“Una fenomenología de la palabra”, por Martín Sozzi
El
empleo del tiempo: poesía y contingencia, de Carlos
Battilana. La Tablada, El Ojo del Mármol, 2017.
¿Qué es trabajar?
Hacia el mediodía
sin literatura qué
adorar, perjudicado por pasiones
que no comprendo,
retomo mi tarea
ordenadora.
Carlos Battilana, “Una historia oscura”
“Ganado tengo el pan:
hágase el verso”. Esa línea inicial del poema “Hierro”, de José Martí, plantea de forma
ostensible la relación entre el dinero y el arte propia de la modernidad. Los
“ruines tiempos” a los que alude el poeta cubano, en un texto fundante del modernismo
latinoamericano –el “Prólogo” al Poema
del Niágara– manifiestan un estado de situación en el que el reino del
capital afecta profundamente las condiciones para la creación artística,
transmutada también en mercancía. La necesidad de manutención relega el trabajo
poético al reino de la noche y al tiempo del descanso; el espacio productivo
del mercado se contrapone con el lugar “ocioso” de la poesía; el tiempo lineal,
progresivo y mensurable del asalariado, se opone al tiempo sin tiempo, al fluir
temporal, caprichoso y recurrente del que necesita el artista. Dos poemas de
Battilana –poeta de una obra sólida que viene desarrollando desde hace más de
veinte años– esquematizan esta relación complicada: “Aturdidos por el trabajo”,
señala un verso del poema “Cómo despedir a un padre”; afirmación contrapuesta a
la de estos otros versos de “Filatelia”: “Y admiro/ esa labor/ artesanal/ la precisión/ que requiere/ el cuidado/ de una tarea
ociosa”. En la tensión entre esos dos órdenes –el trabajo alienado, el ocio que
da lugar al proceso creador– y en la opción por uno de ellos, se juega gran
parte del contenido de este libro.
Pero
este no es un libro de poemas, sino de ensayos minuciosos y sutiles
distribuidos por Battilana en dos secciones. La primera, “Una autobiografía
afectiva”, reúne textos en torno a temas diversos, pero unificados por la
impronta personal de una perspectiva que nos recuerda la afirmación con que Michel
de Montaigne encabeza sus Ensayos:
“Yo mismo soy el tema de mi libro”. La escritura poética, la tarea docente, la
figura de Rubén Darío, el club San Lorenzo de Almagro, el vínculo con su hijo
Marcos, los poetas del tango y su relación con la tradición poética, la imagen
de Luis Alberto Spinetta constituyen acercamientos que el autor realiza desde una
aparente dispersión que se ve conjurada por una mirada común, personal, íntima,
que busca analizar esos objetos lejos de la reiteración de eslóganes o de
verdades previas. En este sentido, el primer texto –“Escribir un poema”– guía
el gesto general del libro: la escritura poética –señala Battilana– “desactiva
la fluencia o la apatía del lenguaje en el interior de un nuevo horizonte”.
Este carácter renovador del lenguaje poético, renovador de la propia pereza del
lenguaje ordinario, permite sopesarlo de otra forma: al pasar por la experiencia
del lenguaje de la poesía, el idioma cobra nuevamente el peso que había perdido
en el habla cotidiana. Si bien –como señalamos– los textos que conforman el
libro no son poéticos en sentido estricto, llevan en sí la perspectiva descubridora
y transformadora de esa práctica. La mirada de Battilana permite meditar sobre los
objetos que analiza a la luz tenue y cuidadosa que imprime su voz y nos
recuerda la siguiente afirmación de Badiou-Tarby (incorporada por Alberto
Giordano, 2015): “Un acontecimiento no es por sí mismo creación de una
realidad; es creación de una posibilidad, abre una posibilidad. Nos muestra que
hay una posibilidad que se ignoraba. En cierto modo, el acontecimiento es solo
una propuesta”. Y la
mirada de Battilana descubre posibilidades. Alejado de la crítica académica
dura (y anquilosada), el autor traza linajes personales y desnaturaliza la percepción
para otorgar interés a hechos que, de otra forma, podrían resultar menores (como
su relación afectiva con el club San Lorenzo de Almagro).
