“Vivir para contarla”, por Hache Pavón



Tell, de Martín Lombardo. Madrid, Magma, 2019, 222 páginas.


“Digamos que Wilhelm Tell, instado por el gobernador Gessler, colocó sobre la cabeza de su hijo una manzana y lanzó, sin que le temblara el pulso, una flecha que atravesó por la mitad exacta la fruta que según la Biblia simboliza la tentación y la posterior caída en el pecado. El suizo salvó el honor de su patria, la suya, que buscaba identificarse con alguien, una patria que buscaba, por fin, salir a la luz. El héroe de un país que, en el momento de tan honorable acto, no existía ni figuraba en ningún lado” (p. 8). Con en este fraseo temprano, Martín Lombardo declara de qué va su novela: de la invención de una tradición, ya sea la de una nación, la de una literatura o la de una familia. Una nota, sobresaliente y muy argentina, es que se trata en el mejor de los casos de una tradición bastarda (hecha de cartas y de películas) y, en el peor, de una ausencia absoluta de tradición. Borges, que algo sabía de esto y que, en consecuencia, inventó sus propios linajes (el de las letras y el de las armas –el de la civilización y el de la barbarie), afirmó, en una clase que devino en un ensayo fundamental de la literatura argentina[1], que la tradición, como tema, es una apariencia o un simulacro (calificativos que, en otras ocasiones y en otros textos, atribuyó a la literatura). Esta aseveración y un astuto repaso por la poesía gaucha y por la poesía gauchesca, le permitieron arribar a la siguiente conclusión: “¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental” (p. 272).
La confrontación de estos dos pasajes, el de la novela de Lombardo y el del ensayo de Borges, nos sitúa frente a dos naciones, Argentina y Suiza, que atravesaron en distintos momentos la misma circunstancia patética: la falta de existencia. Las dos, al parecer, intentaron superarla mediante una narración heroica y la construcción de un héroe: Martín Fierro y Guillermo Tell. Como afirmó Borges, la marginalidad geográfica, histórica y cultural les permitía a los escritores argentinos, y a los arqueros suizos, navegar en la corriente de la cultura occidental. Lombardo asume como propia esa condición, pero en una jugada riesgosa decide acentuar esa marginalidad y se apropia de la cultura occidental a través un elemento menor: una manzana. Es la manzana, el fruto prohibido, la culpable de que Eva, la primera mujer, haya tentado a Adán, el primer hombre; la culpable de que Isaac Newton haya despertado de una siesta y postulado la ley de gravedad y, finalmente, la culpable de que Blancanieves haya sido envenenada por su malvada madrastra (curiosamente, ¿deliberadamente?, el autor olvida la manzana que desató la guerra de Troya). Así, desde dos naciones marginales o, más categóricamente, inexistentes, y con una manzana en la mano, Lombardo arremete con la empresa de inventar una tradición, apropiándose de todas.        
“<<Yes, tell me! Please, TELL ME>>. <<NO. TELL. ME. TELL! ME!>>” (p. 222). Finalmente, esta novela abreva, como tantas otras, en una antigua tradición narrativa, una más, que presume que se cuenta para vivir. En Las mil y una noches, el Decamerón y los Cuentos de Canterbury, por nombrar tres monumentos narrativos, se cuenta para vivir y, como resultado, se vive para contarla. Ahora bien, retornar a una tradición narrativa supone revisarla, sacarle la pelusa y ver, en definitiva, cómo, con el paso de los siglos, se vuelve extraña. “Contarla”, hoy supone no entender del todo lo que se cuenta, no entender nada o entender a medias. El que cuenta simplemente relaciona hechos, los teje en una trama, pero no los comprende. Asimismo, los que cuentan en Tell son, en primer lugar, un narrador en primera persona (Lombardo o Lombardi), protagonista que padece la historia y que viaja por ciudades europeas detrás de una misión que no entiende, pero que cuenta, como un viajero perdido, a lo largo de los once capítulos de la primera parte y los diez de la segunda y, en segundo lugar, un narrador en tercera persona que, al cabo, viene a re-contar y a re-ordenar los hechos. Pero este segundo narrador, como Lombardo ¿o Lombardi? (acá el desdoblamiento entre personaje y autor cobra toda la fuerza de la ambigüedad) y como las lectoras y los lectores de Tell, está perdido entre las cartas y los celuloides de un rompecabezas muy parecido a la vida.   
             
           





[1] Borges, Jorge Luis (1994 [1932]). “El escritor argentino y la tradición” en: Obras Completas, Tomo I. Buenos Aires, Emecé.

Comentarios