“Vallejo biopolítico: notas de lectura”, por Diego Bentivegna
Una experiencia del
mundo, de César Vallejo. Prólogo y compilación de
Carlos Battilana. Buenos Aires, Excursiones, 2016, 130 páginas.
Ben Hur. Metrópolis. La quimera del oro. En las crónicas que
César Vallejo escribe desde Europa y que se reúnen en este volumen al cuidado de
Carlos Battilana, el cine, tanto en sus versiones europeas como en la ya
irrefrenable expansión de la industria norteamericana, es una de las
experiencias culturales que se registran con mayor insistencia. Para Vallejo, podrá
pensar el lector que se acerque a este libro, el cine es tan importante como la
pintura o como la poesía. Cuando en la década del veinte Vallejo (reside en
París desde 1923, cuando se va definitivamente de Perú después de un período en
la cárcel en el que escribe la mayor parte de los poemas que se recogen en Trilce) envía sus crónicas europeas a
diferentes medios hispanoamericanos (entre ellos, a la revista Amauta, dirigida por Mariátegui, sin
duda el momento constitutivo para pensamiento crítico de matriz marxista en
nuestro continente) el sonoro estaba en ciernes y todavía era posible pensar al
cine como una experiencia relacionada con un silencio total. “Se olvida que la
música debe ser excluida radicalmente del cinema y que uno de los elementos
esenciales del séptimo arte es el silencio absoluto”, escribe Vallejo en
“Contribución al estudio del cinema” (Mundial,
Lima, 1927), un artículo en el que explora un espacio mudo del arte, casi
místico, en un momento anterior a la introducción del sonoro y a su
configuración como industria cultural internacional. El cine espeja, en cierto
sentido, la mudez del indio
americano, que Martí había señalado en “Nuestra América” y que regresa en el substractum quechua que Mariátegui lee
por debajo de los versos de los dos primeros libros de Vallejo. Más que de un
arte de la palabra y del relato, la imagen en movimiento era aún un arte del
gesto, donde formas que habían sido erradicadas de la cultura burguesa –un
cultura que se dirigía a una suerte de marcada afasia gestual– encontraban un
lugar de supervivencia.
Es en la experiencia del cine como arte total y al mismo
tiempo, paradójicamente, como un más allá del arte donde se cifra algo de la la
potencialidad política que aún hoy reside en los textos de Vallejo. Algo que
espeja y expande una dimensión que la poesía de Vallejo pone en primer plano,
desde el verso inicial de Los heraldos
negros hasta los textos dispersos, escritos al calor de la guerra civil,
que confluyen en España, aparta de mí
este cáliz: una poética, y una política, de la vida. Es esta recurrencia de
un léxico asociada con lo humano y, en general, con la vida lo que explica la
insistencia en los escritos de Vallejo de figuras que, como los muertos
vivientes, las cruzas entre primates y monos, el enfermo de los nervios y el loco, interrogan la relación entre bios y zoe, entre mecanismos de control y vidas desnudas, entre
capitalismo y locura. Las figuras que pueblan las crónicas del poeta peruano y
que nos siguen inquietando son figuras biopolíticas, que se instalan en un
linde, pero que al mismo tiempo lo cuestionan. Vallejo da cuenta, por ejemplo,
del experimento del científico ruso Sergei Voronoff, que afirma haber injertado
el ovario de una humana en una mona, la posibilidad de intervención en el
cerebro concebido como un órgano “sintético” o del fenómeno de los muertos
vivientes. “No hay que olvidar –afirma Vallejo en “Los enterrados vivos” (Mundial, Lima, 1929)– que la
comprobación de la muerte por medio de los métodos propuestos por fisiólogos y
a los que alude el doctor Farez, ofrece serias dificultades científicas, cuya
solución depende de la sensibilidad particular de cada médico más que de las
fórmulas y reglas generales.” Lo político en Vallejo es, más que una toma de
posiciones ideológicas preconcebidas y más, sobre todo, que una serie de
declaraciones enfáticas que evidencian que se sostiene un discurso; es centralmente
una zona de sentido en la que se ponen en juego posiciones en torno a la vida y
sus relaciones complejas con los lenguajes.
