“Zama: control y descontrol en el continente Martel”, por Florencia Eva González



Es difícil olvidar la novela Zama para quién la haya leído. Por la fuerza de sus imágenes, por los dilemas del protagonista un americano en tiempo colonial y por el despojamiento progresivo del estilo que abre más interrogantes que certezas. Adaptarla para cine requiere tomar decisiones que pueden torcer un sentido u otro sobre el ser americano y español en América, y requiere otras resoluciones más, como la de traducir cinematográficamente la primera persona introspectiva de quien lucha contra la fragilidad que siente, y a la vez, niega. Lucrecia Martel, entonces, debe tomar decisiones conceptuales, más allá de la imagen, y requiere hacerlo para convertir a Zama en un film. Y el resultado es una película que no tiene antecedentes en la filmografía argentina, por su monumentalidad, complejidad y riesgo.
Zama, la esperada nueva obra de Martel, invita a debatir largamente, a hablar durante mucho tiempo de esta película en eso no defrauda– y ofrece dudar de cualquier definición última o sensación primera. Esas percepciones errantes que inspiran la película corresponden a una pertinencia de la novela con el film si consideramos que una de las lecturas de Zama es que se trata de un relato sobre la identidad, la identidad diaspórica que tanto padecemos como festejamos, pasajeros en tránsito, en el terreno fantasmal de la existencia.

“Asqueroso mirón”

