“La danza de la rosa”, por María Casiraghi
Quien haya visto a una bailaora de flamenco sobre un tablado sabe que
es una mujer que sufre danzando, que ama, pero dolorosamente, y a través del
movimiento de su cuerpo, sus brazos, sus zapateos, se afirma, con modo
imperativo sobre la tierra; se planta, se rebela y al mismo tiempo se entrega.
Y es esa dualidad femenina lo que seduce al espectador. Algo así como una sensualidad
desconsolada. Así es la poesía de Gisela Galimi, así su último libro donde con
belleza y talento desnuda las paradojas de su “alma gitana”.
El libro consta de dos partes, presentadas en su título como dos
libros, Flamenquitos, refiriéndose a los 11 poemas que se desprenden de
las diversas manifestaciones del flamenco y que funcionan como un preámbulo de
los otros poemas, cuyo subtítulo es “la rosa en-cantada”. En este
segundo bloque, más largo y más rotundo, la aprendiz de flamenco da un salto y
se anima a interpelar a poetas mayúsculos acerca del significado de la rosa, y
en definitiva de la poesía.
La unidad entre ambas partes se da no sólo por la intensidad poética de
Galimi, sino por el diálogo que establecen acerca de las posibilidades del
lenguaje para indagar sobre el cuerpo, el amor y el olvido. Los poemas de Gisela
son instantes, relámpagos imperativos que parecen dar la orden: baile, cante,
toque, y así se cumple: sus versos te tocan, te cantan y te mueven, y al
leerlos o al oírlos algo se destapa, se despierta, como cuando olemos una flor
y se nos abre el pecho, como cuando empieza la primavera, y sonreímos al tiempo
que dolemos, porque en cada primavera reflorece la nostalgia de todas las
primaveras.
El libro comienza con una confesión, el miedo de dar los primeros pasos
en el “tablao”; la solución, llevar la mirada hacia el horizonte, pasar por
alto los agujeros, transformar las “maderas en puente” (8). A lo largo del texto,
conviven los opuestos, el amor y el desamor, la entrega y el despecho, y una
sensual melancolía atraviesa los versos como en el poema “rouge” (9), como si
al danzar estuviese hablando a un amante, cuyo recuerdo persiste, repetitivo, imborrable,
igual que el monótono “golpe de martillo” y “la letanía del cante” (15). En “soleá”
(uno de los más bellos del libro), la mujer poema, encarnada en una bailaora
solista que es quien suele representar este palo –gran lamento del flamenco en
su máxima expresión–, confiesa una pena pasada, tan suya, tan secreta: “Una vez
lloré una lagrimita /(tus pestañas las rejas/de mi pena), /la guardé en una
cajita negra, /es sólo mía, no quiero/ ni que dios la vea” (17). Así, necesita
del baile y de la gestualidad, para expresar aquello que la palabra no alcanza. Y lo hace experimentando sobre sí misma,
sobre su materia, como si toda ella fuera un poema: “algunas veces /no cabe /en
el cuerpo /la palabra, /exuda piel /sale en caricia”.
“Nunca entro bien en
tiempo” (25) se lamenta la aprendiz y describe sus fracasos, sus pasos
equivocados al intentar bailar, acaso símbolo de una espera que vas más allá
del baile, algo más profundo, que requiere una inmensa paciencia y un largo
aprendizaje: soportar la paradoja, hasta amarla. En “Final por sevillanas” (29),
los opuestos se unen y entran en el “bosque del poema”, donde Gisela logrará cumplir la sentencia poética de Vicente
Huidobro, haciendo “florecer” la rosa en sus versos.
En “Creador” (35) desglosa su nombre G-i-s-e-l-a,
con ingenio y verdad como si fuera su carta de presentación a un amante pero
también al mundo. Hacia el
final del libro, en “Poetas” (67), la autora arriesga una evidencia acerca de la
rosa, acerca del arte, de la palabra, y del amor. Y llamativamente, pero no por
azar, de las citas que anteceden a los poemas de la rosa en-cantada, la autora
adscribe únicamente a la de una mujer, Gertrude Stein, quien en la reiteración
del nombre de la rosa define la identidad de la rosa. Una alquimia que termina
aniquilándose en la visión, como sucede en el verso que cierra este poema y que
alude a otro de Alejandra Pizarnik:
Pasó de Rilke a Borges
idealizada,
creían que era de uno
y era de todos,
jardineros ciegos,
extranjeros de la flor.
Pessoa no la quiso,
Federico con su sangre
la volvió paloma.
Sólo una mujer la puso en su sitio
-una rosa, es una rosa-
todo para que ella
se pulverizara los ojos.
Así
cierra también este libro, cuyas imágenes siguen resonando en el lector en
forma de pregunta. Las respuestas también desaparecen. Y permanece la poesía.
Como bien expresa el poeta Felipe Oteriño en su libro Una conversación
infinita: “Un poema es un tejido de palabras, en cambio la
poesía es lo que queda cuando las palabras se han desvanecido".
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