“Literaturidades de la peste (5)”, por Florencia E. González
Lo que oculta la imagen
En un
pasaje del Ulises de James Joyce, el
narrador Stephen Dedalus está mirando el mar mientras su madre agonizante lo
mira a él y al mar. En esa imagen asoma una forma reversible de la mirada y la
tragedia que en ella habita pues cuando nos mira lo que se mira, obliga a mirar
“verdaderamente”. En esa “reflexividad” se impone un “en”, un “dentro” de la
cosa por el que se pregunta Joyce, por el interior de la imagen que subyace de
ella pero que visualmente se nos niega. Este punto de partida enlaza la mirada
con la muerte, con la pérdida, con lo que se escapa. Una idea que le permite
desarrollar al filósofo francés Georges Didi-Huberman un ensayo sobre las
modalidades de la ausencia que sustenta la imagen: lo que no se ve. Una de
ellas consiste en ver “alguna otra cosa más allá”: ver el vacío. Por eso el mar,
que está frente a la mirada de Dedalus mientras lo mira su madre, se convierte
en un cuenco donde habitan las muertes presentidas; las ausencias pasadas y las
que vendrán. El mar alberga, bajo la apariencia de un muro horizontalmente
extendido, como en un vientre materno, profundidades de un mundo invisible
ofreciéndose a la imaginación.
El filósofo reflexiona sobre dos modos de evitar ese vacío: la
tautología negada –lo que vemos, no nos mira[1]–, y
la creencia –lo que nos mira se resolverá más adelante–. La primera, implica
afirmar que sólo existe lo que se ve, y por consiguiente negar que haya algo
por detrás de esa imagen (por ejemplo, que no hay cuerpo en una tumba). Esta
actitud es la de la indiferencia e incluso del cinismo. La segunda, pretende
por el contrario querer trasladarse más allá de lo que se ve, querer superarlo,
imaginando lo que hay detrás. Es la actitud de la creencia donde el cuerpo en
la tumba se imagina todavía bello, pleno, mientras la vida ya no está allí sino
en otra parte.
Como insaciable ensayista, Didi-Huberman es un merodeador, cada
paso amplifica la resonancia de sus investigaciones. De la misma manera opera
el tiempo con la imagen: tensiona la historia con quien mira buscando siempre
un poco más. Lo admite sin reservas: “El ensayo como gesto de siempre retomarlo
todo. Releer incansablemente”. Heredero de Walter Benjamin, Aby Warburg y
George Bataille, su reflexión en torno a la imagen y la dimensión política es
el centro de su obra teórica. Como hábil heredero, multiplica el patrimonio y
logra hacer una vertiginosa persecución de imágenes, volcando en ellas,
lecturas inagotables. De allí algo embriagante del análisis que propone,
envolvente, una lectura voraz que no marea ni empacha sino que fluye como el
vértigo de las imágenes frente a la mirada. Pensar la historia del arte bajo
este prisma es pensarla como disciplina anacrónica; ahí Walter Benjamin[2]
guía su investigación y resulta un pilar para desarrollar el planteo de la
dialéctica en la historia del arte, entendida como una imagen “detenida y
abierta”. Eso significa que la relación del presente con el pasado es temporal;
debe cortarse el flujo visual constante en el que vivimos y sacar la imagen de
la serie para poder preguntarse por ella. Sólo las imágenes dialécticas son auténticas
imágenes (es decir no arcaicas), y la lengua es el lugar donde abordarlas[3]
pues sólo allí es posible entrelazar diferentes temporalidades en el ejercicio
histórico. El presente es el que construye el pasado, por eso se multiplica como
montaje de imágenes y temporalidades divergentes, cargado de memoria, de restos
y ruinas que no logran ser digeridas por la dinámica del progreso: los
“pasados” son tantos en cuanto “presentes” acudan por ellos. Esta idea se
contradice con la búsqueda de una historia fija y sistemática lineal. Por ello
el choque entre estos fragmentos propicia un saber histórico, dialéctico y
anacrónico. Este esbozo de la historia y de la imagen en Benjamin establece la
relación con Aby Warburg, también alemán y su contemporáneo, que toma la manera
en que se transmiten los gestos a través del tiempo para creer que lo mismo
sucede con los conceptos en modo de supervivencia
y síntoma. También para él, el
anacronismo acosa constantemente el ejercicio histórico, pues el ordenamiento
teleológico o progresivo de la historia se ve entrecortado, suspendido y
detenido por los destellos de las imágenes dialécticas que colisionan. Ello no
sólo cuestiona los modelos de temporalidad propios del ejercicio histórico,
sino que también hace problemáticos los pilares del debate en torno a la
historia del arte: los estilos, las influencias, las épocas y los grandes
relatos que siguen un modelo de temporalidad progresiva. Las supervivencias son para Warburg aquellos
rasgos que se encuentran en iconos, imágenes y obras que no corresponden a las
clasificaciones estilísticas y periódicas de la historia académica del arte.[4]
Mientras que los síntomas permiten
ver la repetición de gestos, formas, fuerzas, afectos, que sólo pueden ser comprendidas
desde modelos temporales no continuos ni claramente aislables, pues en las
imágenes se dan efectos de contaminación, de retornos, desapariciones y
reapariciones que pueden ser explicados mediante un enmarañamiento del tiempo
en la dinámica de figuración o formación de las imágenes. Toda imagen es pasado
–por eso es anacrónica– y la distancia que guarda con él conserva sus
interrogantes a distribuirse según discursos en relación con el cuestionamiento
del saber dado y lo que se ve. Analizadas bajo el prisma del pensamiento de
Didi-Huberman desde la filosofía y la historia del arte, las imágenes adquieren
una potencia política que implica fuertemente al lenguaje, la memoria y la
historia, nunca linealmente.