Entre una multiplicidad de voces que entremezclan una lengua que se adivina guaraní, se distingue esa frase en español. Un grupo de mujeres desnudas en una orilla pantanosa, descubre a Diego de Zama y así el film deshace, bajo un cielo fotográficamente pintado, la primera persona de la novela. La voz que la novela repliega sobre sí misma, es abandonada por Martel para dar lugar a la polifonía. ¿Quién sorprende a quién? ¿Son las mujeres que espían a Zama o es al revés? El juego está abierto.
Desde el comienzo, la decisión de Martel es que lo americano brille en un paisaje vivo, exultante en salvaje transformación. Una amalgama refulgente que bien logra producir embeleso como temor. En su contrafaz, lo español luce decadente, envuelto en un sueño de tiempo gastado, como los diarios viejos que envuelven las copitas con noticias de Europa más nuevas que las que se conocen por entonces. El mundo español vive de los restos mientras que lo americano se muestra como un tratado pictórico, sublimado, extremadamente fotográfico y artificial. Un modelo para armar, contemplar y extasiarse. Nada salvaje, contenido. Y así, florecen aromas entre animales que acompañan, mueren y que parecen tener pensamiento, surgen y desaparecen sus cuerpos que pueden tocarse con los ojos, con el agua, con el aire y también fusionarse con el fuego o con la tierra roja. Descontrol controlado por la cámara recontra encuadrante y preciosista de Martel. Alboroto calculado de negros, aborígenes, criollos, españoles, todos esclavos atrapados en una misma imagen, en una coreografía dantesca, perfecta, milimétrica hasta el paroxismo. ¿Es así América? ¿Sería así? ¿Será? El tiempo confunde. Todo está en su lugar: escenografía, vestuario y personajes pintados con tonos rutilantes de un clima que transporta a un lugar hipnótico. Así de espectral es la espera de lo que nunca va a suceder. Y así de poética es la descomposición de la materia histórica y literaria, del tiempo y el espacio que produce Martel, más allá de los actos y circunstancias que puedan narrarse.
A la indefinición de las intenciones se le impone un poder estricto en lo visual. La extrema elaboración de las imágenes con énfasis en el detalle sin perder el conjunto, derroche sin límites entre fantasía y realidad. De esa forma Martel narra lo americano, pendulando y haciendo proliferar sensaciones olfativas y gustativas dentro del encuadre furioso de la imagen. En la perfección formal y en la fruición compositiva con cuidadísimos planos, conviven reencuadres y una coreográfica disposición de cuerpos en una apariencia fingidamente subrayada por una música extradiegética que deja dudas. Por su parte, la indefinición de las lenguas que igual se comprenden, huye de toda funcionalidad vibrando en sus apariciones, en sus figuras, en su oscilación.
En este punto, Martel, directora que ha realizado tres largometrajes filmados con estilo despojado y sugerente, y en donde prima el fuera de campo y los lugares cualquiera en el amparo de cierto “naturalismo”, sorprende con un film de superproducción como un abanico donde se pueden rastrear huellas de vanguardia, del romanticismo, del barroco, del impresionismo. ¿Exagero? Martel exagera. Y es que la impronta de Zama tiene en cada movimiento, una forma literal y una reinterpretación, merodeos de melancolía, burla, mascarada, deformación. Multitud de estilos en una vacuidad monstruosa.
A diferencia de sus otras películas, Zama muestra y muestra. Pero no abandona el fuera de campo en una exuberancia de la imagen que no deja de revelar sus enigmas. Si en La mujer sin cabeza, por ejemplo, hay espacios vacíos, vaciados, quietos de perspectiva, geometría de angustias, en Zama, hay multiplicación de planos, iluminación Rembrandt, puesta en escena felinesca, detalles minuciosos en el sonido. El dominio del arte cinematográfico, mayormente en espacios exteriores, es excelso, y la artificialidad de la imagen coloca un valor plástico convirtiendo al paisaje y a las criaturas circundantes, en metafísica pero también en corporidad, en conflicto sensorial de texturas, sonidos y olores. Dentro del film parece librarse una lucha descarnada entre existir y no.
Zama es el Corregidor del lugar, un personaje sombrío, detenido en la añoranza de un pasado que no existió y en un destino que no llegará como se espera. En la última parte, se interna en la indómita naturaleza del paisaje americano donde conoce la intemperie y la pérdida de esperanza. Entonces descubre que el enemigo que persigue, Vicuña Porto, está a su lado, encubierto como soldado igual que él. Como castigo por la delación –informó sobre la presencia oculta del bandido–, le cortan las manos. El antiguo Corregidor se queda sin la posibilidad de la escritura y de la ley. Esa mutilación se torna una forma de lo americano, inconcluso, un monstruo hecho a pedazos, un Calibán mutilado que vive de soñar lo que hubiera podido ser y no será. Zama es frustración, un exiliado del mundo y de la existencia. Su cuerpo no parece contenerlo. Desencajado, es un americano que desprecia lo americano, un leal al oscuro poder del monarca que espera le retribuya con un traslado lejos de esa ciénaga. La imposibilidad lo convierte en heredero y profecía de las relaciones de dominación coloniales. Su destino es el desarraigo, como las manos de su cuerpo, principio de la búsqueda errante de la identidad sito en un lugar pululante, en un diálogo con el tiempo y la historia que se torna melancolía.
Diego de Zama es un criollo desplazado que pretende tener la dignidad y el prestigio social de un español pero no logra ser ni una cosa ni la otra. Y Ventura Prieto es su reverso exacto, un español con espíritu de rebeldía americanista, personaje central de la tercera parte de la obra que prefigura la figura del caudillo y que bien podría ser, como dice Jimena Néspolo, el mismo personaje del bandido Vicuña Porto, el asistente español que cree en los derechos indígenas. Son europeos alistados en la causa americana que contrastan con la admiración por lo europeo añejo de Zama que, incapaz de aceptarse como criollo, busca reconocimiento español sin percibir que su pasividad y vagabundeo es tomado como servil instrumento del régimen. América sólo existe en su cabeza para satisfacer urgencias. Lo demás, es miedo e incertidumbre.

