“CORONA-KILLERS Y OTROS DEMONIOS (7)”, por Florencia Eva González
Vida y lenguaje en cautiverio: Sade, Blanqui, Gramsci
Antonio
Gramsci concebía teatralmente a la sociedad, influido seguramente por la
amistad con Pirandello. Su reformulación del marxismo respecto a la
superestructura es posiblemente la más relevante, renovadora y sustancial del
siglo XX. Entre tantas líneas que desarrolla, la unidad entre pensamiento y
acción ofrece otra imagen del intelectual, aquella del “intelectual orgánico”
como constructor y organizador, contracara de aquel. Así: “el gran intelectual
debe zambullirse en la vida práctica, convertirse en un organizador de los
aspectos prácticos de la cultura si quiere continuar dirigiendo…” Cuando en
1947 fueron publicadas las Lettere dal
carcere provocaron una profunda conmoción en Italia porque se trataba de
una obra maestra. Uno de los mayores halagos surgió de quien no se encontraba
en su línea ideológica, Benedetto Croce: “el renovado concepto de la filosofía
en su tradición especulativa y dialéctica y no ya positivista y clasificatoria,
amplía la visión de la historia, la unión de la erudición con el filosofar, el
sentido vivísimo de la poesía y del arte en su carácter original…”[1].
El reconocimiento de Croce puso en relieve la originalidad y complejidad del
marxismo de Gramsci, un compromiso ideológico político enérgicamente
revolucionario, socialista primero, y comunista después. Sus escritos,
inclusive los literarios, son una dilucidación y sistematización teórica
práctica de aquel ideal. Con el ascenso al poder de Mussolini, Gramsci organiza
la formación del Partido Comunista; como respuesta el mismo Mussolini ordena
personalmente su confinamiento: no quería volver a escuchar su voz. Lo
encarcelan en 1926, y salió para morir en 1937, vencida ya su resistencia
física. En prisión escribió, además de Lettere
dal carcere[2],
Quaderni dal carcere[3]
con un estilo sobrio pero ardiente, armado de ironía y sarcasmo, testimonio de
un ininterrumpido diálogo con parientes, familiares, amigos, conocidos, y de un
itinerario por sus principales intereses políticos y culturales. La forma de
acción que desarrolló Gramsci, como intelectual y persona política, fue la de poner
el cuerpo cautivo al servicio de la escritura, absorbiendo numerosas ideas y
fermentos desde la oscuridad de su reducto.
Casi un siglo antes, Auguste Blanqui hizo de la insurrección un arte; de las calles, barricadas que animaban el furor emancipador de la clase obrera, y de la conspiración, una estrategia revolucionaria. Preso la mayor parte de su vida, arma un grupo secreto que Lenin tomó como antecedente, sobre todo por la creencia de que la formación de cuadros es la que forja la conciencia obrera y que por sí misma otorga el empuje empírico que conduciría las luchas gremiales, como la progresión de un destino de comprensión histórica. Los “blanquistas”, grupo de conspiradores de naturaleza socialista jacobina no antiestatista, surge con una frase: “Colgaremos al último burgués con las tripas del último sacerdote”. Así nacen: contra la iglesia, la burguesía, los grandes terratenientes y por supuesto, también, contra Thiers y Guillot. Las consecuencias fueron las mismas que con Gramsci: Blanqui es apresado después de 1848. Conocido por la historia como le fermé –el encerrado– queda en el recuerdo como un preso que escribe, poniendo a su conciencia en continuo conflicto consigo misma. Cautivo, logra percibir con sutileza el conflicto espiritual y el enorme escenario que se abría en la ciudad de París cuando estalla la Comuna, de la que no pudo participar. Pero su grupo, los “blanquistas”, van a mostrarse muy activos en el Hotel le Ville y otros centros nodales de los acontecimientos. En esos días de insurrección, Blanqui escribe entre rejas La eternidad por los astros[4], una teoría astrológica que resulta inesperada para la marcha del socialismo concebido como un campo de hipótesis respecto a cómo las fuerzas de la producción se combinan con un caudal simbólico y moral, con acciones sociales y políticas, y con promesas colectivas que se encarnan en figuras llamadas “militantes”. Por eso sorprende, porque relaciona política con misticismo agregándole espiritualidad al materialismo. Este libro trata sobre el mundo finito de los hombres y que, en tanto tal, cada uno está destinado a una muerte en consonancia con lo que diría más tarde Sartre: “cada uno puede vivir su propia muerte y no la muerte de los demás”. Blanqui agrega una nueva dimensión, el cosmos, donde se multiplican otros planos y más astros que replican a la tierra donde, en cada uno de ellos, existen sosías de cada vida. Por lo tanto, cada ser finito tiene duplicaciones infinitas que lo hacen finito en la vida que cree tener, pero infinito en las múltiples vidas que tendrá. Se trata de una extraña religión cosmológica que convive con un tipo de autoritarismo estricto. Esta parte fue omitida de la historia del socialismo francés e incluso Lenin –que dice haberse inspirado en Blanqui– jamás menciona La eternidad por los astros, como sí lo hace Borges en 1920, aunque fugazmente. Tanto él como Bioy Casares, que se interiorizaron en los hechos de la Comuna, salvaron esta obra entre todo lo producido en esos días. Un libro escrito en la cárcel que revela qué tipo de expansiones y atravesamientos tenía el socialismo y el jacobinismo francés desde el punto de vista literario. Una obra que posee un indicio de esoterismo y surrealismo que podría tener resonancia en nuestros días y que no debería quedar al margen de la genealogía de las vanguardias artísticas del Siglo XX.
