“Los tiempos del agua”, por Rosana Koch


El río, de Débora Mundani. Buenos Aires, Editorial Corregidor, Colección “Narrativas al Sur del Río Bravo”, 2016, págs. 221.


El río, novela que inaugura la colección “Narrativas al Sur del Río Bravo” y que fue galardonada en 2015 por el Premio Casa de las Américas, transcurre en un escenario natural que recorre las aguas fluviales del Delta del Paraná, y exhibe, desde su título, la omnipresencia del río, un espacio constituido por una temporalidad que fluye, que no se presenta como estática ni inerte, sino que en el devenir de sus aguas se va construyendo el relato. Los sujetos que se asientan en sus orillas son testigos y víctimas de su respiración, fluctuante, a veces bravía, y a lo largo de su cauce van construyendo los pilares de su vida y sus prácticas cotidianas. Personajes introspectivos, de pocas palabras y vidas solitarias, le imprimen un carácter silencioso a la prosa poética de Débora Mundani.     
Son dos las imágenes que, según las palabras de su autora, han dado origen a la escritura de esta novela. Una de ellas es la de un hombre que se adentra río arriba llevando el cuerpo sin vida de su madre. El comienzo de la novela recrea esta historia personal: los días de Horacio y su madre, Helena, transcurren tranquilos y solitarios en el Delta del Paraná. Cuando Helena fallece, el hijo debe navegar por primera vez río arriba, “donde los aguas se confunden” (27), para cumplir la promesa de su madre: enterrarla en su pueblo natal, Trinidad. Coloca el cuerpo en un cajón de álamo pelado, le cruza los brazos, los apoya sobre su vientre y le pone en sus manos hortensias lilas. Con ayuda de su amigo Rubén, mete el cajón en su lancha para emprender el viaje. Dispuesto a desarraigarse de esas aguas conocidas, “porque nunca se le había dado por remontar el río” (27), el relato se va organizando a partir del desplazamiento del personaje por las aguas que, paulatinamente, amplifican su violencia por la sudestada, “El caudal del río estaba cada vez más alto y era imposible saber si navegaba el Paraná, una isla o algún pueblo ribereño” (104). Nadie se pierde en el fluir ininterrumpido de las aguas, porque el río, que también es metáfora del tiempo y la identidad, en su recorrido –que no acepta hiatos sueltos entre el pasado y el presente– va a reconstruir y unir, sabiamente, los hilos dispersos de las historias de Helena, Horacio y Juan.
La otra imagen, cuenta la autora, es la de cadáveres flotando en las aguas del río. Si bien el río va articulando el espacio privado de los personajes, por otro lado, su fluir también pone en escena un drama social que apela a la memoria colectiva, porque el río también es marco de la explotación y la lucha de clases. “El mercado de brazos”, título del segundo capítulo, expone las condiciones de esclavitud, los abusos y castigos de aquellos hombres que, con la falsa promesa de una ganancia rápida, constituyen la mano de obra para las plantaciones de yerba mate del Alto Paraná. “En total eran ciento veinte, incluyendo mujeres y niños” (45).  Juan, el protagonista, “se conchabó en Posadas, el mayor mercado de brazos del Alto Paraná. (…) Andaba solo desde hacía tiempo. Aunque bastante chico, ya había pasado por distintos obrajes, trabajando duro, ahorrando lo que podía para armarse una chacra en la Candelaria” (39). En su personaje se exhibe la violencia y el maltrato ejercido a fuerza de rebenques en la espalda. Las rebeliones y planes de fuga para lograr huir de esas condiciones de opresión, muchas veces concluían fatalmente con los cuerpos de los trabajadores que bajaban por las corrientes fluviales, “venían flotando en medio del río, uno detrás de otro formando una columna” (68). En este sentido, El río se conecta con el tono denuncialista que expone El río oscuro (1943), de Alfredo Varela y su posterior versión cinematográfica Las aguas bajan turbias (1952), dirigida por Hugo del Carril. Disuadirse, entonces, de la obstinada presión textual de armar genealogías, resulta improbable en este caso. Si bien el paisaje del río Paraná, desde las crónicas de Ulrico Schmidel, fue abordado por escritores que, desde variadas perspectivas, hicieron del Paraná la materia de su experiencia poética, el epígrafe de Haroldo Conti que inicia la novela, “El río es memoria” –dejando de lado la matriz política que opera en su interior– revela un camino de voces con las que este espacio  dialoga: con el Paraná de Horacio Quiroga, con el de Enrique Wernicke en su obra La ribera (1955), con Juan José Saer –el último capítulo, titulado “Un río sin orillas”, presenta una leve deformación con el título de la obra del autor santafesino- y Juan L. Ortiz.
Para Débora Mundani, el río es reinvención, una elección estética que la autora ha decidido seguir explorando y es, especialmente, su lugar de construcción poética.

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