“Una lectura de Albanegra”, por Rafael Felipe Oteriño
[Texto leído en la presentación del poemario Albanegra, de María Casiraghi (Alción, Córdoba, 2015). Buenos Aires, Museo del Libro y de la Lengua, 12 de agosto de 2015.]
El primer poema de Albanegra está rodeado de melancolía y de preguntas sustantivas: “¿Cómo será este lugar cuando nadie lo mira?”, “¿existirá tu casa/ cuando te vas de viaje?”, “y el mundo/ sin humanos/ sin sol/ ¿será real?/ ¿será verdad?”. Son inquietudes que parecían estar formuladas desde una concepción idealista del pensamiento, según la cual las cosas existen en relación directa con el sujeto que las piensa. Algo así como decir: ¿qué será del mundo cuando cierre los ojos? Sin embargo, leído el poema desde la perspectiva mayor que le da el libro en su conjunto, lejos de relacionarse con una mirada cerrada sobre sí misma, que no puede ver más allá de su entorno, de lo que se trata es de una subjetividad limpia, llena de frescura, animada de un candor –al que podría llamarle inocencia– que deja ver una primera tristeza ante la amenaza de desamparo que acosa a las personas y que para alguien sensible comprende también a las cosas. Y ésta es la tónica del libro y el nervio que lo sostiene a lo largo de sus no breves cincuenta y tres poemas. Una interrogación sobre lo que trae y lleva la vida, que da nacimiento, como veremos, a un ademán de sutura, de reparación, de cobijo, llevado a cabo por quien se sabe protagonista a partir de la intercesión de la palabra poética. Aquellas son preguntas que las personas se hacen al promediar una cierta edad y no en el albor de la vida, como en el caso de María. Pero su sensibilidad la hace anticiparse a los tiempos cronológicos y dar lugar a una meditación que hoy nos regala este libro intenso y comprometido.
Podemos saber de ella
a través de lo que escribe, tanto o más que si procuramos conocerla a partir de
sus datos de identidad. De la lectura de su poesía adivinamos vínculos
familiares –padres, hijo, hermano– realidades sociales, amistades, descubrimientos
fortuitos, ciudades conocidas, gustos y penas, viajes realizados. De Nazca a la
ciudadela de los Incas, de un hotel con vista al mar a una luna en el cielo, de
Copacabana a La Paz, de Ituzaingó a la mina de Cerro Chico; y la estepa
patagónica y la inundación de la ciudad vecina y la Plaza de Mayo rumorosa y la
salteña y familiar San Lorenzo. Como si fuéramos llevados de la mano, asistimos
al fuerte olor de nuestra América, al soliloquio de la esperanza que tanto
lugar ocupa en estas tierras y al coloquio íntimo de dos mujeres que en
susurros desgranan sus sueños. Pero también participamos de la invención de lo
maravilloso en el vuelo de un parapente suspendido en la inmensidad o en el
barrilete del chico que, con su elevación, impone mirar el cielo y merecerlo. Tomamos
nota de su condición piadosa, que acostumbra a detenerse en lo callado y en lo privado
de voz. Un día nos preguntamos con Teuco qué era lo que más admirábamos de
nuestras respectivas mujeres y él no dudó en señalarme que la solidaridad para
con el débil era el rasgo que lo seducía de María. De esta naturaleza es la
textura biográfica de su poesía. De esta madurez está hecho Albanegra. De esa atención es el fruto de
cada uno de sus poemas.
Menos interesada por
los objetos que por las personas, María fija su atención en los destinos de las
personas, buscando exorcizar el flanco desventurado de la existencia. Es lo expresado
en el bello poema “La moneda y el tiempo”, en el que nos recomienda un andar
pausado para escuchar y hacer propio el paso de los días: “Si la obsesión del
mendigo es la moneda/ la mía –señala– es la línea del tiempo/ que más quisiera
yo que se vuelva circular”. Es decir, de amorosa continuidad. En la segunda
parte se detiene en la labor de la memoria. “La infancia es el último
presente”, dice, “después// esa luz que veías/ viaja hacia atrás” (…) “debes
sentarte siempre mirando la estación que viene…”. Y es, a la vez, una poesía
que crea memoria: del amor y la muerte como orillas indelebles, de la soledad,
la esperanza. Del empeño por darle a todo eso temperatura y significación humanas.
