"Una pequeña proeza", por Betina González
Adentro tampoco hay luz de Leila Sucari. Buenos Aires, Tusquets, 2017, 208 págs.
Estas cosas cuenta con pulso propio Adentro tampoco hay luz, la primera
novela de Leila Sucari. Es un libro escrito en capítulos que son como saltos,
donde la linealidad cronológica de los hechos importa menos que contar el
descubrimiento de la maravilla del mundo (en este caso, también del contraste
entre campo y ciudad) que hace la protagonista.
Muchas veces se dice que la novela de
iniciación narra el momento exacto en que el niño o el joven dejan de ser tales y entran al
mundo adulto. Ese descubrimiento en El
guardián en el centeno, por ejemplo, tiene que ver con una renuncia. La
farsa, la injusticia, la hipocresía de los adultos asquean a Holden Caulfield a
tal punto que decide no participar. Otros textos de este género presentan ese rito
de pasaje como una pérdida o el fin de la inocencia, una melancolía con la que
nosotros, lectores ya participantes (acaso arrepentidos) de ese mundo infame,
nos relacionamos casi desde la añoranza. Adentro
tampoco hay luz hace algo un poco
diferente. Uno de los logros de la novela de Leila Sucari es mantener en
suspenso el juicio de la niña frente a los adultos que la rodean durante toda
la novela –la abuela cruel que mata pollitos, va a los velorios a comer y
desprecia a su hija; la madre enamorada de un joven que no para de meditar al
mismo tiempo que admira la belleza de la prima adolescente; ese mismo joven silencioso
que un día desaparece–. Crear una voz infantil capaz de narrar todo eso es, sin
duda, una pequeña proeza. Y la estructura en fragmentos o escenas potencia la
capacidad y la sensibilidad de esa mirada. Poco importa que la protagonista
pase a la adolescencia durante su relato, no es eso lo que importa (de hecho,
la niña oculta que “ya es señorita”, algo que nos da un indicio sobre la
necesidad de conservar su punto de vista privilegiado). No importa tanto ese
pasaje porque lo que cuenta Adentro
tampoco hay luz no es una historia de iniciación clásica en la que prima la
nostalgia por la inocencia perdida. Eso, me parece, aún no se ha perdido en esa
historia: su logro es contar el momento previo, casi inaccesible para la
mayoría de nosotros, por más que esforcemos la memoria. Lo que se cuenta,
entonces, es el presente de un descubrimiento. La historia mil veces escrita,
que nunca nos cansamos de leer, sobre cómo un niño es capaz de maravillarse y
hasta de aterrorizarse ante la compleja variedad del mundo que lo recibe. La
protagonista de esta novela ve y describe ese mundo con frescura y asombro, de
ratos ama, odia, teme, de a ratos también entiende y protege a los adultos de
su familia que, en su mirada, se revelan seres frágiles y complejos, bastante
desorientados ellos mismos por el mundo que han creado y en el que ahora no les
queda otra que vivir.
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