Organizados en tres grandes bloques (“Experiencia del
mundo”, “Relatos sociales” e “Iluminaciones”), los textos en prosa que
Battilana reúne en Una experiencia del
mundo arman un mapa de los desplazamientos del intelectual latinoamericano
del siglo XX. Es un mapa de los espacios de significación que escritores como Vallejo,
tensionados entre sus antepasados indígenas y sus abuelos españoles, entre las
sierras peruanas natales y las grandes urbes de América desde donde llega
información y “cultura”, entre la vida cultural latinoamericana y los centros
mundiales, relevan, recortan y, sobre todo, cargan de sentido.
París, en la estela del viaje modernista y de la irradiación
de Darío, es, por supuesto, el espacio desde el que Vallejo participa en los
debates en torno a la condición de una literatura moderna en América Latina. La
selección de Battilana, que habría que leer a trasluz de la compilación
publicada en 2014 por Fondo de Cultura Económica con el título Camino hacia una tierra socialista, a
cargo de Víctor Vich, vuelve a proponer lo que, hoy por hoy, es uno de los
textos canónicos para pensar las literaturas de vanguardia de esta parte del
continente: el artículo “Contra el secreto profesional”. Allí, luego de
recorrer algunos de los elementos constitutivos de las vanguardias en lengua
española y de mostrar su filiación previsiblemente europea, Vallejo se
distancia, en un movimiento, de cierto latinoamericanismo enfático que asocia con
Gabriela Mistral y su condición post-modernista y de cierto localismo
universalista, que encuentra en el Borges de Fervor de Buenos Aires y de la púdica vanguardia rioplatense.
Las crónicas de Vallejo son una visión del mundo proyectada
por un desplazado. Diseñan a su modo una geopolítica mundial, escandida en
grandes espacios, cuyos núcleos de significación son las grandes urbes. La
capital francesa es el meollo de signos, la cripta de sentido para la escritura
vallejiana. Sin embargo, la experiencia
del mundo en Vallejo es también la experiencia de otros espacios urbanos,
espacios que dan forma y que, al mismo tiempo, hacen de lo mundial un campo de
tensiones. París es Breton y es el neotomismo de Maritain, son los comunistas y
es Maurras, es el cine de Buñuel y son los ballets rusos, es Proust y el
partido comunista más desarrollado de occidente, es el cine y es el comienzo de
cierto turismo de masas. Es, en definitiva, el presente absoluto postulado por
las vanguardias. Pero París es, al mismo tiempo, la capital del siglo XIX, es
Baudelaire y son las barricadas. Moscú –donde se prefigura una sociedad futura
(más cercana a lo que realizará el postfordismo que a los socialismos reales) en
la que “el trabajo y el placer” no se excluyen, sino que son complementarios– y
Nueva York funcionan, en cambio, como ciudades futuras: como espacios de
sentido en los que se dirimen las articulaciones entre arte y política, pero
también entre política y vida. “La civilización –afirma Vallejo en un artículo
dedicado a la pasión creciente en las ciudades europeas por los animales
domésticos–, en vez de acrecentar el amor entre los hombres, cualesquiera que
sean su raza o su nacionalidad, acrecienta la xenofobia”. La figura política
que evocan no es la del ciudadano,
sino la de aquel que define de manera a menudo trágica la experiencia del siglo
XX: la condición del extranjero, del expatriado, del refugiado. Y es, también, la condición del bombardeado (“al
amanecer una ciudad como Saint Denis, verbigracia, no será sino un montón de
escombros humeantes donde yacen cuarenta mil cadáveres, entre los cuales
circulan algunos locos, antes de agonizar”, “Cómo será la guerra futura”, de
1929). Las maniobras aéreas en Vincennes, Londres o Zurich no son para el poeta
peruano reuniones bellas y anecdóticas. En ellas se inscribe el dominio militar
y criminal del aire que supone, como dirá pocos años más tarde Carl Schmitt, un
nuevo nomos de la tierra que llega
hasta nosotros (Yemen, Siria, Irak) y que Vallejo ya entrevé en los años
posteriores a la primera guerra mundial.
