“Cruces bilingües”, por Rosana Koch
Vivir entre lenguas, de
Sylvia Molloy. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2016, 77 páginas.
¿Qué
particularidades adquiere la literatura cuando la escritora compone su obra
desde la distancia, desde un lugar extrañado? ¿Qué subjetividad se configura a
partir de los desplazamientos, cuando el espacio nacional se abre en una nueva
mecánica global y el espejo de la identidad se multiplica en imágenes
irresueltas y sin retorno? Y más aún, ¿qué espacios lingüísticos se negocian
cuando se convive con más de una lengua? Vivir
entre lenguas, de Sylvia Molloy, es una sutil meditación que recorre estos
cuestionamientos.
Edgardo
Cozarinsky auspició de presentador del libro –además de
compartir con Molloy la misma estética del desplazamiento– y en su discurso
destacó que la singularidad que había encontrado en la obra fue que el abordaje
del plurilingüismo lograba adoptar magistralmente una perspectiva doble. Por un
lado, la experiencia de vida a partir de la mirada autobiográfica, y por el
otro, la experiencia creadora a través de la reflexión lingüística y literaria.
De esta manera, el texto –en su propia hibridez genérica– se convierte en una
travesía a través de la cual los espacios autobiográficos, ficcionales y
ensayísticos se permean y entrecruzan productivamente para configurar una
modalidad del funcionamiento de la escritura de Molloy, signada por la
movilidad y una singular ductilidad: la anécdota autobiográfica desencadena la
reflexión crítica y, a su vez, procedimientos del ensayo ingresan a la ficción
porque se revela la pericia de la escritora.
Los
relatos breves –son treinta y tres– pueden leerse como ejercicios de reflexión
que exploran la experiencia del plurilingüismo, no sólo desde anécdotas
personales, recuerdos familiares y vivencias, sino que la reflexión transita
por otros autores que han adoptado otras lenguas: George Steiner, William H.
Hudson, Jules Supervielle, Elie Wiesel, Elías Canetti. La exposición
fragmentaria que adopta la obra, regida por cortes y disrupciones, ilustra la
experiencia de desajuste que el ir y venir entre lenguas produce en ese sujeto
que, en una condición flotante, queda escindido entre dos o más mundos.
El
cruce entre lenguas forma parte constitutiva de la historia familiar de Molloy.
Como plantea la autora, “el inmigrante y el hijo del inmigrante se piensan en
términos de lengua, son su lengua”
(10). Con su padre hablaba inglés, con su madre español, con su hermana
alternaba entre ambos idiomas; el francés llegó posteriormente, alrededor de
los ocho años de edad, para compensar el idioma que la familia de la rama
materna le había negado, primero a su madre, y luego a la escritora, “fue más
bien una recuperación” (9). De esta manera, la adquisición de las tres lenguas
no fue simultánea, sino gradual, además de que “se tiñen de afectividades
diversas” (9) y ocupan territorios, por momentos, delimitados: el colegio
bilingüe al que concurría, por ejemplo, se dividía en inglés por la mañana y
español por la tarde, la escritura crítica le es privativa al francés e inglés
y la escritura ficcional al español. Sin embargo, cuando se dispone a escribir
algo nuevo y le cuesta comenzar, recurre, en un “acto de contaminación
saludable” (70) a otro idioma para abrirse camino. Al fin y al cabo, el
discurso de Molloy no busca categorizar ni fijar certezas, como lo plantea la
frase final del libro, “Después de todo, ¿en qué lengua soy?” (76), su mirada
siempre se presenta en estado de interrogación.
Habitar
simultáneamente diferentes casas lingüísticas no es cómodo, ni tampoco un
“vuelo directo” (56), según lo plantea George Steiner cuando recuerda cómo su
madre comenzaba una frase en un idioma y lo terminaba en otro, y “los idiomas
volaban por toda la casa” (56). Para Molloy, el entre-lugar lingüístico no
tiene que ver con un espacio compartido de resolución armónica. En tanto lugar
fronterizo, indeterminado, donde lo propio y lo extranjero se entremezclan en
una distancia indiscernible, vivir entre lenguas es sentirse a la intemperie, unhoused –según Steiner–, en traducción
permanente, “sabiendo que lo que se dice está siempre siendo dicho en otro lado” (68) y que la opción de un
idioma implica “el afantasmamiento del otro pero nunca su desaparición” (24).
Estas
herencias familiares, traslaciones y transacciones constituyen marcas
permanentes en el cuerpo de la escritura de Molloy, además de que se refuerzan
con su itinerancia biográfica: la autora terminó sus estudios en Francia, hace
más de cuatro décadas que vive en Estados Unidos, y aun así mantiene un
contacto permanente con la Argentina, su país natal. “Elaboro ficciones
personales de regreso”, dice Molloy en Poéticas
de la distancia (2006), título sintomático que persigue la tarea de
caracterizar los diversos modos en que el escritor desplazado, con su “estética
migrante”, se inscribe en el cuerpo impreciso de la literatura nacional, “sin
poder descifrar sus contornos” frente a las nuevas coordenadas globales que
describen con mayor insistencia itinerarios nómades. Si todo extranjero es
fundamentalmente un traductor, Vivir
entre lenguas puede considerarse como la manifestación estética que ese
desajuste del ejercicio de traducir plantea. Vivir afuera del país de
pertenencia supone una manera radical de percibir la incertidumbre (unheimlich) y experimentar el pasaje o
zigzagueo –el “switching”, al decir
de Molloy– entre una lengua propia y una ajena. En este entrecruzamiento
lingüístico, que es geográfico, cultural y principalmente vital, Molloy elige
su lugar (entre-lugar) para vivir y escribir.
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