“Diario de un viaje”, por Rosana Koch


Cometierra, de Dolores Reyes. Buenos Aires, Editorial Sigilo, 2019, 173 págs. 


                                                     …estoy hablando de visiones que le cortarían el aliento al más macho de los machos.  En sueños veo los crímenes y es como si un aparato de televisión explotara y siguiera viendo,
      en los trocitos de pantalla esparcidos por mi dormitorio, escenas horribles, llantos que nunca acaban.                                                  
2666, de Roberto Bolaño


Unos frascos llenos de tierra, hojas verdes esparcidas a su alrededor, y unas velas ubicadas en el piso, en forma de círculo, iluminan unos carteles de cartulina en los cuales están escritos los siguientes nombres: Vanesa Evangelina Cano, Liliana Olguín, Gisela Romina Varela, Celeste Castillo, Silvia Ricci. El escenario es significativo: anuncia la visita a una escuela secundaria de Escobar de Dolores Reyes, escritora de la novela Cometierra. Uno de los tantos encuentros con sus lectores, porque el recorrido de la escritora por escuelas, medios de comunicación y universidades es intenso desde que su primera novela se convirtió en una de las más leídas desde su edición en mayo de este año. Por otro lado, los nombres que fueron ubicados por los alumnos al lado de las velas son nombres de mujeres víctimas recientes de violencia de género, por lo que el gesto emotivo funciona como mínima reparación y aliciente para seguir pidiendo justicia por los femicidios. Cuerpos silenciados, profanados, quemados, forjando una superficie biopolítica del desecho, del flujo de cadáveres, que acaso pugnan por no caer en la despersonalización y seguir acompañándose de sus nombres propios, de sus historias individuales de vida.
A partir del impulso que se generó con Ni Una Menos en junio de 2015 en la Argentina, las continuidades del movimiento social femenino han sido innumerables desde diversas esferas de intervención, hasta trascender las fronteras nacionales. Todas las expresiones artísticas, y por supuesto la literatura, no dejan de escribirse al calor de estos acontecimientos. Cometierra, en este sentido, es una novela que debe ser leída en ese contexto, en esa correlación inmediata sobre la cual produce sentidos.
Esa mañana temprano del lunes 4 de noviembre, el cielo se desplomaba en una lluvia copiosa. El vasto trayecto de regreso en auto, desde la casa de Dolores Reyes hasta la escuela en Escobar, repetía parte del escenario representado en la novela: atravesamos las calles de Pablo Podestá, lugar donde la escritora fue maestra durante años y actualmente secretaria de la escuela 41, y de refilón, apenas entrevisto en el fondo de un cruce de esquinas, logramos ver los portones del cementerio con el que se inicia la trama de Cometierra.
La primera escena de la novela captura el dolor de una niña que ve caer el cajón con el cuerpo sin vida de su madre en el agujero abierto del cementerio. Sobre la tierra que acaba de tapar su cuerpo inerte de la madre, ella toma un poco de tierra, se la lleva a su boca, cierra los ojos y logra ver cómo puño tras puño, su padre asesina a golpes a su madre. Desde ese momento, Cometierra, nombre también de la protagonista, tendrá el poder de la adivinación: “La fuerza de la tierra que te devora es oscura y tiene el gusto de un tronco de un árbol. Me gusta, me muestra, me hace ver” (13). Las imágenes del horror se van a repetir cuando la protagonista coma una vez más tierra. Esta vez la víctima es la señorita Ana. En su cuerpo-cadáver se inscribe una narrativa de la violencia que desdibuja el límite entre lo humano y lo animal: “Yo la había dibujado como la tierra me la mostró: desnuda, con las piernas abiertas, un poco dobladas para los costados, que hacían parecer su cuerpo más chico, como si fuera una ranita. Y las manos para atrás, atados frente a uno de los postes del galpón” (23).
La tierra –y el capital simbólico codificado que la representa desde la antigüedad– se convierte en la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos, y no es inocua, deja su marca en la vulnerabilidad del cuerpo, “La tierra era el veneno necesario para viajar hasta el cuerpo de María y yo tenía que llegar. Me acosté en el suelo, sin abrir los ojos. Había aprendido que de esa oscuridad nacían formas. Traté de verlas y de no pensar en nada más, ni siquiera en el dolor que me llegaba desde la panza” (73). De esta manera, la trama de la novela se va delineando en clave policial a partir de aquellos personajes que van en busca de Cometierra para encontrar a algún familiar desaparecido, mujeres especialmente.
La novela transcurre en el conurbano bonaerense, Pablo Podestá, un territorio que Dolores Reyes conoce perfectamente y que su topografía, mientras viajábamos en el auto, era trazada con la precisión de quien sabe en qué esquinas no se puede demorar nadie. Cruzando el nuevo milenio, en el campo literario argentino más reciente, el conurbano configura un nuevo escenario que se mueve con su ritmo –al son de Cri cri minal- y articula sus propios modos de habitarlo: sus alianzas, su lenguaje, su código y su tiempo. Su paisaje ofrece un dispositivo de visibilidad que es fuente de identificación y base para la acción colectiva y comunitaria. El Walter –hermano de Cometierra–, sus amigos y por último, Miseria, forman parte de este espacio de los afectos. Al mismo tiempo, ese mismo imaginario, zona desamparada por el poder estatal, que expone las desigualdades sociales y económicas, se convierte en territorio hostil, marginal, donde la muerte encuentra a sus víctimas: “Hernán, que se había alejado a tiempo la primera vez, ahora estaba muerto” (138).
Lo que sigue es el viaje por la ruta Panamericana entre charla y mates. Cuando llegamos a la escuela de Escobar apenas lloviznaba. Acaso fue una conjetura personal revelada por la mezcla del frescor de los árboles en primavera, la humedad penetrante y la lectura abrumadora de la novela, pero yo olía a tierra mojada



Comentarios