Yendo más
atrás en el tiempo, un noble francés que estuvo veintisiete años entre rejas –casi
la mitad de su vida– también escribió en cautiverio. Detenido y encerrado por
la monarquía, la República y también por el Imperio, cuando ocupaba las cárceles
de Vincennes y de La Bastilla, periodo que duró trece años, escribió Los 120 días de Sodoma. Se dice que
estaba enfrascado en esas febriles líneas cuando comienzan los fuegos de la
Revolución Francesa y murió pensando que ese manuscrito se había perdido. Su
nombre era Donatien Alphonse François de Sade, más conocido como el Marqués de
Sade, acusado de llevar una vida de excesos marcada por agresiones sexuales que
se juzgaban más aberrantes todavía al ser atravesadas por su pluma. Pero quizá
lo más pecaminoso fue que describió una sociedad, cuyos privilegios se le
ofrecían en bandeja, sostenida en base al triunfo del vicio y no sobre la
virtud. En verdad, su disoluta conducta no era peor que las acciones de sus
congéneres aristocráticos en la decadente capital francesa. El problema era –quizá–
su arrogancia, la falta de discreción, exigir el lado salvaje de la vida
hablando de sexo sin pudor como un postulado político, desnudando a una
sociedad tan cínica como la parisina de finales del siglo XVIII, cuyas cabezas
perdieron glamour rodando por la Plaza de la Concorde en 1789. Algo
revolucionario se desprendía de sus escritos y fue liberado. Se dice que en
junio de 1791 se lo nombró “ciudadano activo”, y colaboró escribiendo
discursos, entre ellos el del funeral de Marat; pero en 1793 fue detenido de
nuevo, esta vez bajo la acusación de “moderado” por expedirse en contra de la
guillotina y lo mandaron al asilo psiquiátrico de Charenton, donde murió en
1803, a los 74 años. Su obra, se sabe, influyó a novelistas y poetas como
Flaubert, Rimbaud, Dostoyevski, André Breton y un largo etcétera aún radiante
en el convulsionado Siglo XXI.
¿La
escritura en cautiverio, con el cuerpo confinado, activa una concepción del
mundo teñida de una sensibilidad diferente a la de las personas que se
encuentran en libertad? Leyendo a estos tres escritores, se puede atisbar algo
sobre la performatividad del lenguaje, un punto de encuentro/desencuentro entre
vida y escritura, entre práctica y teoría. Sus escritos dejan claro que son las
creencias con sus prácticas las que crean personas políticas, y que dichas prácticas
están obligadas a volcarse sobre modulaciones lingüísticas. Sin narración no
hay sujetos políticos. Y los tres, traficando ideas hacia extramuros a través
de sus plumas, aunque con distintas intensidades a través del tiempo, promueven
un lenguaje que los convierte en sujetos literarios-políticos: una entidad
integrada.
Los textos
de Gramsci y Sade siguen incomodando, Blanqui tal vez menos pero resultó
determinante en algunos revolucionarios de principios del siglo XX. Los textos
gramscianos tocan la fibra sensible de una cuestión moral e intelectual, una
visión del mundo sin la cual no habría política ni filosofía, en tanto fronteras
para pensar la vida cultural. Blanqui imaginó desde la cárcel, una compleja
teoría del cosmos y el Marqués de Sade, formas de las sexualidades que son
retomadas en lecturas más modernas, como madejas políticas de los cuerpos y de
las disidencias: “aquí se goza filosóficamente”. Los tres mueven el suelo de
las teorías para crear un objeto vivo –la escritura, los libros–, amasado en la
desesperación, nacido en la oscuridad oprimente de un reducto que se expande
irradiando un influjo emancipatorio.
La relación
entre cuerpo, escritura y política nos devuelve a la actualidad. ¿Cómo actuar
políticamente en el excluyente escenario comunicacional con un lenguaje que no sea
instrumentalizado por las posiciones hegemónicas? ¿Cómo reanimar una nueva
calidad de lenguaje político que no se vea sometida a fórmulas del márketing o
a la métrica de las redes? ¿Cómo construir elucubraciones capaces de irradiar
una luz nueva que opaque el influjo de los grandes medios comunicacionales, que
sortee su vigilancia, que destrone sus antenas?
[1]. “… y con ello el camino abierto a
reconocer en su positivismo y autonomía todas las categorías ideales".
Textual de Benedetto Croce en Las cenizas
de Gramsci, Pier Paolo Pasolini. Colección visor de poesía, España.
[2] Antonio Gramsci. Cartas desde la cárcel. Caracas, Fundación
Editorial el perro y la rana, 2006.
[3] Antonio Gramsci. Cuadernos de la cárcel. México, Ediciones
Era, 1984.
[4] Louis-Auguste Blanqui, La eternidad por los astros. Buenos
Aires, Colección Puñaladas–Colihue, 2002.
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