Al desintegrar los hechos, al desarmar los objetos y alcanzar sus restos últimos, al analizarlos –en el sentido etimológico de la palabra, esto es, disolverlos, diluirlos– Battilana logra percibir un substrato último, un sentido escondido, que le permite acceder a una imagen renovada de los fenómenos. Lejos de las certezas tranquilizadoras y establecidas, emprende una tarea de búsqueda, en cuyo intento aparece despojado de seguridades torpes frente a los acontecimientos a los que dedica su atención. De esa forma, recupera la idea del ensayo concentrada en los mejores practicantes del género desde el ya mencionado Montaigne, su iniciador. El hecho de acercarse al tema a tratar con una mirada fenomenológica, permite a Battilana repensar el objeto o el acontecimiento desde sus elementos constitutivos y, a partir de una indagación falsamente inocente –ya que no está exenta de teoría largamente meditada y que evita la jerga–, consigue descubrir lo que permanecía oculto. Textos calculados y madurados, en los que cada palabra aparece con la precisión de un mecanismo (analógico) de relojería.
En la segunda sección, “Experiencias de lo transitorio”, Battilana se ocupa de una serie de poetas. Organiza un pequeño canon personal, una historia mínima de la literatura, una genealogía privada. Transitan, así, las obras de Juan Manuel Inchauspe, Darío Canton, Liliana Ponce, Estela Figueroa, y otros que produjeron sus obras a partir de los años 90, que son analizadas con meticulosidad. “Poeta menor”, “artista casi secreto”, “huida del énfasis”, “amor a lo mínimo”, “imágenes minúsculas”, “voz tenue”, “sin estridencia”, “alejado de la poesía enfática”, “artesanía verbal”, “fraseo lacónico” son algunos de los sintagmas que reaparecen en los análisis y que el autor destaca en estos poetas alejados del centro del canon. Poetas “menores”, como el mismo Battilana señala, para quienes ese rótulo no resulta una desacreditación, sino un elogio, y que establece la elección deliberada de una tradición poética marginal en cuya estela se insertan. Para el autor, la poesía consiste en un trabajo (casi) secreto, artesanal, que manipula materiales pequeños y livianos como las estampillas de su poema “Filatelia”. Trabajo que se caracteriza, también, por un modo de enunciación alejado del estilo sentencioso, las certezas, el énfasis y los dictámenes grandilocuentes, y en el que las palabras recuperan un sentido que, en la automatización inevitable del lenguaje cotidiano, se había perdido. Es en esa línea que debe entenderse esta afirmación que Battilana efectúa en la evocación del poeta Jorge Leonidas Escudero: “La muerte de un poeta afecta a los hablantes de una lengua”.
El empleo del tiempo propone una visión personal del mundo y de la literatura. Señala que lejos de leer diferentes manifestaciones de ese mundo con la velocidad asignada por los tiempos de la eficiencia y el progreso, que imponen sus visiones cristalizadas, es necesario demorarse para poder percibir lo que no aparece en la superficie. Frente al trabajo maquinal que impone el neoliberalismo, frente al tiempo enloquecido y el ritmo frenético del mundo de los negocios, frente a los “ruines tiempos” señalados por su querido Martí, Battilana recupera el artesanado y el trabajo manual, con su cadencia propia, con su ritmo pausado y meticuloso. En esa demora –parece decir el libro– es posible pensar, quitar el velo que oculta las relaciones naturalizadas, las verdades establecidas y consagradas, y aspirar a una utopía: la de recuperar el sentido prístino de un decir. En ese gesto se juega el carácter político del libro en el significado más profundo que puede asignarse a esa palabra, y que nos recuerda –nuevamente– una sentencia de Montaigne: “He aquí un libro de buena fe, lector”.
