“Filosofemas de la crisis (7)”, por Jimena Néspolo
Mapas,
epistemes, objetos, simulacros
…En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía
logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad,
y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas
Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa
del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él.
Menos Adictas al Estudio de la Cartografía,
las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no
sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos. En los
desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por
Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las
Disciplinas Geográficas.
Suárez Miranda, Viajes de Varones Prudentes, Libro Cuarto, Cap. XLV, Lérida, 1658.
Jorge Luis Borges, “Del rigor de la
ciencia” (El Hacedor, 1960)
La posmodernidad
es –¿fue?– una época de mapas despedazados, astillados por el tránsito veloz de
mercancías y sujetos imposibilitados de comprender la multiplicidad de
presentes que anidan en cada rincón del orbe. De la quimera de aquellos
cartógrafos del Imperio, al que alude la ficción borgeana, de ofrecer una
representación total del territorio a fin de volverse bitácora cierta en la
aventura de la conquista, sólo quedan vestigios ruinosos habitados por
“animales” y por “mendigos”. En nuestro tiempo –o al menos el que conocíamos
antes de la pandemia– todo registro se vuelve copia de la copia de otra copia
de otra copia… en un juego especular, siniestro y abismal, que endiosa imágenes
huérfanas de realidad en pos de la asunción del Imperio del simulacro. La
muerte de Dios, de la Historia, de las Ideologías y de todas las certezas
instauraron la tiranía de los objetos sostenida por un único credo: el del Mercado.
Jean
Baudrillard lo explicó bien: en este paso a un mapa cuya curvatura ya no es la de lo real, ni
la de la verdad, la era de la simulación se abre, pues, con la liquidación de
todos los referentes —peor aún: con su resurrección artificial en los sistemas
de signos, material más dúctil que el sentido pues se ofrece como cuerpo de
otros sistemas de equivalencias–. Para ser exactos, la “era del simulacro” [1]
no plantea ya la existencia de la imitación o de la parodia, sino una
salvaje suplantación de lo real por
los signos de lo real, es decir, se trata de una operación de disuasión de todo proceso real por su
doble operativo: una máquina de índole reproductiva, programática e impecable
que ofrece todos los signos de lo real independizándose de la referencia. Su
formulación teórica parece compleja, pero –como mero ejemplo– sólo hace falta
detenerse en la cantidad de noticias fakes
promovidas y agitadas desde el entramado de los medios masivos de
comunicación como si fueran esos inocuos filtros
con que se transforman, retocan y/o trucan las imágenes digitales en las redes,
para observar el modo en que nuestra contemporaneidad ha naturalizado la simulación
como parte misma de nuestro hábitat sígnico-ambiente. Consumimos simulación, la
toleramos; pero la llegada del virus impuso una detención del frenesí de la
aceleración de copia, un slow motion que de pronto propicia el
corrimiento del velo de las imágenes y la emergencia de no se sabe qué –¿acaso
sea “lo real”?– pero que tiene al mundo en vilo.
A
partir de Borges, la filosofía se vuelve parte del género fantástico y la
noción de discursividad se impone junto a la emergencia de una nueva ciencia:
la narratología –esa “productividad llamada texto” de la que habla Julia Kristeva
le causa cosquillas y “la muerte del autor” explicada por Roland Barthes, la
triste sensación de que “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (Ficciones, 1944) está siendo traducido a las huestes estudiantiles–.
No obstante así, el diálogo que establece Borges con la tradición filosófica
jaqueó su protagonismo disciplinar a la hora de ofrecer respuestas al presente: el mito del Logos, desde entonces, se parapeta en una erudición
engañosa, taimada, montaraz, capaz de darse vuelta y mostrar su revés de locura.
Al joven Michel Foucault, por tanto, no le quedó más que recoger el guante, rescatar
la noción de “episteme” y cantar el “¡Quiero vale cuatro!” en Las palabras y las cosas (1966), mientras
se partía de risa con “El idioma analítico de John Wilkins” (Otras inquisiciones, 1952).
El
mundo que anticipa Borges en sus ficciones es, en efecto, el nuestro: mapas y
cartógrafos han sido barridos por el simulacro, la metafísica ha desaparecido y con ella sus
espejos, del ser y de las apariencias, de lo real y de su concepto. Vivimos en
un mundo
que le ha vuelto la espalda a todo idealismo para propiciar –como en “Tlön…”– la
multiplicación obscena de los objetos entregados a la simulación plena de ser
el último enclave de la subjetividad.
