“De moscas y divinuras”, por Adriana Mancini
Mosca
blanca mosca muerta, de Ana Ojeda. Buenos Aires, Bajolaluna, 2017, 133 pags.
Un
estudio realizado en un geriátrico italiano presentado por Franco Rella en su
ensayo En los confines del cuerpo revela que los viejos (los eufemismos son
denigrantes, considera Roland Barthes) inventan sus recuerdos. O mejor,
transforman sus recuerdos en aquello que hubiesen querido que fuera y no
aquello que se supone que fue o pudo haber sido. Se sabe que los recuerdos son
lábiles y la memoria es selectiva, la selección se ejercería sobre lo
acumulado “en algún recóndito rincón del cerebro, fuera del alcance de la
blanda manito de la memoria” (Ojeda 121).
Sylvia
Molloy, admirable crítica y escritora argentina cuya vida transcurrió entre las
pinzas de dos lenguas y dos países, a propósito de su estudio sobre las autobiografías
afirma que al escribir el recuerdo este se recompone liberándose del acto mismo
de recordar. Diríamos entonces que para fijar un recuerdo, el que sea, el que
surja, hay que escribirlo. A partir de allí, ya la memoria no oscila ni
trastabilla, se serena.
Es
claro que esta novela de Ana Ojeda ancla un recuerdo. Un recuerdo que se prolonga
y que abarca casi toda la vida de una niña en su devenir una joven: Oana Ban. El
nombre es sugestivo y nos acerca a la mano que diseña el personaje: una “mosca blanca” que va saltando desde un
pequeño departamento del barrio de Boedo –en el que habita con su familia numerosa–
a la escuela del barrio; a la escuela de danza del Teatro Colón; a la colonia
del Club Ferro Carril Oeste; al Club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires; al
Colegio Nacional de Buenos Aires; a la Facultad
de Filosofía y Letra de la UBA –sedes Puán y 25 de mayo– donde estudia letras e
idiomas. Todos los espacios que acompañan al personaje son marcadamente referenciales
y ambos imprimen a la novela rasgos indiscutibles de Bildungsroman. Un relato de aprendizaje que diseña a su protagonista
con líneas cargadas de vitalidad e ingenio. Sin embargo, el paradigma genérico
se desdibuja con una estrategia narrativa que consiste en atribuir el recuerdo a
ese mismo personaje transitando la “cuarta
edad”, atiborrado de malicia, rebeldía y desparpajo hacia sí y su entorno. Una suerte de “Lola” vernácula, el personaje irreverente
de la historieta homónima de Dickenson y Clark. Así, la novela de
aprendizaje se narra desde un itinerario que comienza en el presente de la vieja
hacia un singular Juicio Final y una muerte narrada con un tono poético exquisito
que contrasta con el registro de lengua que atraviesa firme y sin fisuras el relato. Quizá podría pensarse que
el recuerdo, o la necesidad de fijar el recuerdo, de mayor densidad y peso
específico en el equilibrio del relato asfixia a la Oana Ban en su “cuarta
edad” hasta llevarla a su fin vital acaecido en poético silencio al final de la
novela. O quizás, en afán de resaltar su singularidad –una mosca blanca– y
fijar su relato de aprendizaje intenso, la protagonista lo expande hasta que el recuerdo da paso a la construcción del
relato de una vejez y muerte –la mosca muerta– fijándola en el deseo de que así
fuese. En este caso se invierte la debilidad de los viejos que recrean su
propio pasado para transformarse en el temor de los jóvenes a la propia vejez y
la respectiva muerte.
En
la novela de Ojeda, el recurso de mantener el registro de habla que caracteriza
al personaje se complementa con un punto de vista que se desplaza constante en
línea recta hacia ambos sentidos. Se acerca hasta confundirse y mimetizarse con
la joven que alguna vez fue en perfectos y calculados discursos indirectos libres
–“Independencia y Boedo, hogar de abu Dagmar” (15)–, o se aleja hasta expresar
la voz denigrada de ese barrio de tango habitado por una clase mediabaja o mediamedia
integrada por intelectuales que aspiran a una educación de elite para sus descendientes, exponiéndolos a soportar las minucias
diferenciales de clase (para la joven que sale del colegio marca diferencia
tomar la línea del Subte D que va a Palermo, como lo hacen la mayoría de sus
compañeras, o la línea E que va a Boedo –terminal
Vierreyes– donde el Teatro Colón pasa a ser el “Treato Culón”). El recurso elegido
para la representación de la lengua que, dijimos, satura el relato, se abisma
en su puesta en escena: “en la Republiqueta de Boedo se atropella a lo macho, a la que te criaste” (15). Y la voz narradora “atropella a lo macho” y “a lo que te criaste”
la enunciación de los recuerdos de su Oana Ban en la “cuarta edad”. Las expresiones
no tienen matices. Lugares comunes de la lengua, cristalizaciones, uso
metafórico peyorativo para nombrar (“yarará”, “mosca blanca", “mosca
muerta”) se suceden hasta la exasperación; rayan en el grotesco, rozan la
parodia, no dan tregua.
Abu
Dagmar vivió hasta los ciento dos años y murió de aburrida porque ni el cáncer,
ni el paro, ni ATC (sic. Leáse ACV) pudieron con ella, que seguía boqueando en
el comedor de su departamento, rodeada de un ejército de auxiliares
analfabetas, baratas y con tiempo libre en alquiler. Qué final. Ocho metros
cuadrados de comedor y en ellos: cancerbera cuidadora, sobrina al dope llegada
desde el cono urbano para entretenerla, bebo recién nacido de parienta no
identificada que lo aporta en valet parking ‘un par de horitas’ mientras hace
trámites en Capital, alfombra marrón agujereada a fuerza de taco bajo, las
cucarachas, la laucha llegada a través del desagüe que no se quiere ir. (59)
Sin
embargo, en algún momento la voz narradora se distancia hasta lograr una
expresión de origen incierto en la novela que alude a escritores consagrados de
la literatura argentina. Sea el caso del comienzo del capítulo 5, “Chau gran
pasión" que comienza así: “La vida es una sucesión de (…)” (59). Hilachas
de una lectora formada; anzuelo para lectores ingenuos.
Para
finalizar, dos palabras, literalmente, que aparecen en la novela de Ana Ojeda.
Una:
“Enriedan”. “Las alas se me enriedan”. Este sintagma no pertenece al relato. Si
hubiese sido así podría alcanzar cierta verosimilitud según el lugar en el que
el punto de vista se instala en la recta de la narración. Es el subtítulo del
capítulo 7. Y los subtítulos no pertenecerían al narrador sino a la autora. En
ambos casos, los sujetos son egresados del Colegio Nacional Buenos Aires en
cuyo ingreso, en las clases de lengua, insisten hasta el hartazgo que enREdar es un verbo regular mientras que apretar (sin una RE pura) es irregular. ¿Otra
provocativa decisión de la autora? ¿O una fisura en la memoria?
Otra:
“Divinor”. Una palabra que aparece en las descripciones de Oana Ban, pero quienes
conocimos a la inolvidable Adriana Astutti sabemos que ella la acuñó –o la puso
en evidencia–, en una oportunidad en la que describió un bello plumero, objeto
que valoraba infinitamente. Las palabras no tienen dueño, por cierto, se
incorporan al anillo de usos del lenguaje; por eso, tomemos la presencia de la
palabra Divinor en la novela de Ana Ojeda como homenaje a esa valiosa mujer que fundó y llevó adelante, afrontando dolorosas vicisitudes, una editorial
–Beatriz Viterbo– que nos enorgullece como mujeres de letras.
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