Al desintegrar los hechos, al desarmar los objetos y alcanzar sus restos últimos, al analizarlos –en el sentido etimológico de la palabra, esto es, disolverlos, diluirlos– Battilana logra percibir un substrato último, un sentido escondido, que le permite acceder a una imagen renovada de los fenómenos. Lejos de las certezas tranquilizadoras y establecidas, emprende una tarea de búsqueda, en cuyo intento aparece despojado de seguridades torpes frente a los acontecimientos a los que dedica su atención. De esa forma, recupera la idea del ensayo concentrada en los mejores practicantes del género desde el ya mencionado Montaigne, su iniciador. El hecho de acercarse al tema a tratar con una mirada fenomenológica, permite a Battilana repensar el objeto o el acontecimiento desde sus elementos constitutivos y, a partir de una indagación falsamente inocente –ya que no está exenta de teoría largamente meditada y que evita la jerga–, consigue descubrir lo que permanecía oculto. Textos calculados y madurados, en los que cada palabra aparece con la precisión de un mecanismo (analógico) de relojería.
En la segunda sección, “Experiencias de lo transitorio”, Battilana se ocupa de una serie de poetas. Organiza un pequeño canon personal, una historia mínima de la literatura, una genealogía privada. Transitan, así, las obras de Juan Manuel Inchauspe, Darío Canton, Liliana Ponce, Estela Figueroa, y otros que produjeron sus obras a partir de los años 90, que son analizadas con meticulosidad. “Poeta menor”, “artista casi secreto”, “huida del énfasis”, “amor a lo mínimo”, “imágenes minúsculas”, “voz tenue”, “sin estridencia”, “alejado de la poesía enfática”, “artesanía verbal”, “fraseo lacónico” son algunos de los sintagmas que reaparecen en los análisis y que el autor destaca en estos poetas alejados del centro del canon. Poetas “menores”, como el mismo Battilana señala, para quienes ese rótulo no resulta una desacreditación, sino un elogio, y que establece la elección deliberada de una tradición poética marginal en cuya estela se insertan. Para el autor, la poesía consiste en un trabajo (casi) secreto, artesanal, que manipula materiales pequeños y livianos como las estampillas de su poema “Filatelia”. Trabajo que se caracteriza, también, por un modo de enunciación alejado del estilo sentencioso, las certezas, el énfasis y los dictámenes grandilocuentes, y en el que las palabras recuperan un sentido que, en la automatización inevitable del lenguaje cotidiano, se había perdido. Es en esa línea que debe entenderse esta afirmación que Battilana efectúa en la evocación del poeta Jorge Leonidas Escudero: “La muerte de un poeta afecta a los hablantes de una lengua”.
El empleo del tiempo propone una visión personal del mundo y de la literatura. Señala que lejos de leer diferentes manifestaciones de ese mundo con la velocidad asignada por los tiempos de la eficiencia y el progreso, que imponen sus visiones cristalizadas, es necesario demorarse para poder percibir lo que no aparece en la superficie. Frente al trabajo maquinal que impone el neoliberalismo, frente al tiempo enloquecido y el ritmo frenético del mundo de los negocios, frente a los “ruines tiempos” señalados por su querido Martí, Battilana recupera el artesanado y el trabajo manual, con su cadencia propia, con su ritmo pausado y meticuloso. En esa demora –parece decir el libro– es posible pensar, quitar el velo que oculta las relaciones naturalizadas, las verdades establecidas y consagradas, y aspirar a una utopía: la de recuperar el sentido prístino de un decir. En ese gesto se juega el carácter político del libro en el significado más profundo que puede asignarse a esa palabra, y que nos recuerda –nuevamente– una sentencia de Montaigne: “He aquí un libro de buena fe, lector”.
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