En la primera obra[6]
se presentan siete personajes con uniforme médico, tapados por trajes, guantes
y una especie de escafandra que oculta el rostro y donde no aparece ni un
milímetro de piel. Humanoides se adivinan debajo de los trajes, ¿son personas?,
si lo fueran tampoco puede distinguirse si se trata de hombres, mujeres,
animales, maniquíes, extraterrestres. Sea lo que fuere podría tratarse de los
únicos sobrevivientes. Si se observa con detenimiento, algunas facciones se
adivinan a través de las máscaras translúcidas pero las manos enguantadas,
negras, sugieren extremidades mecanizadas, como si fueran robots. Un personaje
lleva una máquina indescifrable, puede ser un monitor, un respirador o quizá
los restos mortales de alguien. Esa posibilidad atisbada en la obra, resulta la
negación de la imagen del cuerpo muerto, lo que significa que es despojado de su historia y reducido a número,
generando una experiencia estética en el observador en línea con lo que Didi-Huberman
llama “un ejercicio de la tautología”, cuya reflexividad consiste en reprimir
la angustia. Una tumba, como el mar, no es solo un lugar de reposo sino de
acción donde el tiempo de la muerte se inventa de nuevo. Frente a ella, la
experiencia deviene en otro tipo de angustia; angustia de imaginar el interior
de ese receptáculo y presentir el destino de esos cuerpos semejantes al
nuestro, cuyos “cadáveres son la imagen del destino”[7]. La
negación de su imagen reprime la angustia en el presente pero también obtura
una proyección de futuro, “lo que vendrá”, pues las imágenes no solo acarrean
formas del pasado, también portan visiones que viajan al futuro, como las de
los augures romanos, que buscaban presagios en las tripas de los animales.
Andréi Tarkovski, el cineasta ruso, también sabe de ellas y como los personajes
de Dowek, en La Zona –película también conocida como Stalker– conviven en un lugar post apocalíptico yendo tras una
habitación que tiene la capacidad de cumplir los deseos más recónditos,
aquellos que ni el propio sujeto conoce. Se trata de un espacio de la Tierra
que tras recibir visita extraterrestre, deja basura tecnológica con esos
poderes. Tarkovski coloca
una cámara semisubjetiva y se parece a Dedalus expresando un punto de vista que
sigue el objeto, subordinado a él, pero que renuncia al protagonismo de la
acción. Esa cámara se mueve con la mirada, atenta al personaje, y luego vuelve,
instalando sobre la imagen, la incertidumbre: quién mira suma a alguien más con
su mirada y se funden.
Pero los personajes de Dowek
no miran, no tienen mirada, y allí el espectador tiene espacio para
mirarse en la no-mirada, para participar en esa expresión en ausencia, a la
distancia, resistiendo la forma nítida y el significado preciso. En su
atmósfera se respira COVID, está viciado como el sitio prohibido de desechos
extraterrestres fruto de la imaginería de la Guerra fría y de la Guerra de las
Galaxias de Stalker, filmada en 1975.
Entre la premonición cinematográfica y el virus en el aire, surge la imagen superviviente
de la catástrofe radioactiva de Chernóbil nutriendo los dos tiempos a la vez.