El mono tremendo 

¿Dónde está el mono? Devuelvan al mono muerto. El film omite esa potente imagen del libro. ¿Será que estamos vivos y mancos, perdidos en una canoa, y no descomponiéndonos en la orilla? No mostrar el mono ni aludir a él, confirma otra decisión de Martel: que a la adaptación cinematográfica hay que vaciarla de erotismo. La mansedumbre de la tierra, la del gobernador, la de Luciana, la de Rita, o incluso la de Vicuña Porto, portan una resistencia pasiva de lo exterior, igual que la puesta de Martel mimetizándose con la indolencia de Zama. Un personaje gastado desde el comienzo que es colocado bien a distancia de un ser sexuado, a diferencia de la novela donde exuda lujuria en una carnalidad manifiesta en cada detalle. El film sofrena ese impulso, a puro ejercicio de control, distancia y mariconería afrancesada de pelucas y afeites. Las piezas ordenadamente desacomodadas no acceden al juego erótico/exótico que propone la naturaleza. Algo parecido al deseo se explicita hacia la mujer blanca como significación calculada de la Europa a conquistar. Intenta poseerla pero la amante no se entrega presentándose tan esquiva como su traslado. El film suprime o sólo sugiere relaciones con otras mujeres; con las europeas que idealiza, con las americanas que desprecia.Y allí otra decisión: no aliar lo americano a ninguna voluptuosidad. Los sueños eróticos y los escarceos amorosos de la novela están anulados. Ahí hay otra medición y como resultado, la impostura, la perspectiva de una mirada externa.
Las apariciones de niños (distintos siempre) –lo que sería el niño rubio en la novela que aparece cuatro veces–, conducen a una nueva decisión: suprimir el elemento onírico o fantástico como construcción diferencial. El espejo que devuelve el niño como salvación, conciencia e imposibilidad, es la probable imagen de una América con rostro intercambiable, tempranamente atribulada pero sabia.

“Tengo un plan que nos hará regresar como héroes”

Son las últimas palabras de Parrilla (representado por Spregelburd), un prisionero como él, que parece tener una idea antes que de un tirón termine ahogado. Esta escena, como un latigazo, nos coloca en un sitio, un punto entre imposibilidad e ironía. El film sostiene ese tipo de extrañeza tiñendo el relato sin separación posible entre lo real y lo imaginario.
En la última escena, Martel descontrola un poco las partes y desencadena un final más lúdico pero más desencantado aún. El vértigo brinda una pátina renovada al fracaso. Un caballo que mira al espectador parece contener una nueva conciencia y Zama, desenfocado, luce desarticulado y lejos, allá en la orilla. Un mundo se descubre perdido entre violencia, gozo y misterio. Si había ensoñación, el registro se vuelve más tangible, y el cuerpo, apático, demuestra que la vida ya no es sueño para Zama sino una deriva hacia algún lugar indómito. Un espacio “entre”. Y debajo en el agua, los peces del principio del film y de la novela, no se ven pero se escuchan. Están. Existen recordando que la permanencia es lo no fijo. La pelea por transcurrir.
El fracaso amoroso, personal, social, económico y militar parece desplazarse hacia el narrador como una renuncia a actuar sobre las cosas. A la frustración derramándose en el relato, Martel le contrapone el derrumbe de las separaciones de lo grotesco y lo fantástico, y ordena un pasaje constante en el movimiento transformado de lo humano a lo animal, de lo animal a lo vegetal, de lo vegetal a la materia inorgánica, de lo inorgánico al bullicio de lenguas, y así. El fracaso como motivo narrativo es puesto en entredicho por una experiencia del tiempo en pretérito compuesto: la incertidumbre, el destino abierto aunque este sea la muerte.
Zama, entre el derroche y el orden, focaliza en identidades, lo humano e inhumano en una existencia que restituya la pertenencia natural-material, animal y vegetal en lo humano. Nosotros, americanos, descendientes de la miseria y del abandono como los hijos de Zama, perseguimos una lengua nueva como probamos nuevas maneras de contar, de filmar y de pensarnos. Sin categorías fijas, las formas se adivinan entre reconocibles y no, e incluyen giros arcaicos con otros inventados e inasibles. Palabras e imágenes que, al andar rodando en la furibunda región de las programadas escenas, se ocultan y develan. Y en la obsesión por el dominio del oficio, esta película se presenta como un ovillo lleno de puntas a ser exploradas. 

Ficha técnica:
Zama (Argentina, Brasil, España, Francia, México, Portugal, Holanda, EEUU), 2017, 115 min.
Guión & Dirección: Lucrecia Martel
Basada en la novela Zama, escrita por Antonio Di Benedetto.
Elenco: Daniel Gimenez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Mariana Nunes, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese.

Fotografía: Rui Poças
Arte: Renata Pinheiro
Vestuario: Julio Suarez
Sonido: Guido Berenblum (ASA)
Productora – Rei Cine, Bananeira Filmes

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