Su técnica es en apariencia simple, pero está asistida por la sugestión poética.
La mirada se detiene en lo más próximo, para extraer de allí una figura emotiva
que, convertida en lenguaje, nos llega con la fuerza de una lección. La anciana
decrépita “parada dentro de un metro cuadrado/ en las rejas de su propia
entrada”, y “La dama de la escoba” que “dormía sola/ bajo las estrellas”, y esos transformistas cuyos nombres son ahora
Lorenza, Patricia, Jimena, Luis, Ángel, que “quisieron cambiar de cuerpo”, y “Simón
el minero”, que “duerme/ dentro de la mina”, porque “sólo allí puede soñar/ con
el niño muerto”. Son los desconocidos, los pobres anónimos, que pueblan con su
lágrima la atmósfera amparadora de estos poemas.
Permítanme detenerme
en otro poema. Se titula “Ritos” y quiero destacarlo porque pone al descubierto
la implicancia moral que también está contenida en el libro. Las tres primeras
estrofas expresan los supuestos de hecho que conducen al horizonte de pureza
que, como elección y destino, se apunta en la estrofa final:
Para lavar los manteles blancos
preciso un
río
una ronda de
mujeres cantarinas
una sonrisa
cómplice
y verdadera
un secreto
femenino.
Para acunar
un niño
preciso más
que mis brazos
una feria arcaica
donde rimen las rimas
y mujeres
hechizadas
y hombres
huyendo.
Para coser
las polleras
me hace falta
el sol
una luz
matinal
que se filtre
lenta
por las
ventanas
(…)
Y concluye:
Habrá que
encontrar
una fuente
ancha y tibia
donde hundir las
manos
y que salgan
limpitas
desde el
fondo del agua
las épocas
felices.
El poema no termina
con un signo de interrogación, sino con la confesión de un imperativo: “Habrá
que encontrar/ una fuente/ ancha y tibia/ donde hundir las manos…”. Lo que
comenzó siendo una visión se convierte en un anhelo. Cuando se creía haber alcanzado
un saber, la vida nos pone a las puertas de un nuevo comienzo.
Como vemos, el libro
es la sublimación de un viaje por sitios, individualidades, episodios y
confidencias. No es extraño que así sea. Los poemas se desarrollan en paralelo
con la actividad laboral de María, que es la de descubrir a contingentes de
hombres y mujeres la geografía física y humana de nuestras ciudades y países. Inquieta
y sedentaria a la vez, ella no para de recorrer el mundo y de darle cabida
privilegiada en el poema: tiene por qué hacerlo y tiene con quién hacerlo. Con
la cámara en mano de su poesía, nuestra amiga anda detrás del relámpago que le
permita documentar la vida con la transparencia de esa otra fuente de la
literatura que es el “diario”. “…y yo tejo // con agujas eternas/ tejo la
sombra del mundo/ despacito/ despacito // y la pongo a salvo.”, señala con ademán
protector. Así escribe una poesía de valor testimonial que, a la manera de un
collage –y esto quiere ser una alabanza, destacar un mérito–, da contenido a su
apasionado “estar aquí, en el mundo”. Ante la resistencia de la razón –contra
la cual libra otro de sus combates–, sabe ponerse del lado mágico de la
existencia, donde se juega la verdad poética, e inclinar, de este modo, la
balanza. Y esa verdad poética escribe el estatuto de este libro “incurablemente
semántico”, como dice Montale refiriéndose a la poesía de nuestro tiempo. Un
existenciario: eso es. Igual que la vida de la que proviene y hacia donde se
proyecta.
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