“Nosotros, en frente de Europa, levantamos y ofrecemos un
corazón abierto a todos los nódulos de amor, y de Europa se nos responde con el
silencio y con una sordez premeditada y torpe, cuando no con un insultante
sentido de explotación”, leemos en el artículo “Cooperación”, publicado en un
diario de Trujillo en 1924, poco tiempo después de que Vallejo se instala en
París. En última instancia, para Vallejo ya no se trata de lidiar, como en el
primer modernismo al que el peruano vuelve de manera insistente (Darío, y en
menor medida José Martí, son para Vallejo –como enfatiza Battilana en sus
palabras introductorias– figuras desde las que explora su propia experiencia de
mundo, su propio Canto errante) entre
París y la Real Academia. Ya no se trata, tampoco, de pensar una poética en el
marco de la disputa por el eje cultural del mundo hispánico (Madrid, México o
Buenos Aires). La economía literaria de Vallejo es, en este punto, más compleja:
es una geopolítica global, una percepción del mundo que busca un medio nuevo de
expresión, como se propone, por ejemplo, en el artículo titulado “La confusión
de las lenguas” (1926) o en “Duelo entre dos literatura” (1931), donde Vallejo
sostiene una concepción política proletaria
de la lengua como exploración de una “lengua de las lenguas”. No es la búsqueda
de una entonación propia, no es ni el idioma de los peruanos ni el idioma de
los argentinos, aquello que postula el poeta, no es tampoco la lengua surrealista,
convertida ya en una serie de procedimientos previsibles o controlables (“Autopsia
del surrealismo”, 1930), sino un lugar eminentemente político donde la “propia”
lengua deviene siempre otra cosa. A diferencia de Borges y de lo que es hoy más
bien una versión aceptable, civilizada y depontenciada de cosmopolitismo
latinoamericano, no se trata de que el escritor latinoamericano pueda
apropiarse de toda la “tradición occidental”, sea lo que fuere ese enigmático
conjunto de materiales culturales, sino de percibir las tensiones y los
conflictos que pueblan esa tradición y que, en realidad, la constituyen.
El “Poema conjetural” de Borges, sin duda su texto en verso
más logrado, retoma y confirma la tensión constitutiva entre civilización y
barbarie; Vallejo, en cambio, en una línea que lo acerca a los Ranqueles de Mansilla y a “Nuestra
américa” de Martí, pone en crisis esa dicotomía y nombra al sujeto político
latinoamericano como “bárbaro”. Si esa tradición es, básicamente, una tradición
letrada, configurada como una memoria escrita materializada en un sistema de
formas y de citas, una tradición textual accesible a través de un click o
legible en una biblioteca, el horizonte de la escritura vallejiana reinstala en
un lugar determinante, como plantea recientemente Agamben en una breve aproximación
al poeta peruano, otra figura: la del analfabeto “por el que escribo” del “Himno
a los voluntarios de la república”, que abre España, aparta de mí este cáliz. En efecto, los escritos de Vallejo
son políticos de manera constitutiva,
en tanto más que acentuar el modo en que todo, absolutamente todo, deviene en
algún punto texto, ponen en evidencia una distancia, el hiato y el silencio
entre la posibilidad de trabajar la voz del subalterno y el hecho de que ese
subalterno hable, diga o escriba, como la B que escribe con un dedo grande en
el aire que traza Pedro Rojas en el libro dedicado a la guerra de España. La
distancia, si se quiere, entre experiencia y transmisión, entre praxis y
lenguaje, entre ser y palabra. Evidencia así los huecos políticos de ese
pantextualismo. Hace explícitos sus espacios de fuga.
Para ello, Vallejo se detiene en sus textos de más marcado
carácter político en la crítica a pensar desde América latina en términos de
copia, de reproducción acrítica de experiencias europeas. Es una crítica en la que
Vallejo incluye tanto a las instituciones de carácter republicano y liberal,
que contribuyen, después de la conquista española y de la independencia a
“finiquitar nuestras formas indígenas de vida”, como a un marxismo acrítico, calcado
de la Tercera Internacional. No es casual, pues, que el recorrido ensayístico
de Vallejo se cruce con el de dos de sus coterráneos más lúcidos, como José
Carlos Mariátegui –con su concepción del marxismo latinoamericano como un
marxismo creativo– y Víctor Raúl Haya de la Torre –con su planteo de una
posición indoamericana como nueva articulación de la Stimmung política y cultural del continente–. No es casual,
tampoco, que haya llegado hasta nosotros una grabación del Che Guevara en la
que recita el primer poema de Los
heraldos negros. El modo en que Vallejo se posiciona en relación con la
tradición es un modo heteróclito, es una filosofía
de la praxis. No propone habitarla de manera despreocupada, no procura contemplarla
desde el espacio relativamente clausurado de la biblioteca babélica, sino vivirla
en la tensión de elementos heterogéneos que nunca llegan a fundirse, operar con
ellos desde una posición mestiza como formas de conjurar una idea de cultura y
de política que, en palabras del propio poeta, “no nos han dado ningún
principio nuevo de vida”.
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