“Las voces que no callan”, por Carolina Bartalini
Aparecida, de Marta Dillon. Buenos
Aires, Sudamericana, 2015, 208 págs.
Hay un atributo de Buenos Aires que es inobjetable: las librerías de la calle Corrientes y sus horarios extendidos de atención. Viernes a la noche, local de Callao y Corrientes. Me acerqué esta vez con un objetivo preciso: conseguir el nuevo y esperado libro de Marta Dillon, Aparecida. Apenas entré lo vi en la mesa de novedades, lo agarré con ansiedad, como si fuera un texto buscado hace tiempo, y no apenas una semana. Lo sujeté entusiasmada -la tapa y contratapa perfilan una luminosidad y un encanto estremecedor- y seguí caminando entre los pasillos atiborrados hacia el sector filosofía para revisar, como siempre, la letra B. B de Benjamin, uno de mis blancos predilectos desde que descubrí, un tanto tardíamente, con el Diario de Moscú, que además de ser uno de los pensadores más significativos del siglo XX, es un escritor amigo, un querido compañero. Agarré dos, Calle de mano única, porque no lo tengo en papel, y Cuadros de un pensamiento, que abrí al azar y encontré, debajo de un título sugerente (“Breves malabarismos artísticos”), lo siguiente:
No
todos los libros se leen de la misma manera. Las novelas, por ejemplo, están
para ser devoradas. Leerlas conlleva el placer de la ingestión. No se trata de
identificación. El lector no se pone en el lugar del héroe, sino que incorpora
lo que a éste le pasa.
Me
suspendí en la lectura unos instantes, eso era nuevo y promisorio, era, además -lo
sabría un rato después- un epígrafe para mi lectura apurada y voraz de Aparecida. Fui a la caja con mi pequeña
pila de libros, dispuesta a tener que descartar algunos. Todo lo que viene,
llega con ventura, todo lo que no, espera su momento. Se compra lo que se lee,
nada más. Me resisto, por anacronismo o exceso de religiosidad, al libro como
objeto-mercantil, prefiero, en cambio, el libro como objeto-íntimo, cada uno
con su aura, su encanto, el
vislumbramiento del aquí y ahora, su rito de origen, su historia de lectura. No
obstante, la mayoría de los libros de mi biblioteca no recuerda su historia a
mi lado, pero otros sí. Y en general, esos son los más trascendentes, quiero
decir, los más reveladores, porque de ellos surgieron voces, armaron ideas,
movilizaron, me escupieron sus palabras en la cara hasta tener que parar para
limpiarme el asco o las lágrimas, la bronca, el amor o el espanto. Un poco es
así la historia de Aparecida.
Aparecida,
un texto que suena a novela pero no lo es exactamente. Un texto que sugiere
crónica en la contratapa, pero el relato está escrupulosamente organizado en
pasado, excepto cuando no habla del presente, cuando cae en la nebulosa del
recuerdo y la niña habla desde su tono, una cadencia sutilmente diferente a la
protagonista, que permite reconocerla y extrañarla. Un texto que se advierte
como autobiografía pero se concreta en un tiempo actual, el tiempo del relato
del hallazgo de los huesos, los “restos óseos” de la madre de la autora. Un
relato que irrumpe conmovedor desde el inicio y potencia sus sentidos de manera
abrumante. Un texto que rompe con el leitmotiv
de las narraciones de los hijxs de desaparecidos porque no relata una
búsqueda sino un cierre, lo cual es decir, que la relata de manera oblicua,
atravesada en la vida, constituyente de una vida, ensordeciendo la vida, y desmantelando
la lectura hasta el no poder más.
