aquí el mundo en que estamos. A veces pareciera que vislumbráramos
otro detrás. Pero ese otro mundo no es previo ni mejor. No engendra el nuestro.
Los dos se engendran uno a otro, todo el tiempo. (Música prosaica, 27).
Cortázar
también enfatiza la capacidad de la música, a través de Johnny, para encontrar
lo real:
Dan ganas de decir en seguida que
Johnny es como un ángel entre los hombres, hasta que una elemental honradez
obliga a tragarse la frase, a darla bonitamente vuelta, y a reconocer que quizá
lo que pasa es que Johnny es un hombre entre los ángeles, una realidad entre
las irrealidades que somos todos nosotros. Y a lo mejor es por eso que Johnny
me toca la cara con los dedos y me hace sentir tan infeliz, tan transparente,
tan poca cosa con mi buena salud, mi casa, mi mujer, mi prestigio. Mi
prestigio, sobre todo. Sobre todo mi prestigio. ("El perseguidor", 247)
Y
tal vez, como en “Las babas del diablo”, el texto vive realmente a expensas de
la muerte del escritor: todos los requerimientos que brotan de ese Yo de carne y hueso, como el de
prestigio por ejemplo, deben morir, dejarle lugar a la solemnidad de la
plegaria que se abre anónimamente a los aires uniendo la voz al mundo a partir
de cierta neutralidad superadora del sujeto. El sujeto debe caer de rodillas
(como el evangelista) y dejar que salga la voz. No es el artista lo que
importa, sino la poca o mucha vida que haya en su voz, que sale de él pero ya
no es él. En ese sentido, Cohen habla de la traducción como ejecución más que
como hermenéutica. Una ejecución que tiene algo de oración (78).
Es
un trabajo que se realiza en cierto modo "por medio de alientos", como si, efectivamente, el traductor al ejecutar el texto en el
que trabaja, se dejara poseer por "un lenguaje primordial en cuyo pneuma
todos los idiomas serían uno, como la música" (12). Pues detrás de todo
está el "vacío generador" (80), el abismo o la intemperie como
"germen de conocimiento" (69). La escritura, en definitiva, es una
traducción del mundo: traducción entendida como inspiración y extensión de ese
aliento que no deja de transformarse para revelar, en el mejor de los casos, el
"fondo hueco" (64) de todo lenguaje.
A
partir de ese ascendente oriental, Cohen le da otra vuelta de tuerca (¿cómo
traduciría Cohen este título de James?) a la objetividad de la máquina de
escribir Rémington de "Las babas del diablo":
Tengo una cabeza objetiva en las
manos, en el teclado de la computadora, en el celular, y puedo desalojar
información de mi cabeza, lo que por otra parte podría favorecer la vía zen
hacia la comprensión de que la realidad es el vacío y el vacío es eternamente
generador. De hecho ya soy otro; una simbiosis cerébro máquina con la mente
fuera de mí; una interfaz. (80)
La
objetividad reside en el lenguaje, más allá de la tecnología involucrada. Y en
el propio cuerpo que le da anclaje particular a la palabra. Cohen se ilusiona
con un futuro en el que "la traducción se convierta en una rama de la
patafísica, esa ciencia de las soluciones particulares" (54). La
generalidad aberrante de la "despótica prosa mundial del Estado" (50)
es lo que empobrece la lengua y, por lo tanto, al mundo.
El
texto de Cohen es mucho más que una reflexión sobre la traducción. Es un
despliegue de máscaras que ya no precisa de la dislocación del Delta Panorámico
para lograr esa "evasión más radical" que implica la literatura:
"un transporte de la realidad sucedánea en que vivimos a la posibilidad de
un encuentro con lo real" (60).
Como
en Donde yo no estaba, aquí también
hay un locutor interior y un yo que busca desintegrarse. La prosa de Cohen,
como la música de hoy, se nutre de la impureza para emanciparse del yo:
ningún elemento sonoro le es
ajeno, porque compone en el momento, con lo que el momento aporta: el arrastre
de lo heredado, la memoria corporal de la especie, las potencias y los dolores
del cuerpo, la orquesta, el tambor y la computadora, como si sólo mediante la
absorción de todas las ocasiones del presente pudiera llegar al meollo. (24)
Así
nos encontramos en el texto con la música de Björk, con la oratoria de la
presidenta, con el sonido del timbre, del teléfono, con el canto de un zorzal,
con las palabras de su compañera, con el incesante devaneo del traductor, con
poemas que vuelven como ritornellos.
Esta es una versión posible de una vida, un punto de anclaje en perpetua
deriva: del significante y del sentido, de la impredecible melodía de la prosa
puntillosa de un traductor "profesional" (11).
Hay
una coherencia en las "apostillas" de Entropía: son textos que
desafían la clasificación y la traducción, formas que en su resistencia abren
la conciencia "a los vaivenes del viento" (54).
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