Con esa tragedia, la película se volvería real años después, y anticipatoria de
los trajes que se calza el personal médico en el 2020. Esas figuras también
podrían ser deudos o alegres falsarios celebrando lo evanescente, enmascarados
de Pandemia, de radioactividad o de viaje espacial. Al humanoide que porta el
artefacto no se le ven las piernas. ¿Será un fantasma? ¿Cómo será sentir,
pensar detrás de todo ese ropaje? El color blanco de esos mamelucos subraya el
drama, una tela singular lo torna ascético, científico pero también irreal, como
fruto de un mal sueño, de un exorcismo o de un fotograma de película
apocalíptica. El fondo negro, igual que los guantes negando el tocar de las
manos, refuerza el clima de luto contrastando en un punto máximo con el blanco,
y ambos debatiéndose sin términos medios: vida o muerte. Los colores fríos del
rígido barbijo y dos barras azules brindan un aire metálico, solitario, acuoso.
La acción en reposo se abre a otros sitios; propicia el ingreso al
sueño o a la pesadilla, expone la memoria, el anhelo y los miedos: un mundo
frío. El tiempo sostenido y el espacio persistente, como el islote en terreno
anegado que persiguen los personajes de la película, favorece el
desdibujamiento de los límites existenciales de la experiencia. Como espacio
ético, Stalker y las obras de Dowek,
son sitios de virtualizaciones donde lo presente es relativo a lo ausente, lo
invisible toma forma en lo visible[8].
En el costado izquierdo de la obra asoma otro volumen, un cubículo torcido, un
súper tacho de residuos que llega al piso descubriendo la única línea oblicua
de la obra. Por último, de la base suben emanaciones que ocultan los pies con
la misma incertidumbre que se envuelve al futuro.
La segunda
obra de Dowek[9]
mantiene los colores, los mismos cuerpos humanoides abrazados en aparatosos
camuflajes blancos, pero sólo con tres personajes. Están de espaldas. Llevan lo
que parece una camilla pero con una altura poco común, muy alta. Uno de ellos,
el que porta un sistema sofisticado de tubos desde la nuca enganchado en la
cintura, tiene un brazo apoyado en un bulto y con el otro parece sostener el
cuerpo de adelante que se adivina más grande y flácido. Parece vencido, su
cuerpo se desarma igual que el único personaje de la tercera obra, situado en
un ambiente más contextualizado y explícito: la sala de espera de un
hospital.
[1] Georges Didi-Huberman. Lo que vemos, lo que nos mira. Buenos
Aires, Manantial, 1997.
[2] “De modo que no hay imagen
dialéctica sin un trabajo crítico de la memoria, enfrentada a todo lo que queda
como al indicio de todo lo que se perdió. Walter Benjamin comprendía la memoria
no como la posesión de lo rememorado —un tener, una colección de cosas pasadas—
sino como una aproximación dialéctica a la relación de las cosas con su lugar.
Deducía de ello una concepción de la memoria como actividad de excavación
arqueológica, en que el lugar de los objetos descubiertos nos habla tanto como
los objetos mismos, y como la operación de exhumar algo o alguien durante mucho
tiempo tendido en la tierra, dentro de una tumba.” Didi-Huberman, ibid, p. 116.
[3] “No hay que decir que el pasado
ilumina el presente o que el presente ilumina el pasado. Una imagen, al
contrario, es aquella en que el Antaño se encuentra con el Ahora en un
relámpago para formar una constelación. En otros términos, la imagen es la
dialéctica detenida.” Didi-Huberman, ibid,
p. 75.
[4] Aby Warburg. Atlas Mnemosyne. Madrid,
Akal, 2010.
[5] Diana Dowek es una artista
argentina. Sus últimas exposiciones fueron Paisajes
insumisos y la obra como campo de
batalla.
[6] La imagen de Dowek ilustra el
artículo de José Emilio Burucúa en La Nación https://www.lanacion.com.ar/cultura/post-pandemia-humanimalismo-regresar-vida-tiempos-catastroficos-nid2372755
[7] Georges Bataille. La felicidad, el erotismo y la literatura.
Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008.
[9]La segunda imagen de Dowek, ilustra
este artículo de José Emilio Burucúa publicado en Infobae https://www.infobae.com/cultura/2020/05/25/pandemia-moderna-y-piedad-antigua-que-nos-devuelvan-la-milenaria-humanidad-con-nuestros-enfermos-y-muertos/
[10] Georges
Didi-Huberman, Clément Chéroux y Javir Arnaldo. Cuando las imágenes tocan lo real. Madrid, Círculo de Bellas Artes,
2018.
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