“No
puedo más”, pensé cuando llegué a la mitad. Quisiera seguir, quisiera
desvanecerme por siempre en el relato, quisiera hacer algo, actuar, formar
parte de ese universo, poner mi cuerpo en esas palabras, romperme en pedazos,
abrazar, sostenerme en otros brazos. Es una sensación de agobio y de esperanza,
agobio porque el ritmo narrativo nos lleva al extremo de la desesperación por
arribar al final anunciado desde el inicio, enterrar a la madre, volverla
muerta, hacerla aparecer desde su propia ausencia, desde su misma corporeidad,
cerrar un espacio y al mismo tiempo abrir otro. Esperanza es la que queda por
llegar a esa escena, que inevitablemente no se cuenta, o al menos, no se cuenta
como sí se hace el proceso para sí. Es más la espera que el arribo, es más la
estela de la madre viva que la imagen de su comenzar a irse en el camino de los
muertos. Ésta es una de las potencias del relato: suspender al lector en la
experiencia de la espera, hipnotizarlo. Primera potencia de la que se deriva la
segunda, sin causas y efectos, la fuerza de una voz sólida, que se busca a sí
misma, que grita pero muta hacia el susurro, el silencio, o la incertidumbre,
sin perder nunca tampoco la certeza de su poder en todos los sentidos: una
literatura de introspección, análisis y reflexión, de denuncia sin caer en la
proclama, una prosa poética y política con conciencia de sí.
Poética,
tenaz, avasallante, deslumbrada. Aparecida,
con sus dobleces, con su espalda y sonrisa de frente. Con ese amor feroz, y una
tristeza destemplada. Política, militante, experimental. Aparecida, con sus fotografías descriptas, con los datos de una
investigación persistente, con los resabios del caos buscando siempre
desentrañar el orden, la completitud. Con sus colores, sus texturas, sus voces.
Su embriaguez. Su amor.
Tuve
que frenar, tuve que dormir, para despertar al día siguiente deseando retomar
una lectura que, sabía, me perturbaría por siempre. Así es como sé que eso,
esos papeles compaginados y cosidos, ese objeto con fondo marino, esa cosa que
quedó entre mis sábanas ingresaba con dulzura y violencia en el círculo íntimo
de los libros que hacen y dejan huella. Porque la literatura es intromisión, es
espanto, es deriva y al mismo tiempo compulsión. La literatura que vale la
pena, la que arrastra con todo, con el tiempo, con las necesidades inmediatas,
con la vida, para la vida. Es por eso, esto, una escritura desde el margen,
desde la pulsión. Una escritura inmediata sobre un texto honesto, salvaje y
auténtico. Una reseña que no espera a la calma del sosiego para la crítica bien
entendida. Porque no quiero hacer eso, no pretendo desmembrar este texto, ni
considerarlo como solamente un enunciado, un producto, una consecuencia. Sin
embargo, no es sólo enunciación, no es sólo atmosfera, aunque la imagen del
presente pise fuerte, con sus climas, con sus escenas del exceso y la
preparación. Hay una historia necesaria y urgente. Hay un decir que es político
y polémico, una polifonía de discursos que se entremezclan y perturban, que
recomponen una historia, la historia
desde el plano de esa historia. La que fue y sigue siendo. Hay
una actualidad, y un pasado. Un conjunto de sensaciones que invitan a repensar
los límites del decir, las fronteras de lo audible. El umbral del dolor. Y la
carencia, la ausencia contrastada en un título que desafía el orden del
discurso, pero también las estructuras urdidas para soportar las huellas y las
búsquedas, la presencia de los padres que no están en la experiencia cotidiana
del dolor. Claramente, cada uno es diferente. Aparecida es el relato de un duelo que comienza a terminar con el
hallazgo de la madre, más de treinta años después de su secuestro. Pero
también, es el relato de la experiencia, es la experiencia de cómo moldear el
lenguaje, es el lenguaje trabajado, articulado y desarticulado, ofrecido y buscado. Un libro que excede su
referencia, desafío al orden y la gramática instaurada desde la oficialidad.
La
intransitividad del verbo aparecer
retumba, porque se lo retuerce hasta convertirlo en golpe: aparecer la muerte,
aparecer la vida, aparecer la comunidad, el amor, el recuerdo, la angustia, el
miedo, el desafío, la escritura, la letra, el cuerpo. Aparecer el libro sobre
la almohada cuando sube el sol, para despertar y seguir leyendo. Para no poder
decir basta, me rompe el cuerpo, me despoja de mí, y me trastoca en ecos,
sonidos, el ruido que no se va. Aparecida
es y no es una novela, pero de todos modos su efecto es voraz. Como en la cita
de Benjamin, todo el resto se detiene para suspenderse, para leer. Es y no es,
dialécticamente. Como su título.
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