Asediado
por todas las hermenéuticas de la sospecha, el sujeto se ha visto obligado a
admitir, hacia el cambio de milenio, el melodrama de su fragilidad y de su
desaparición: el sujeto psicológico, el del poder, el del género y el del saber
son incapaces de administrar una representación coherente del universo y de sí
mismos. Afirma Baudrillard: “la posición de sujeto ha pasado a ser simplemente
insostenible”[2]
porque en la connivencia con los objetos se encuentra atravesado por una
contradicción absoluta en la perspectiva de su propia economía[3].
Llegamos entonces al corazón de la paradoja: si la posición del sujeto burgués
y psicológico se ha vuelto insostenible, el objeto ha manifestado en cambio su
destino: obsceno, pasivo, prostituido, se ha vuelto la encarnación del “Mal”
soñado por los pornógrafos para convertirse, al fin, en la materialización de
la alienación pura. En este mundo regido por el infinito simulacro de las
imágenes, los objetos se han erigido en impensados garantes del sentido.
Curiosamente, el relato que lleva por nombre “El simulacro”
(también publicado en El Hacedor), una de las ficciones
más simples pero de mayor proyección ideológica en la obra de Jorge Luis
Borges, al parecer le ofreció a Baudrillard las claves desde donde pensar la
cultura posmoderna en su conjunto: un enlutado “aindiado” recorre en compañía
de una muñeca rubia los pueblos del interior, teatralizando el duelo en un
velorio posado, el de Eva Duarte de Perón. Como último moderno que es,
Borges descree de todas las ideologías salvíficas incluso el peronismo:
esquirlas del pensamiento mágico que, con la promesa de la redención masiva, no
ofrecen más que una “crasa mitología”: “¿Qué suerte de hombre (me pregunto)
ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un
impostor y un cínico?”[4]. En la posmodernidad, es
la escena política como horizonte utópico de transformaciones sociales ese
cuerpo yerto que los tristes impostores pretenden enterrar. El terror de los
cínicos es que el corrimiento del velo de estas imágenes falseadas permita hoy
asomar el rostro, no de una autómata muerta, sino de una “muñeca viva”: mayorías
ya no silenciosas capaces de producir una demanda de sentido que supere la
coyuntura del presente.[5]
A partir de la crisis del 29 y a lo largo de todo el siglo XX el Capitalismo aprendió bien una lección: la producción de demanda es infinitamente más costosa que la producción misma de las mercancías; la demanda de objetos y de servicios puede siempre ser artificialmente producida, pero el deseo de sentido y el deseo de realidad no pueden ser fácilmente generados y, no obstante así, cuando emergen dibujan el contorno de un abismo que aterra al statu quo. De eso habla el tan mentado “temor de los mercados internacionales”, ese fantasma que agitan los portales de noticias a diario: una demanda de sentido que destrone la tiranía del objeto y su lógica pecuniaria podría llegar a desestabilizar de manera radical al sistema.
[1] Baudrillard, Jean. Cultura y simulacro. Barcelona, Kairos,
1978.
[2] Baudrillard, Jean.
Las estrategias fatales. Barcelona,
Anagrama, 1997, p. 83.
[3] Para Baudrillard los objetos de consumo se vuelven signos, es decir, exteriorizan una relación de significación: son por tanto arbitrarios y no coherentes con esa relación concreta, pero cobran coherencia, y por tanto sentido, en una relación abstracta y sistemática con todos los demás objetos-signo. Jean Baudrillard, El sistema de los objetos. México, Siglo XXI, 1985, p. 213.
[4] Borges, Jorge Luis. “El simulacro”
en: El Hacedor. Obras Completas II.
Buenos Aires, Emecé, 2007, p. 200.
[5] “Habría una ironía fantástica de las
masas en su mutismo, o en su discurso estadístico tan conforme a las preguntas
que se le hacen; esa ironía se acercaría a la eterna ironía de la femineidad de
la que habla Hegel –la ironía de una falsa fidelidad, de un exceso de fidelidad
a la ley, simulación de pasividad y de obediencia finalmente impenetrable, y
que anula de retorno la ley que les gobierna”. Jean Baudrillard, A la sombra de las mayorías silenciosas.
Barcelona, Kairós, 1978, p. 36.
Comentarios
Publicar un comentario